12. De sorpresa en sorpresa
Por fin llegó lo que iba a cambiar mi vida para siempre. Fue un día especial en varios sentidos. Primeramente, Albert no acudió a su trabajo, que apenas hacía una semana que lo había empezado tras acabar los estudios universitarios. Le pregunté el motivo y me contestó que había otras cosas más importantes que celebrar aquella mañana. Luego me adelantó que pasaríamos por la imprenta de Valentí a tratar de un asunto. Le pregunté cuál era ese asunto y me contestó que ya lo vería más tarde, que era una sorpresa. Tras desayunar, salimos de casa. Aquel misterio de Albert era propio de niños, pero me gustaba.
Nada más entrar en la imprenta, me llevé mi primera sorpresa. Allí estaba Ortega hablando con Valentí mientras éste manipulaba un rotativo. Estaba haciendo una versión en castellano de Manon Lescaut y prometió entregarnos un ejemplar a cada uno en cuanto acabara de imprimirlo. Luego paró la máquina en la que trabajaba y nos dijo:
--Ahora que estamos todos, os pondré al corriente de lo que le estaba diciendo a Ortega; como sabéis, los trabajadores del campo y campesinos en general están molestos por la política agraria del Gobierno y los funcionarios locales, y andan preparando un levantamiento en toda regla. Pues bien, al levantamiento de los campesinos, se le va a unir muy pronto el de los gremios de las ciudades, especialmente los de Barcelona. Hace unos días acabé de imprimir unas cuantas copias de una obrita que ya conocéis y que pienso repartir entre algunos oficiales de algunas profesiones del barrio.
Fue hasta una estantería de la pared y cogió un ejemplar, que nos mostró ufano. Lo reconocí enseguida. Era el Despertador de Cathalunya per desterro de la ignorancia, antídoto contra la malicia, foment a la paciencia, tremet a la pusil.lanimitat en publich manifest de las lleys y privilegis de Cathalunya, 1713. La cosa iba en serio. Antes de que Valentí nos expusiera los pasos que pensaba dar la comisión de oficios y profesiones de Barcelona para iniciar un manifiesto contra la política del Gobierno, echamos mano de argumentos para defender la honra y provecho de las profesiones humanas, cualesquiera que fuesen. Pensé en lo que había dicho mi admirado Feijoo sobre el asunto y así lo recordé.
--El fraile dejó escrito que si los hombres se conviniesen en hacer el aprecio justo de los oficios o ministerios humanos, apenas habría lugar a distinguir en ellos, como atributos separables, la Honra y el Provecho. Miradas las cosas a la luz de la razón, lo más útil al público es lo más honorable, y tanto más honorable cuanto más útil. Tanto en los oficios como en los sujetos, el aprecio o desprecio debe reglarse por su conducencia o incoducencia para el servicio de Dios, en primer lugar, y en segundo, de la República.
Valentí asintió.
--Ese benedictino es un sabio. Lo que dice está lleno de sentido común, es oportuno e inteligente. También dice en ese mismo discurso que cultivar la tierra fue la primera ocupación y el primer oficio del hombre, y se pregunta: “¿Hay hoy gente más infeliz que los pobres labradores?” Tiene razón y si no, que se lo pregunten a mi padre.
Ortega dijo:
--Y ahora esa infelicidad se ha extendido a los gremios y oficios urbanos. El fraile gallego tiene razón, como decís, pero creo que peca de ingenuo y cree demasiado en la buena actitud de la gente y su bonhomía para entenderse. Y a la vista está que no es así. Siempre habrá quienes quieran vivir a costa del trabajo y esfuerzo de los otros. Y eso hay que denunciarlo a los cuatro vientos.
Valentí esgrimió el Despertador y lo agitó unos instantes mientras decía:
--De momento vamos a repartir este cuaderno para mover las conciencias. Luego vendrán los hechos.
