Disfrutaba leyendo cualquier cosa de Bécquer. Disfrutaba con sus hermosas Leyendas, insufladas de honda y misteriosa poesía, y que a mí me parecían y aún me siguen pareciendo filones de prosa poética cuando no verdaderos poemas en prosa algunos pasajes de ellas. Me estremecía leyendo Los ojos verdes, viendo cómo Fernando de Argensola encontraba gustoso la muerte en el fondo de la Fuente de los Álamos atraído inexorablemente por la bellísima mujer diabólica que moraba en sus aguas.
Mientras leía y releía con fruición cualquier sección del libro de Bécquer, iba de una página a otra subrayando frases o aprendiéndomelas de memoria, y eran especialmente frases que tenían que ver con la poesía.
“Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.
El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.
La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?”
En la misma carta hay una especie de justificación de por qué se escribe poesía.
“La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe.”
El poeta escribe poesía porque necesita revelar lo que reside en su alma. Es una explicación. Para mí Bécquer entonces era mi único referente y cuanto dijera acerca de su modo de crear poesía constituía una biblia para mí.
“Cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.”
Impresiones, sensaciones… Ese es el origen. En cuanto al poder sobrenatural del espíritu creador, volvemos a encontrarnos con la tan traída y llevada teoría romántica de la inspiración. El caso es que Bécquer era mi ídolo entonces y creía a pies juntillas lo que decía en aquel libro, que fue una especie de biblia de poetas para mí.
“Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
La segunda carece de medida absoluta, adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona; puede llamarse la poesía de los poetas.
La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.
Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
La una es el fruto de la unión del arte y la fantasía.
La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.”
Sin embargo, en lo que yo perdía más tiempo era leyendo y releyendo docenas de veces las Rimas. Llegó un momento en que me sabía de memoria prácticamente todas y las recitaba en voz alta a la orilla del río o en el desván de la casa. Luego empecé a recitar alguna a mis mejores amigos, a aquéllos que sentían el mismo amor que yo por la naturaleza, por el río, los gusanos de seda, los vencejos, las aceñas, las ruinas de los tajamares del puente romano volcados en mitad del agua, los reflejos de la catedral, el ruido del viento en las copas más altas de los álamos y el ruido, casi un secreteo de voces, del agua en las piedras de las azudas…
Una de las que más me pedían mis amigos que les recitara era aquélla en la que la desesperación de Bécquer es extrema:
“Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja.”
Otra era de amor:
“Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso…, yo no sé
qué te diera por un beso.”
Casi todas eran así, breves y concentradas. Aunque había alguna extensa que también me pedían. Como la que trata de la muerte de una niña, cuyo estribillo, “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, suena de vez en cuando como solemnes campanadas de luto. A propósito, debo confesar que a mí me encantaba recitarla:
“Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que un vaso
ardía en el suelo
al muro arrojaba
la sombra del lecho,
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y a su albor primero
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos! “ Etcétera.
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