sábado, 16 de julio de 2011

Memorias de un jubilado

Por qué escribo poesía


Había un chico recién llegado al barrio procedente de Galicia que también leía poesía. Era algo mayor que yo y decían que había sido seminarista. Estaba siempre enfermo de no sé qué extraña enfermedad y se pasaba los días acostado en la cama. Cuando llegaba el verano, se sentía con la suficiente fuerza como para levantarse y se sentaba en un sillón de anea que su madre le tenía preparado en el corral de la casa, semicubierto por una parra.
A su sombra y visitado a veces por una suave brisa que movía tímidamente las hojas de la parra, leía poesía de Rosalía de Castro. Por lo que me decía de ella, yo le encontraba cierto parecido con mi idolatrado Bécquer y así se lo dije. Me confesó que aunque había oído hablar del poeta de las Rimas, nunca lo había leído. Fue de ahí de donde nació nuestra amistad y nuestras continuas charlas sobre poesía.
Él decía que la poesía estaba en todas partes, en el río y en el aire, en la luz y en las tinieblas, en el fuego y en el hielo, en la envidia de los hombres y en su amor, en la música y en la historia, en las obras pequeñas y cotidianas de los hombres y en sus grandes monumentos. Sólo había que saber reconocerla, y que sólo unos pocos, los poetas, tienen ese poder.
A mi me sonaba mucho lo que decía porque precisamente lo había leído en Bécquer. Y se lo dije mientras buscaba en mi libro de cabecera la Rima V para leérsela. Se la leí como mejor supe y él se quedó meditando unos segundos. Luego sonrió débilmente y dijo:
--Es misteriosa la coincidencia que existe a veces entre los pensamientos de las personas pese a mediar entre ellas siglos enteros. Pero yo no me comparo con tu gran poeta porque sólo estoy empezando y Dios sabe si llegaré a besarle los talones algún día. Me encantan los primeros versos de la Rima, ¿cómo dice?
“Espíritu sin nombre,
indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.”

Espíritu sin nombre, indefinible esencia. Ahí está la gracia. Que estando presente en todas partes, es algo espiritual, algo imposible de definir. Igualmente bellos y claros son los versos con que se cierra la Rima.
Y me hizo repetírselos:
“Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.
Yo, en fin, soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.”

Y un día en que él, como otras veces, me había leído algunas poesías de Rosalía de Castro y yo otras de Bécquer, me confesó con cierto pudor que tenía un cuaderno lleno de poesías imitadas de otras de su paisana la poetisa de Santiago. Pero no quiso leerme nada hasta pasado algún tiempo, en que yo, motivado por su ejemplo, empecé a garabatear algunos versos imitando a Bécquer, y en otro encuentro le leí unos cuantos que había corregido hasta la extenuación.
No los aprobó ni los desaprobó. Se limitó a destacarme un pasaje que le había llamado la atención, el que aludía a la luz pálida de la luna reflejada en el cristal de la amada, una chica inexistente. Luego abrió su cuaderno por una hoja señalada y me leyó un poema tristísimo en que la lluvia caía sobre el cementerio de una ciudad y el poeta, empapado hasta los huesos, pronunciaba junto a la tumba de su madre el nombre escrito sobre la lápida, mientras el llanto del cielo se confundía con el suyo.
Gracias, por un lado, a Bécquer y, por otro, a mi amigo el seminarista, aquel mismo verano, me compré una libreta rayada y empecé a escribir poesía, eso sí, una poesía inspiradas en las propias Rimas de Bécquer. En los poemas, donde intentaba medir las sílabas de los versos y ajustarme lo máximo posible a la combinación becqueriana de heptasílabos y endecasílabos, salían ábsides iluminados por la luz de la luna, ajimeces tras los cuales se adivinaba la mano blanca de una mujer, arrayanes junto a surtidores nocturnos, auras suaves y apacibles de melancólicos crepúsculos, blasones heráldicos que tenían esculpidos corazones, briales que ceñían esbeltas cinturas de damas medievales, cantigas que entonaban trovadores enamorados en honor de sus musas, celosías que velaban misteriosamente rostros femeninos, cendales de seda que transparentaban curvas y pieles exquisitas, dédalos de callejas por donde el enamorado de turno camina en busca de la casa donde vive su enamorada, endriagos con mezcla de rasgos humanos y de bestias productos de horribles pesadillas, jaramagos que habitaban solares llenos de escombros y apartados rincones de cementerios aldeanos, lucillos o urnas de piedra donde estaban enterrados personajes importantes, náyades, ninfas y ondinas bajo cuya advocación estaban las fuentes, los lagos o los ríos, reflejos de luna rielando en el haz de los estanques, lagos y ríos, y muchos suspiros y sombras, nieblas, céfiros y olas gigantes, susurros y paisajes vistos a través de un tul, hilos de luz, armoniosos ritmos, fugitivas notas y pupilas nubladas por el llanto, mujeres hermosas y lejanas estrellas, acordes de arpa y de laúd, truenos y relámpagos, castillos en ruinas y tumbas abandonadas, bosques de corales y campos de batalla, deseos que no se cumplen, amores imposibles…, un léxico especial que ya nunca olvidé y que me acompaña aún en los momentos en que busco en el pozo de las palabras alguna que venga bien para expresar lo que quiero.
A diferencia de mi poeta favorito, me acostumbré a poner títulos a mis poemas: Un amor triste, La sombra de su tristeza, Una luz en su ventana, Niebla en el alma, Susurros de ruinas, Una tumba de iglesia, Solos bajo la tormenta y cosas así. El menos malo de todos era uno que se titulaba Mi mano en su corazón.
“Llovía en el jardín,
y en el banco vencido del naranjo,
como sombras ausentes,
en nuestro amor soñábamos.

