Por entonces se añadió a mi miserable estado personal y económico una experiencia sexual, la primera en estos lances, con una chica que vino acompañando a Valentí un día antes de marcharse a su pueblo para atajar un problema que tenía que ver con la profesión de su padre, labrador desde tiempo inmemorial. La chica se llamaba Ofelia, como la enamorada de Hamlet, pero no era tan hermosa como la heroína de Shakespeare ni tan honrada ni leal como ella. Sin embargo, sus aparentes atenciones conmigo, al menos las que prodigaba al principio de nuestra relación, me hicieron concebir esperanzas de algo más duradero que un simple pasatiempo amoroso. Creo que me enamoré perdidamente de ella, por decirlo de una vez. El caso es que me olvidaba de todo cuando estaba con la chica. Hasta que un día pasó lo que tenía que pasar, y es que Ofelia, llevada más de sus instintos naturales que de la obediencia debida a la educación que había recibido de su madre, me propuso hacer lo que yo más deseaba entonces. Albert nos había dejado solos y yo vi el cielo abierto. Sin embargo, debió de ser mi inexperiencia en lances parecidos o tal vez mi acostumbrada timidez, o ambas cosas a la vez, pero el caso fue que procedí como pensaba que debía procederse en encuentros amorosos: sin precipitaciones y con delicadeza. Así que, sentados los dos sobre el lecho, empecé recitándole un poema de amor de Manrique que yo había aprendido de memoria y que venía al caso (eso pensé yo). Ofelia me miró sorprendida y, a cambio, me soltó una retahíla de frases subidas de tono que harían enrojecer de vergüenza al más osado y ducho en las lides de Eros mientras me desnudaba con garras de fiera. Yo no sabía qué hacer. Ella acabó la labor de dejarme completamente en cueros y luego me exigió que hiciera lo mismo con ella. Me temblaron las manos durante todo el tiempo que me llevó dejar al descubierto su blanca piel. Después se tumbó sobre la cama y abrió sus brazos para acogerme entre ellos. Era la primera vez que lo hacía, ya lo he dicho antes, y temblando ahora todo el cuerpo me dejé caer sobre el suyo. Me ayudó con una destreza increíble y en unos instantes me vi dentro de ella. No era tan difícil como yo había creído. Y me dejé llevar por la situación y por las leyes de la naturaleza, que siempre es sabia en estos combates cuerpo a cuerpo. Pero cuando estaba en plena gloria, un ataque de tos echó todo por tierra, es decir, me sacó del cielo de golpe y con la misma velocidad, me arrojó al infierno de la decepción y la vergüenza. Mi vigor físico se había desinflado con aquel violento e inoportuno ataque de tos. Despechada Ofelia por el contratiempo, se deshizo de mi abrazo mientras me regalaba con un buen manojo de insultos e improperios. Se vistió lo más deprisa que pudo y me dejó sembrado de desconcierto y tristeza. No la volví a ver más hasta pasados unos años en una circunstancia totalmente contraria.
Cuando volvió Valentí del pueblo de su padre, lo primero que me preguntó fue qué tal iba mi asunto con Ofelia.
--Desapareció-- le dije a secas sin entrar en detalles del motivo de su marcha para no vivir de nuevo aquel mal trago referente a mi vida sexual.
--Pues era una chica maja que se dejaba querer-- dijo, y luego añadió sonriendo--: Aunque un poco impulsiva, todo hay que decirlo. Dale tiempo y verás cómo vuelve. Si quieres te echo una mano. La conozco muy bien.
Le dije que no se molestara y, para zanjar el asunto, le pregunté cómo le había ido en el pueblo con su padre. Me habló de la política del Gobierno de Madrid, centralista al máximo, que había asumido en poco tiempo, sin que el pueblo y las clases más necesitadas, las de los obreros, los labradores, los pequeños artesanos, los que viven pos sus manos, en una palabra, se lo hubiera pedido, el papel de ingeniero del orden social, y así es lógico que se encienda en provincias y, especialmente, aquí en Cataluña, la tensión y estalle la violencia. Le pregunté a qué tipo de tensión y violencia se refería y qué tenía que ver su padre con todo ello.
