sábado, 18 de septiembre de 2010

EL RELATO DEL MES

El sindedos


Muy pocos conocen el porqué de este apodo mío. Unos creen que me los serré en la carpintería, otros que la pólvora de los fuegos artificiales me los hizo saltar por los aires y no falta quien achaca su desaparición a un cerdo que me los comió en la cuna. La verdad es que los perdí en la guerra. Al día siguiente del asalto al Parlamento, se me ocurrió contar, alegre por el vino, lo que me había ocurrido muchos años atrás en la carretera vieja que conduce al cementerio. Los ojos de los asistentes brillaban por la incredulidad y uno no pudo contenerse; así que me dijo socarrón mientras golpeaba mi espalda: "Lo que pasa es que a ti te ha envalentonao lo de Tejero, macho."
Y aunque no me crea nadie, sigo contando lo que me ocurrió aquel día de julio de 1936 porque siento al hacerlo que me quito un gran peso de encima. En mi pueblo pasó lo mismo que en otras pueblos de España. Los que habíamos ido juntos a la escuela, los que juntos nos habíamos enamorado y los que juntos habíamos corrido aventuras sin fin en las eras del Roñoso o en el palomar de Justo, los que juntos nos habíamos convertido en hombres con nuestras propias familias y profesiones, de la noche a la mañana nos vimos alineados en bandos enemigos. Por tradición familiar yo me quedé en el grupo de los indefensos. Corrió la voz por el pueblo de que los otros, armados hasta los dientes, recorrían las calles y entraban en nuestras casas para darnos el paseo. La camioneta, el recorrido hasta la tapia del cementerio, la descarga de los fusiles y el luto atroz entre las familias. A unos les dio tiempo a huir hacia la sierra. Pero otros ni tiempo tuvimos para pensarlo. Estábamos casados y teníamos hijos. Y aquel día de julio dos vecinos que habían jugado conmigo de pequeños irrumpieron en casa y me sacaron a rastras a la calle en medio de los gritos de mi mujer y los llantos de mi hijita. Fuera aguardaba una camioneta con el motor en marcha. Subidos en la caja iban otros cinco hombres. No pude evitar mearme en los pantalones. Recuerdo muy bien sus caras, pálidas y contraídas por el pánico. Allí estaban Antonio el Serranillo, Pedro el Sordo, don Lucas el maestro y dos empleados de la granja de cerdos de las afueras. Como me quedé inmóvil y sin habla sobre los guijarros del suelo junto a la caja de la camioneta, uno de aquellos asesinos me golpeó con la culata del mosquetón en la espalda con tanta saña que me obligó a caer de rodillas sobre las piedras. El otro me ató con una cuerda las manos por delante y me ayudó a ponerme de pie. El primero le recriminó su actitud y le dijo: "No trates tan bien a quien vas matar." Y bajando la compuerta de la caja de la camioneta me obligó a reunirme con los demás condenados. Después volvió a subir la madera y la atrancó sin dejar de mirarme. Acto seguido los dos desalmados subieron a la cabina, y la camioneta reanudó la marcha. Los gritos y los llantos seguían saliendo de las casas vecinas al paso del vehículo y los dejamos de oír cuando las últimas casas del pueblo se perdieron en la distancia. Los primeros metros de la carretera vieja del cementerio empezaron a engullir las ruedas de la camioneta. Entonces cambié unas palabras con don Lucas el maestro, que, bajando la voz y con lágrimas en los ojos, me dijo. "Ya ves, hijo, ahora nos toca a nosotros". Intenté animarle y luego añadí con una decisión y una firmeza que no parecían mías que a mí no me iban a matar así como así. No parecía prestarme atención. Así que me refugié en mis pensamientos. Yo conocía palmo a palmo aquella carretera. Sabía que junto al barranco de las moras había una curva tan cerrada que la camioneta debía reducir mucho la marcha si no quería salirse de la carretera. Intenté volver a hablar con mis compañeros para revelarles lo de la curva, pero ninguno era capaz de estar por otra cosa que por la muerte inminente que les esperaba. Por el ventanuco de la cabina veía a los dos asesinos ir más pendientes de los baches de la descarnada