Después hablamos de Madrid, que estaba muy lejos y poca influencia suya, por no decir ninguna, llegaba a lugares tan distantes como Cataluña, y de los funcionarios locales, que eran los principales responsables del descontento y, por lo tanto, blanco de la violencia a que pudiera llegarse durante el motín para lograr desterrar sus constantes abusos en asuntos diversos que abarcaban desde las cuotas del catastro hasta el precio del pan. Creímos que era conveniente formar un frente común con los trabajadores del campo y los campesinos más pobres. Valentí afirmó:
--Haremos más fuerza si los trabajadores urbanos formamos causa común con los labradores.
Antes de despedirnos, Albert me dijo que se quedaba un rato más con Valentí en la imprenta ultimando algunos detalles y que Ortega tenía algo para mí. Éste, asintiendo, añadió que me invitaba a comer si no tenía otra cosa que hacer. Acepté más por ver qué era lo que Ortega me tenía reservado que por la comida, pues últimamente había perdido el apetito y con poca cosa pasaba. Añadí, eso sí, para poder disponer de tiempo suficiente para ello, que por la tarde pensaba darme una vuelta hasta la calle de las Tapias para rastrear el paso por allí de un duque de Fernandina que había sido general de galeras en el siglo anterior.
--No te preocupes-- me contestó sonriendo--. La comida no será muy larga y lo que tengo que darte es cuestión de segundos. Luego, si quieres, te acompaño. Ese lugar que dices está a las afueras, ¿no?
Asentí y le dije que se trataba de una vía trazada pero sin edificaciones; que sólo había unos cuantos solares con sus vallas y tapias correspondientes (de ahí el nombre), pero sin fachadas.
--Se ve que el tal duque—seguí contando-- se excedió en sus atribuciones, como ahora los funcionares locales respecto de los trabajadores más modestos (me temo que siempre será igual), atrayéndose con ello el enfado de los barceloneses que en un violento motín incendiaron una finca que se levantaba en una de esos cercados. Pero no acabó ahí la cosa pues en el salón descubrieron un reloj que figuraba un oso articulado que al dar las horas se ponía de pie y movía la cabeza y las zarpas superiores. Al instante el duque fue tachado de mago por los amotinados que, enfurecidos, mataron al criado que en aquella desafortunada ocasión se hallaba en casa.
Mientras caminábamos hacia Santa María del Mar le conté lo que había leído sobre el tal duque, y Ortega me contestó que aquello podía servirme para escribir una nueva colaboración para el Diario. No sé por qué intuí entonces que aquella inesperada visita a su domicilio tenía que ver con aquella publicación. Por la calle de los Baños llegamos a la de Sombrereros y enseguida desembocamos en una calle singular. Olía de un modo muy agresivo, tenía un montón de tiendas de comestibles y había gente que salía y entraba de sus establecimientos con la compra del día.
--En esta calle tengo mi piso-- dijo Ortega sonriendo al ver la cara que yo había puesto al entrar en ella--. Tiene un nombre muy singular, de las Moscas, y enseguida verás por qué.
En efecto, pronto pude ver que salían de las tiendas y se colgaban en todas partes de la calle espesas cortinas de moscas, atraídas sin duda por los productos que en aquéllas se vendían, productos que pendían de las fachadas como bacalaos y todo tipo de embutidos, o se exponían en toneles a las mismas puertas de las tiendas, especialmente arenques y otros pescados en salazón, así como sacos de garbanzos, lentejas o alubias. No era extraño, pues, que hubiese allí tantas moscas revoloteando por doquier.
--En verano es horrible-- comentó Ortega antes de que se parara ante un portal y me invitara a entrar en él--. Pero en caso de emergencias esta calle es ideal para pasar inadvertido.
El piso de Ortega, a decir verdad, no tenía nada que ver con el de mi amigo Albert. Parecía un cuchitril de mala muerte, pequeño, oscuro, mal ventilado.