--Revueltas-- me contestó--; revueltas de todo tipo. No se puede de buenas a primeras desde el Gobierno intentar desarraigar a las gentes sencillas, campesinos y obreros sobre todo, de sus formas tradicionales, de la comunidad en cuyo seno nacieron, crecieron y se hicieron adultos. Entiendo perfectamente la violenta reacción de estas gentes modestas que vive al día con pocos recursos contra todo tipo de cambio promovido en nombre del progreso. Ahora se llama motín de subsistencias esta forma de revuelta social que amenaza contagiar los pequeños obreros y artesanos de Barcelona. Por eso he vuelto a la imprenta. Conviene dar a conocer al gran público lo que pasa para intentar poner remedio a este abuso de poder totalmente centralizado y restaurar la visión tradicional del papel social del Gobierno y los adecuados papeles económicos que deben desempeñar los productores, los consumidores y los funcionarios.
Yo estaba de acuerdo con Valentí y así se lo dije, y cuando nos reunimos con Albert para hablar del mismo tema, éste dijo que su padre se había visto envuelto unos años atrás en lo mismo en Vilafranca y alrededores por el cambio brusco que había dado el Gobierno en asuntos económicos.
--También el pueblo se levantó—dijo--, porque si hasta entonces el Gobierno había actuado como protector del productor y el consumidor, regulando los mercados y controlando los precios y comercios de los productos del campo, y los propios ayuntamientos se cuidaban del abastecimiento de los pueblos, y los precios de los productos se fijaban de acuerdo con los costos de producción y transporte, y existían, además de las tasas, una red de pósitos que prestaban granos y otras simientes a los campesinos para la siembra y abastecían a la gente en tiempos de carestía, de pronto el Gobierno cambió de actitud viendo que su política paternalista no acababa con las crisis de subsistencias, los tiempos de escasez y especialmente con el lucro de quienes infringían las leyes saltándose a la torera lo estipulado por el Rey.
Valentí asentía constantemente y, al llegar a estos términos, dijo:
--Como ahora, que el Monarca, mal aconsejado por sus ministros, vuelve a pensar que la liberalización del comercio interno fomentará la labranza, la abundancia de productos y la exportación. Cuando en realidad lo que está provocando son unas pérdidas enormes en los labradores, que con las tasas y la prohibición del almacenamiento de granos no ven una salida a su precaria situación. Los únicos que salen ganando son los grandes productores.
Albert añadió:
--Y los estamentos sociales que reciben rentas en especie, como el clero y los nobles, que acaparan, por citar unos números, casi las nueve décimas partes del trigo que se comercia y pueden almacenar libremente su grano y esperar a las temporadas en que el precio sube.
Valentí volvió a la carga:
--Y en cambio, los pequeños agricultores como mi padre, endeudados ya antes de la cosecha, no tienen otra salida que vender a unos precios irrisorios. Sólo hay una solución difícil de llevar a cabo: vender a pie de era el grano conseguido y evitar cualquier trato con los comerciantes.
Albert sentenció:
--Me temo que la gente rural, me refiero a los pequeños agricultores y campesinos en general, estará siempre sujeta a estas adversidades. Y los que vivimos en las ciudades no viviremos mucho mejor.
Me señaló y añadió con una sonrisa compasiva:
--Si no, aquí tenemos un ejemplo.
Asentí convencido, aunque mi amigo quiso quitar hierro diciendo:
--Pero tú saldrás pronto adelante, ya lo verás.
Sus palabras guardaban, sin yo saberlo, buenos augurios porque al día siguiente me dijo que cogiera el libro negro.
--Hoy—añadió-- empieza tu suerte. Sígueme.
Albert conocía en el Raval una librería cuyo dueño adquiría todo tipo de libros con la mayor discreción del mundo y sin preguntar su procedencia. Ni medité siquiera el paso que iba a dar. De una vez por todas dejaría de ser otro Hamlet y llevaría a cabo mi plan sin más dilaciones y siguiendo el refrán que dice: “La venganza se sirve en plato frío”. Así pues, quiado por Albert, me fui a la librería dispuesto a vender la Biblia.
La librería estaba en una calle pequeña y tranquila situada detrás de las Atarazanas.
--Aquí es-- me dijo en la puerta--; yo voy a dar una vuelta lo suficientemente amplia para darte tiempo a llegar a un acuerdo con el librero; dirígete a él como señor Vicenç; eso le gusta mucho; lo mismo que regatear sobre el precio; pese a ello y, si todo va bien, te dará la cantidad que más se ajuste al valor real del libro. Hasta luego.
