Gabino
No era nada mi barrio sin los bautizos y los entierros, muestras inequívocas de las presencias inexorables de la vida y de la muerte. En el entierro del señor Alfonso, presidido por el cura del barrio apareció, como era habitual en esos tristes acontecimientos Gabino, el inocente, que con su voz gangosa y frase proverbial parodiaba inconscientemente algún canto litúrgico con la que él con toda la mejor intención del mundo despedía al recién fallecido. Su frase era “Recuncojoniam a vibummmm veniteee adoreemus”.
Gabino, el inocente, andaba medio corriendo, ligeramente encorvado, y vestía indefectiblemente un mono azul de color desvaído tanto en verano como en invierno. Daba el pésame a todos cuantos encontraba a su paso sin mirarles a los ojos y, profiriendo una palabra ininteligible, desaparecía del duelo. En el buen tiempo, vestido con su eterno mono azul, solíamos verlo en la orilla del río practicando su operación favorita. Arrodillado junto a los tajos de madera que empleaban las mujeres para lavar la ropa, cogía con una mano un montón de guijarros pulidos por el agua y los dejaba caer sobre la palma de la otra mano. Y, mientras hacía esta opreación, arrimaba los labios a los cantos y soplaba sobre ellos. Y así centenares de veces. Nosotros nos acercábamos con cuidado a unos metros para verlo mejor, pero Gabino siempre notaba antes de tiempo nuestra presencia y salía trotando. Con toda la razón del mundo, nos tenía a los chicos un miedo enorme. Seguramente porque en nuestra perseverante inconsciencia sólo buscábamos divertirnos a costa de cualquier cosa que nos hiciera reír y no se quedaba fuera desgracia ajena.
Los mayores nos decían que Gabino, el inocente, buscaba entre los guijarros del río duros de plata del rey Alfonso XIII porque, siempre según ellos, su padre se había encontrado una de esas monedas en plena era de penurias económicas.
Gabino, el inocente, andaba medio corriendo, ligeramente encorvado, y vestía indefectiblemente un mono azul de color desvaído tanto en verano como en invierno. Daba el pésame a todos cuantos encontraba a su paso sin mirarles a los ojos y, profiriendo una palabra ininteligible, desaparecía del duelo. En el buen tiempo, vestido con su eterno mono azul, solíamos verlo en la orilla del río practicando su operación favorita. Arrodillado junto a los tajos de madera que empleaban las mujeres para lavar la ropa, cogía con una mano un montón de guijarros pulidos por el agua y los dejaba caer sobre la palma de la otra mano. Y, mientras hacía esta opreación, arrimaba los labios a los cantos y soplaba sobre ellos. Y así centenares de veces. Nosotros nos acercábamos con cuidado a unos metros para verlo mejor, pero Gabino siempre notaba antes de tiempo nuestra presencia y salía trotando. Con toda la razón del mundo, nos tenía a los chicos un miedo enorme. Seguramente porque en nuestra perseverante inconsciencia sólo buscábamos divertirnos a costa de cualquier cosa que nos hiciera reír y no se quedaba fuera desgracia ajena.
Los mayores nos decían que Gabino, el inocente, buscaba entre los guijarros del río duros de plata del rey Alfonso XIII porque, siempre según ellos, su padre se había encontrado una de esas monedas en plena era de penurias económicas.
Y cuando murió. ya de viejo, a su entierro fue el barrio entero. Para entonces ya había otro inocente recorriendo las calles y plazas del barrio al que llamábamos Gabino Segundo. Recuerdo que éste se coló de rondón en la casa del muerto y, ante nuestra sorpresa, pronunció la conocida frase:
“Recuncojoniam a vibummmm veniteee adoreemus.” A duras penas logramos sofocar la risa.
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