El primer año de mi estancia en Barcelona fue de auténtico aprendizaje. Además de conocer íntimamente los barrios antiguos de la ciudad condal, su apasionante vida y universal arte, seguí la costumbre de pintar al aire libre, experiencia que ya llevaba haciendo bastante tiempo atrás en mi tierra natal, ahora en compañía de mi mejor amigo, el pintor que tenía un estudio en su casa.
El buscar constantemente el contacto con la naturaleza siempre ha sido una de mis prioridades en los gustos y aficiones personales, y entonces tuve la ocasión de recorrer pueblos y paisajes de los alrededores de Barcelona y plantar el caballete para plasmar aquello con que la vista y el corazón se recreaban. Pertrechados del bocadillo pertinente para comer fuera y de los útiles de pintar, mi amigo y yo cogíamos un tren de cercanías y cada domingo visitábamos un lugar diferente, en el mar o en la montaña.
A la hora de comer, recogíamos los bártulos momentáneamente y, tras localizar una taberna para comprar vino, buscábamos una buena sombra para dar buena cuenta del bocadillo y del vino. Mientras comíamos nos entregábamos a nuestras charlas favoritas, que versaban de pinturas y versos.
Un domingo de esos, mientras nos hallábamos los dos en el frescor de la abandonada estación de ferrocarril de Sant Feliu de Llobregat, que acabábamos de esbozar en nuestros respectivos lienzos, salió a relucir mi afición desmedida a escribir poesía. Y acto seguido mi amigo me pidió, con la naturalidad que le caracterizaba y la confianza que yo le había concedido desde el principio de conocernos, que le leyera lo último que había escrito. Yo había escrito en los tres o cuatro primeros meses del año que llevaba lejos de mi ciudad natal unos seis o siete poemas nostálgicos (la añoranza de lo perdido iba a ser una constante en mi poesía). Un soneto pasable sobre el barrio y los amigos, un par de romances relacionados con la Semana Santa, una especie de silva a lo Garcilaso hablando del potro de la plazuela donde el herrero ponía herraduras a los caballos y cuatro o cinco poemas breves sobre la infancia y lo que significa para el hombre en su futura existencia.
--Me gustan los poemas en los que hablas de tu barrio y los amigos.
Era una manera de decirme que le leyera esos versos. Así que saqué el cuaderno de versos y le leí los que me había pedido.
“Amigos de mi barrio junto al Duero,
compañeros de miedos y aventuras:
hoy tan lejos de aquellas horas puras,
envueltos por lo impuro y el dinero,
os reúno en recuerdo duradero.
Recordad por favor las bien maduras
almendras de los tesos, las pinturas
del río desde el soto, aquel letrero
de Prohibido el paso no acatado,
la ruda molinera y su molino,
el mendigo estival casi sagrado…
No importa la distancia ni el candado:
Con nostalgia se vuelve al fiel camino
Que conserva las huellas del pasado.”
Con el tiempo, llegué a arreglarlo un poco, especialmente el segundo cuarteto y el primer terceto: la musicalidad, alguna palabra, alguna sustitución… Aún estaba lejos mi intención de publicar libros de poemas. Fue precisamente aquel domingo cuando mi amigo me insinuó por qué no publicaba un libro pues tenía bastante escrito para ocupar la extensión tradicional de un poemario. Me avergonzó la pregunta de mi amigo. Un libro publicado por mí. ¡Qué horror! Y que todo el mundo pudiera leerlo. ¡Más horror todavía! Siempre había pensado que era una gran responsabilidad hacer públicos unos versos que sólo escribes para ti y unos cuantos amigos. Por supuesto que mi respuesta fue entonces rotundamente negativa. Añadí que me conformaba de momento con leérselos a ellos, a mis amigos de Jíos y, como mucho, con colaborar de tarde en tarde con Moira, la revista poética de la Facultad.
Pero no olvidé nunca las palabras de ánimo de mi amigo el pintor en el sentido de que si a él y sus amigos les gustaban mis poemas, ¿por qué iban a disgustar a otras personas? Y tampoco olvidé la idea de la responsabilidad que contrae un poeta con lo que escribe y del respeto que debe a los presuntos lectores.
Algún domingo que no salíamos a pintar íbamos al Mercadillo de los libros de San Antonio, cuyas paradas se ponían y aún se ponen alrededor del hermoso Mercado del mismo nombre, a revolver entre los montones de libros en busca de alguna ganga. Y vaya si encontrábamos. Yo por lo menos. En poco más de medio año llené el cuarto que yo ocupaba para estudiar y tener mis cosas de libros, de libros de todo tipo. Mi madre se llevaba las manos a la cabeza cada vez que entraba en el cuarto y veía las oleadas de libros que amenazaban anegarlo todo. La pobre me decía que a ese paso tendríamos que salir todos de casa para acoger tanto libro. Hasta mi padre colaboraba en el desaguisado, pues empezó a coleccionar la revista de toros El Ruedo y un buen montón de ellas ocupaba parte del armario que teníamos en la galería. En cuanto a los libros que yo adquiría en el mercadillo, a un precio irrisorio, lo mismo eran de magia y brujería (el tema siempre ha requerido mi atención) que de Arte y Literatura, y entre los libros de Literatura destacaban los manuales teóricos, novelas y especialmente poemarios. De estos últimos me hice con dos nutridas colecciones: la primera se llamaba Laurel (años 50 y 60), en cuyos números acogía poetas españoles de todos los tiempos e ideologías, como Espronceda, Bécquer, Campoamor, Zorrilla, Lope de Vega, los hermanos Quintero, Quevedo, José María Pemán, Marquina, Jorge Manrique, Villaespesa, etcétera. Este último poeta fue para mí un gran descubrimiento. Su poema La sombra de las manos, dedicada a Valle Inclán, siempre me impresionó.