--Sé que es poco acogedor—dijo--, por no decir casi inhumano, ¿no te parece?
La verdad es que estaba tan desconcertado que no supe qué contestarle.
Y añadió:
--Pero me va bien para no llamar la atención de nadie.
Me atreví a decir:
--Como esta calle.
--Claro. Ya verás con el tiempo que un lugar así puede ser más seguro que una residencia de duques. Además, paso muy poco tiempo en él, el preciso para recogerme por la noche y descansar un rato. El resto del día voy de acá para allá en mi ajetreada y difícil labor de atender a los suscriptores del Diario y convencer a los futuros. Sólo estaremos un rato, el suficiente para darte lo que seguramente andas esperando recibir desde hace mucho tiempo.
Encendió un candil de aceite y lo puso sobre la mesa. Allí había un cartapacio gris que abrió para sacar de él unos papeles, un sobre con una cantidad considerable de dinero y una carta que acto seguido me entregó mientras acompañaba el gesto con una franca sonrisa.
--¿Qué es?-- pregunté aunque ya presentía lo que era.
--¿Qué va a ser, hombre? Tu contrato con el Diario, un dinero para que vayas tirando y una carta del ilustrado de Madrid.
Me quedé sin habla y un ataque de tos vino a romper el silencio. Ortega esperó a que se me pasara la sorpresa y la tos para decirme:
--Sigue en pie la invitación que te hice de comer en la taberna del Indiano. Luego, si quieres hacemos esa visita a las Tapias y finalmente te acompaño hasta el piso de Comte, que me queda de camino para la visita que tengo concertada esta tarde.
No cabía de alegría en mi cuerpo y acepté de buen grado a todas sus invitaciones, aunque debo decir que ni en la taberna del Indiano ni en el descampado de las Tapias pensaba en otra cosa que en mi contrato y en el contenido de la carta del ilustrado madrileño. Y hasta que no me vi a solas en el piso de Albert no cesó mi desasosiego.
Debía firmar el contrato y dárselo de nuevo a Ortega para que él se encargara de hacerlo llegar al ilustrado de Madrid. Lo leí varias veces y comprobé que mi sueldo era mucho más alto de lo que esperaba, que me llegaría a finales de cada mes si había cumplido con el artículo mensual obligado más una noticia escueta sobre algún evento social, político, económico o de cualquier otro tipo especialmente interesante. Sin embargo, el mes que no cumpliera con estos dos escritos recibiría de igual modo una cantidad a cuenta, dado que era el único corresponsal en activo en Barcelona y serlo era ya una categoría que de por sí sola era merecedora de un estipendio, hasta que el Consejo de Dirección del Diario no decidiera otra cosa. Eso si, el contrato me obligaba moralmente a no colaborar con ninguna otra publicación ni catalana ni española. Como estaba más que satisfecho con todos los términos del contrato, lo firmé sin pensarlo dos veces.
En lo que sí pensé fue en pagarle a mi amigo Albert todos los favores que me había hecho hasta el momento y la estancia en su piso de aquellos meses que había estado viviendo y disponiendo de él como si fuera mío. Y pensé también en mi nueva residencia. Para ello hablaría con Ortega de los pisos que conocía para iniciar los trámites pertinentes.
