viernes, 22 de julio de 2011

Memorias de un jubilado

Por qué escribo poesía

Un día, ya en Barcelona, recibí una carta de mi amigo el poeta seminarista. Era muy generosa y en ella me hablaba de que estaba ingresado en un hospital de Zamora esperando una operación bastante peligrosa, de la que, sin embargo, esperaba salir bien librado. También me decía que, ilusionado, seguía escribiendo poesía. De hecho, adjuntaba un poema cuyo tono no se parecía en nada al que yo conocía. Ya el título del poema lo decía casi todo, Hacia la luz.
“Hacia la luz,
desde el surco de sombra donde yacen
las raíces de la memoria,
suben los versos
vestidos con palabras que son ritmos,
ideas, sentimientos empujados
por hondas aspiraciones,
Como el árbol que no teme al otoño
ni a las podas del hacha,
como el ave de vuelo permanente,
sostenido por la brisa del alma.

Hacia la luz,
desde un pasado oscuro,
sube mi esperanza,
sube este poema hecho de amor
por los ideales de las cosas
que me esperan arriba,
donde el cielo es más limpio,
para ungirme del silencio más alto.”

También me hablaba en la carta de que llevaba un tiempo intercambiando poemas y pareceres sobre la poesía con dos jóvenes poetas zamoranos: Jesús Hilario Tundidor y Claudio Rodríguez. Decía de ellos maravillas, especialmente del segundo, quien estaba trabajando en un libro de endecasílabos que pensaba presentarlo a un premio importante de Madrid, ciudad a la que recientemente se había ido a vivir. La alegría que me llevé al saber esta última noticia, fue inmensa pues yo ya había tenido la suerte de conocer a ambos. Los dos habían estudiado en el Instituto, el primero, Hilario Tundidor, había sido condiscípulo de mi hermano mayor, el del regalo de Bécquer, y el segundo, con un año más de edad, había estudiado en un curso superior.
Siempre he tenido presente la anécdota que mi hermano me contaba sobre Tundidor, quien, en un examen de Literatura había dejado en blanco la página de la pregunta teórica que les había pedido don Ramón que desarrollaran, creo que una cuestión sobre la poesía amorosa de Quevedo, pero que al dorso dejó escrito un soneto de su propia cosecha. El caso es que, cuando los estudiantes acudieron al tablón de anuncios para ver los resultados de la prueba, Tundidor, que esperaba lógicamente un rotundo suspenso, encontró, a la derecha de su nombre y apellidos esta frase del sabio profesor:
“En Teoría, cero; en Práctica, diez; así que cinco de nota media.”
Agradecido el poeta, nunca más suspendió un examen; al contrario, no bajó jamás de notable, según me contaba mi hermano.

Respecto a Claudio Rodríguez, siempre fue mejor estudiante que su amigo Tundidor. Con un expediente impecable, se convirtió en un ejemplo para futuras generaciones. Todos le llamaban Cayín y, para más señas, jugaba formidablemente al fútbol. Era fácil verlo en las plazas allende el Duero driblando a sus contrarios y marcándoles celebrados goles. Casi un chaval, se codeaba con los artistas zamoranos y era ya conocida su aptitud para la poesía.
Poco tiempo más tarde me enteré de que el premio Adonais, uno de los premios de Poesía más prestigiosos de España, había recaído en un poeta jovencísimo de apenas dieciocho años que había presentado un libro inusual y había sido votado por unanimidad de todos los miembros del jurado, entre los cuales se encontraba Vicente Aleixandre, uno de los poetas más grandes de la Generación del 27. Ese poeta jovencísimo no era otro que Claudio Rodríguez, y el libro, Don de la ebriedad. No hace falta añadir que me faltó tiempo para hacerme con el libro y enfrascarme en su lectura.
A Barcelona me traje aquella libreta rayada llena de poemas imitando a Bécquer y muchas ganas de seguir escribiendo poesía, ganas que se acrecentaron en la Universidad al conocer a un grupo de poetas leoneses, emigrados como yo y matriculados también en los Comunes, que llevaban una revista de poesía sencilla y a ciclostil llamada Moira y donde colaboré en alguna ocasión, aunque lo más importante eran las charlas sobre poetas y poesía que entablábamos en el patio de Letras entre clase y clase o en el bar de la Facultad, mientras comíamos el bocadillo de media mañana.

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