Y se fue. Yo empujé la puerta con cuarterones de vidrio y sonó una campanilla que colgaba del dintel. Del interior salió a mi encuentro un fuerte olor a humedad. El local estaba iluminado suficientemente por dos quinqués situados a ambos extremos del mostrador, detrás del cual, parecía esperar eternamente a sus clientes un hombre delgado y bastante alto, con manos de dedos largos y ojos vivarachos. Tras contestar a mi saludo, me preguntó en qué podía servirme. Puse el libro sobre la mesa y le dije que deseaba venderlo al mejor precio posible. Se puso unas lentes que llevaba colgadas del pecho y sometió el libro a un examen meticuloso. Luego se quitó de nuevo las lentes y me miró.
--Una Biblia—dijo--. El libro que más se tiene pero que menos se lee. Como el Quijote. Si Cervantes levantara la cabeza, la volvería a agachar desolado viendo a qué estado de analfabetismo ha llegado este país. En cuanto a Dios…, mejor es que no sepa para qué se usa su palabra hoy en día en boca de sus ministros. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que el poder sacerdotal ha sido siempre fatal para el mundo. Siempre se ha enseñado más dogmas que moral, y así ha convertido a muchos hombres en absurdos en vez de justos. Porque ordenar creer cosas imposibles, contradictorias y perniciosas para el género humano no es propio de una religión coherente. ¿Dónde se ha visto que para hacer verdaderos creyentes se les amenace con penas eternas? Nadie que tenga sentido común puede aceptar esa barbaridad. Una religión que sostenga su creencia con la ayuda de verdugos y anegue la tierra de sangre por sofismas ininteligibles no debe ser considerada ni siquiera religión. Una religión que se precie debe enseñar la adoración de un Dios, la justicia, la tolerancia y la humanidad.
Me parecía estar oyendo al mismísimo Voltaire. Me quedé mirándolo como quien espera una conclusión, y enseguida, sonriendo, me dijo:
--Pero a ti lo que te interesa es saber cuánto puedo darte por tu libro, ¿verdad?
Asentí.
--Evidentemente, tu Biblia vale más por fuera que por dentro.
Recordé al instante las palabras que Esquerra había dicho al señor Dalmau y que contradecían a las del librero. Luego apuntó una cantidad de dinero que me pareció corta y yo la elevé hasta un poco más de lo que esperaba conseguir. Me contestó que el dinero que pedía era demasiado, pero como deducía que para pedir tanto debía de estar pasando un mal momento, me ofreció una cantidad que me pareció aceptable. Cogí el dinero y le di las gracias. Antes de salir del establecimiento, me dijo:
--Si quieres conservar la Biblia, me refiero claro está a su contenido, aquí en mis estanterías tengo unas cuantas; coge la que quieras. Por nada del mundo deseo que nadie se quede sin la palabra de Dios.
Le di las gracias de nuevo y salí a la calle. A unos metros de la puerta de la librería ya me esperaba expectante Albert. Me dijo:
--¿Qué? ¿Has conseguido una cantidad razonable?
Asentí.
--Ya te dije que el librero era de confianza.
Sonreí y le contesté:
--Pero respira Voltaire por todos los poros de su cuerpo.
--También, pero eso es harina de otro costal.
Claro que era harina de otro costal y molesta para ciertas personas. Porque a los pocos días Albert me dijo que la librería del señor Vicenç había sido incendiada con el pobre librero dentro. Lo encontraron carbonizado en la trastienda. Enseguida pensé en los sicarios del cura de Santa Ana, quienes, siguiendo sus inquisitoriales consignas y tal vez ayudadas éstas por instigaciones del señor Dalmau, uno y otro buscando sin duda la lista de conspiradores que contenía el libro negro, habían entrado en la librería con la única intención de hacerse con él, acabando de paso con todos los libros del señor Vicenç, y con el pobre librero.
No era la primera vez que en Barcelona se había procedido a la quema de libros por motivos más o menos parecidos. No muy lejos de la librería del señor Viçens, en una plaza pequeña que no es más que un breve ensanchamiento de la calle Aviñó, vivía un ilustre médico muy aficionado a la lectura y a coleccionar libros que, según los delatores, que siempre los hay en todas partes, eran de sospechosa procedencia francesa.
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