“¡Oh, enfermas manos ducales,
olorosas manos blancas!...
¡Qué pena me da miraros
inmóviles y enlazadas
entre los mustios jazmines
que cubren la negra caja!
¡Mano de marfil antiguo,
mano de ensueño y nostalgia,
hechas con rayos de luna
y palideces de nácar!...
¡Vuelve a suspirar amores
en las teclas olvidadas!
¡Oh, piadosa mano mística!...
Fuiste bálsamo en la llaga
de los leprosos; peinaste
las guedejas desgreñadas
de los pálidos poetas;
acariciaste la barba
florida de los apóstoles
y los viejos patriarcas;
y en las fiestas de la carne
como una azucena blanca,
quedaste en brazos de un beso
de placer extenuada!...
¡Oh, manos arrepentidas!...
¡Oh, manos atormentadas!...” Etcétera.
También en Laurel aparecían poetas hispanoamericanos, como José Martí, Gertrudes Gómez de Avellaneda, Amado Nervo, Sor Juana Inés de la Cruz, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Acuña, José Ángel Buesa, etcétera. La colección me abrió horizontes hacia algunos de estos poetas que apenas conocía y había leído y que me parecían muy dignos de ser conocidos y leídos, especialmente los tres últimos. De Manuel Gutiérrez Nájera me gustaba mucho una composición titulada Para entonces, que, a petición de mi amigo el pintor, le recitaba a veces.
“Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo.
No escuchar en los últimos instantes,
ya con el mar y con el cielo a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.
Morir cuando la luz triste retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.” Etcétera.
De Manuel Acuña, me quedaba con los sonetos, aunque había una poesía que, irracionalmente, se convirtió en mi preferida. Era el Nocturno dedicado a Rosario.
“Pues bien, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
y al grito en que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.” Etcétera.
Pero quien se llevaba toda mi admiración era José Ángel Buesa. ¡Me recordaba tanto a mi querido Bécquer! Durante un tiempo me sirvió de libro de cabecera y en Jíos sus poemas sonaban sin parar. Todos los miembros de la tertulia aprendimos de memoria el Poema del Renunciamiento.
“Pasarás por mi vida sin saber que pasaste.
Pasarás en silencio por mi amor, y, al pasar,
fingiré una sonrisa, como un dulce contraste
del dolor de quererte… y jamás lo sabrás.
Soñaré con el nácar virginal de tu frente;
soñaré con tus ojos de esmeraldas de mar;
soñaré con tus labios desesperadamente;
soñaré con tus besos… y jamás lo sabrás.
Quizá pases con otro que te diga al oído
esas frases que nadie como yo te dirá;
y, ahogando para siempre mi amor inadvertido,
te amaré más que nunca… y jamás lo sabrás.” Etcétera.
También había ejemplares dedicados a poetas extranjeros, como Heine, Schiller, Baudelaire, E. A. Poe… Este último resultó todo un hallazgo, en especial, su extenso poema El cuervo, que no por extenso dejaba de gustarme igual. El rotundo estribillo, “Nunca más”, era un redoble fúnebre al final de cada estrofa. Y las dos últimas tienen su aquel.
“¡Partirás, pues has mentido,
ave o diablo”, clamé, erguido,
ve a tu noche plutoniana,
goza allá la tempestad.
Ni una pluma aquí, sombría,
me recuerde tu falsía.
Abandona ya ese busto,
déjame en mi soledad.
¡Quita el pico de mi pecho,
deja mi alma en soledad!
Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!
Y aún el Cuervo, inmóvil, calla:
quieto se halla, mudo se halla
en tu busto, oh Palas pálida
que en mi puerta fija estás;
y en tus ojos, negro abismo,
sueña, sueña el Diablo mismo,
y mi lumbre arroja al suelo
su ancha sombra pertinaz,
y mi alma, de esa sombra
que allí tiembla pertinaz,
no ha de alzarse, ¡nunca más!”
Asimismo había en la colección Laurel números temáticos del tipo Las mejores poesías amorosas de la lengua española, Los mejores sonetos de la lengua castellana, Las mejores poesías de amor portorriqueñas, Las más bellas poesías místicas, o Los mejores madrigales de la lengua castellana, entre los cuales figura el bellísimo y famoso que Gutierre de Cetina dedicó a unos ojos.
“Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a quien os mira,
no me miréis con ira
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.”
Aunque casi me gustaba otro tanto el madrigal que Baltasar del Alcázar eleva al dios caprichoso del amor.
“Rasga la venda y mira lo que haces,
rapaz, que en esta edad no es hecho honroso
romperme el sueño y las antiguas paces;
desarma el arco, déjame en reposo,
porque la helada sangre no aprovecha,
ni es dispuesto sujeto
donde haga su efeto
la venenosa yerba de tu flecha.
Pero si determinas
con tus armas divinas,
rompiendo mis entrañas,
hacerme historiador de tus hazañas,
ablanda el pecho de esta que te priva
de tu imperio y valor con su dureza,
igual a su belleza,
si no quieres, Amor, que, cuando escriba
forzado en las cadenas,
cante por tus hazañas las ajenas.”
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