El tiempo no existía,
ni la lluvia ni el banco:
sólo el suave latido de su pecho
besándome la mano.

No sé cuánto duró el bello momento,
pero cuando al fin nos levantamos
y dejamos la lluvia del jardín,
éramos novios jurados.”

Esa libreta rayada viajó entre mis cosas a Barcelona cuando otro verano nos trasladamos la familia a la ciudad condal, en cuya Universidad me matriculé en septiembre para cursar Filosofía y Letras. Para entonces ya había descubierto otros poetas y mi forma de escribir había cambiado algo aunque los motivos empezaron a ser los siguientes: Zamora, los recuerdos, el tiempo que pasa inexorablemente, el amor a la naturaleza, la transición de la infancia a la adolescencia, la familia y temas cercanos a la propia existencia.
Con ayuda de mi amigo el poeta seminarista me inicié en la poesía de Unamuno, y aunque a mí me parecieron siempre los versos del rector salmantino versos de dura fonética, su fondo existencial y profundamente religioso y su intenso amor por las tierras castellanas me hacían pensar mucho.
“Tú me levantas, tierra de Castilla,
en la rugosa palma de tu mano,
al cielo que te enciende y te refresca,
al cielo, tu amo.

Tierra nervuda, enjuta, despejada,
madre de corazones y de brazos,
toma el presente en ti viejos colores
del noble antaño.

Con la pradera cóncava del cielo
lindan en torno tus desnudos campos,
tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro
y en ti santuario.” Etcétera.

Y en la de los posiblemente más grandes líricos de nuestra poesía de todos los tiempos, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. En las hermosísimas liras de uno y otro aprendí de todo, especialmente, la aparente serenidad que vela una pasión inmensa. Modelo de poesía intimista y religiosa y existencial y comprometida, dejando aparte la simbología y el mundo de las imágenes y metáforas, tan rico sin duda, son las Canciones del alma de San Juan de la Cruz.
“En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa aventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras, y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras, y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.” Etcétera.

Por mi cuenta, me empapé de las Coplas de Jorge Manrique. ¡Cuánta emoción contenida en una elegía! ¡Y cuánta sentencia universal aplicada a un hecho doloroso y personal! Jamás había leído un llanto por la muerte de un padre tan sereno y equilibrado. Jamás había leído una filosofía humana tan acertada sobre la brevedad de la vida, las vanidades terrenas y el poder igualatorio de la muerte.
“Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquier tiempo pasado
fue mejor.

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.” Etcétera.

Y de la serena melancolía y dulzura del Garcilaso de algunas églogas, como la que nos muestra al pastor Salicio doliéndose del comportamiento desdeñoso y cruel de Galatea, la ninfa de sus sueños.
“Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa,
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!
¡Ay, cuán diferente era,
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja repitiendo
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.” Etcétera.

Y, especialmente, de algún soneto, como el que defiende el Carpe diem contra el tiempo veloz y la vejez que todo lo transforma a peor y que ya don Ramón nos lo había hecho aprender en sus clases de Literatura.
“En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color de vuestro gesto,
y que con vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende el corazón y lo refrena,

Y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado;
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.”

Y desde luego el Machado de Campos de Castilla, con el nombre del Duero siempre en los labios y en la memoria los recuerdos de los días felices vividos en Soria en compañía de su joven esposa Leonor, que luego, con la muerte prematura de ella, se convirtieron en insufribles el resto de su vida, aunque motores vivos de profunda poesía.
“¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.”

Cinco adjetivos exactos para pintar al hombre y al poeta tras la trágica experiencia vital que tuvo que vivir.
O este romance que sigue a la composición anterior.
“Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!”

No hay comentarios:

Publicar un comentario