carretera que de la suerte segura que íbamos a correr los de atrás. Unos cien metros nos separaban de esa curva. Una vez más les dije infructuosamente a aquellos hombres muertos de miedo que era preferible morir huyendo que caer como ovejas bajo los disparos de los mosquetones contra la tapia del cementerio. Bajaron los ojos para que no viera en ellos el terror que sentían o para que no me contagiaran con él. Gracias les doy ahora y desde aquí les mando un cariñoso recuerdo. Justo en ese momento empezó la camioneta a reducir la marcha. me despedí de don Lucas el maestro, que fue el único que alzó la mirada, una mirada arrasada en lágrimas, para corresponder a mi despedida. Recuerdo que me dijo entre sollozos que tuviera suerte y luego me pidió que rezara por ellos. Después todo transcurrió en pocos segundos. El barranco, las zarzas, el salto desde la caja de la camioneta... Lo primero que sentí fue un arañazo en la nariz y enseguida un dolor en las piernas al chocar contra el talud; después dejé que mi cuerpo rodara por la inercia durante unos metros, arrastrando en su caída trozos de zarzas y piedras, hasta que se detuvo en una especie de repisa que hacía el terreno. ¿Y el dolor? Ante el instinto perentorio de escapar de la muerte había desaparecido. Las púas de las zarzas, los salientes del áspero relieve, las piedras... Los pinchazos, los hematomas, las múltiples heridas, la sangre caliente chorreándome por todas partes... no eran nada frente al acabóse de la muerte. Con las manos atadas me limpié como pude la tierra y la sangre mezcladas que nublaban mis ojos para ver dónde estaba. Había allí un pequeño agujero, una hura de conejo tal vez, o de otra alimaña, y empecé, con la saña y la fuerza que da el instinto de supervivencia, a agrandar con los dedos aquella especie de madriguera. No sé cuánto tiempo estuve empleado a fondo en aquella operación, pero al fin logré ensanchar el agujero lo suficiente para acurrucarme en él. Temblaba de pies a cabeza, cuando escuché la descarga de los fusiles, apagada pero definida. me acordé de repente de don Lucas el maestro y de los pobres hombres que acababan de morir en las tapias del cementerio. No me había acordado, empeñado como estaba en mi salvación terrena, de rezar por ellos y su salvación eterna. Casi al instante caí en la cuenta de que yo todavía seguía en peligro. Ahora, al notar que les faltaba uno, volverían por mí. Temblé de nuevo como un junco a la orilla del río y volví a mojarme los pantalones. Empecé a rezar un padrenuestro, pero no era capaz de pasar de las primeras palabras. Entonces oí el ruido del motor de la camioneta acercarse. Enseguida escuché gritar mi nombre en lo alto del talud, al borde de la carretera. Blasfemias. Disparos. Silbidos de balas. Golpes de los proyectiles en las zarzas, en la tierra. Algunos chocaron a unos centímetros de donde yo estaba y arrancaron polvo rojo del suelo. Me acurruqué aún más y recé de un tirón la oración que mi madre me había enseñado de niño, aquella que comienza "Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día..." Más disparos. Más blasfemias. Más gritos con mi nombre y la afrentosa mención de mi santa madre. Después el silencio. Después el ruido de la camioneta alejándose. Después, finalmente, otro silencio que jamás había oído. Fue entonces cuando respiré profundamente y descubrí lo de mis dedos. Eran de repente más cortos, y la sangre y la tierra se amontonaban en sus extremos, en los que habían sido sus falanges superiores en el brevísimo paréntesis entre la muerte y la vida. Lo que viví a partir de entonces y hasta mi regreso a casa, sólo lo saben dos personas: el pastor que me llevaba algunos trozos de pan y de queso a los zarzales y mi mujer. Porque mi hijita creyó que había muerto en las tapias del cementerio.
De nuevo he vuelto a sentir un gran alivio al contarlo. Pero siempre que vuelvo al pueblo y veo el paisaje del monte donde ocurrió todo, me siguen escociendo los muñones de los dedos.

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