La carta del ilustrado madrileño no ocupaba más allá de dos páginas, presentaba un tono cordial y estaba llena de consejos, avisos y recomendaciones, algunas de las cuales tenían que ver con mi admirado Feijoo. Y una promesa firme que, pese a todo, aún no se ha cumplido. Empezaba por darme la enhorabuena por haber ganado el concurso literario y por el artículo sobre la Ciudadela, añadiendo que uno y otro artículos saldrían en el próximo número del Diario. Luego me aconsejaba que siguiera mi instinto de periodista y acertara con la selección de noticias y la eficacia de la expresión. Y como buen ilustrado debía pensar exclusivamente en prácticas reformadoras dada la realidad escandalosa de la decadencia española en casi todos los órdenes de la vida, desde la religión hasta la educación y las costumbres, pasando por la política, la literatura, las artes y las ciencias, con la sana intención de abrir las ventanas de España a los vientos de Europa justo en el momento en el que Europa y el resto del mundo habían dejado de notar el influjo de España. Me aconsejaba también imitar al fraile benedictino en el hecho de que debía ser un humanista ilustrado y sostener mi intelectualidad en el matrimonio de la razón más la experiencia por un lado y la curiosidad intelectual por otro. Y lograr como Feijoo que mi actividad intelectual fuera placentera y saludable y totalmente ajena a las necesidades económicas. Luego me avisaba de los peligros que eso lleva consigo porque buscar la verdad y destruir el embeleco con argumentos construidos a la luz de la razón puede conjurar peligros procedentes de todas partes, hasta de las personas más cercanas. “El oficio de periodista entraña enemigos aunque no se busquen. Sufrirás acechanzas como todos y, cuando veas que está en peligro tu integridad física, no dudes en recurrir a mi modesta persona porque te prometo solemnemente que siempre que esté en mi mano hacerlo te protegeré contra cualquier mal que te amenace.” Así acababa la carta. Aunque vi con sorpresa que no venía firmada por persona alguna. Sólo aparecían a pie de página las palabras “Un ilustrado de Madrid”. Eso me llenó de dudas el corazón, pese a estar contento de mi suerte. Era joven y, aunque enfermizo, tenía una vida por delante: un oficio del que estaba orgulloso y por el que iba a luchar y trabajar hasta donde mi cuerpo pudiera soportar.
Los días que siguieron fueron de celebraciones y de alguna que otra borrachera en compañía de Valentí, Albert y Ortega, que cada vez era más amigo y confidente. Una de estas borracheras la cogimos los cuatro, yo más monumental que ninguno, en la taberna del Indiano. Luego (lo recuerdo vagamente entre los vapores del vino) me llevaron a un establecimiento donde había mujeres guapas que vendían sus favores corporales. A mí me tocó una fémina que llevaba puesto un antifaz como si estuviéramos en Carnaval. No sé cuánto duraron los escarceos amorosos, pero cuando terminaron y la mujer del antifaz se lo quitó, descubrí que se trataba de Ofelia, la cual, con una sonrisa de oreja a oreja, me dijo:
--Parece que el vino te sienta bien.
Sonreí y, acaso debido a los efectos de la borrachera, la encontré más hermosa que la otra vez. Luego, sentados los dos sobre la cama, Ofelia me contó lo sucedido desde entonces y cómo había descubierto que su verdadera profesión era la que estaba ejerciendo en aquel lugar. Finalmente, antes de despedirnos, me dijo:
--Vuelve por aquí cuando tengas un mal día--, y añadió sonriendo--: o cuando estés tan contento como hoy, que para dar rienda suelta a los malos humores da lo mismo una ocasión que otra. Nosotras estamos para eso.
A los pocos días, tras recuperarme de la resaca y de mi casual reencuentro con Ofelia, escribí la primera crónica breve para el Diario. Fue a propósito de un motín que los trabajadores del campo y la ciudad llevaron a cabo en el mercado del Borne, promovido por la comisión de la que formaba parte Valentí. La policía cargó contra los alborotadores y detuvo a unos cuantos. En una publicación barcelonesa salió una breve nota diciendo que los amotinados eran gentes sin oficio ni beneficio, familias de holgazanes que habían desocupado los lugares de sus viviendas, la labor del campo y las profesiones en que se criaron, revoltosos de la clase social más ínfima, vagos y maleantes, gentes inferiores sin cabeza cierta y no sé cuántas mentiras más, porque, haciendo las averiguaciones pertinentes con ayuda de Albert, llegamos a la conclusión de que las personas que detuvieron tras las algaradas eran en su mayor parte labradores, herreros, canteros, curtidores y menestrales.
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