miércoles, 6 de julio de 2011

El relato del mes

El aroma de Félix de Sanabria


Así se llama una receta de cóctel que encontré entre los papeles de mi abuelo Félix de Sanabria. La mezcla del combinado ya me pareció de las más curiosas. Llevaba, según la receta, seis partes de orujo de hierbas del que se fabricaba en la comarca, tres partes de zumo de cereza, un chorrito de coñac y unas gotas de limón exprimido. Como en el pueblo aún vivía un hombre que había conocido a mi abuelo, me fui a hablar con él por si sabía alguna cosa más sobre el Aroma de Félix de Sanabria. El hombre se alegró mucho de ver a un familiar de su antiguo amigo y compañero de aventuras y enseguida se sinceró conmigo. Me contó la historia del cóctel de mi abuelo, que al poco tiempo se había hecho famoso en el lugar y en parte de Galicia, y de las alegrías que vivieron juntos gracias al combinado. Me dijo sonriendo con su boca sin dientes que el cóctel tenía, además de virtudes digestivas, otras claramente sexuales y que en más de una ocasión había sacado a mi abuelo de un apuro. Sonreí yo también al oírlo y acto seguido le pregunté si sabía de la existencia en algún lugar del aroma o, al menos, algún rastro de él. Me miró a través de las pequeñas rendijas de sus ojos como escudriñando mis verdaderas intenciones antes de responderme con otra pregunta: si había explorado bien la casa. Le contesté que, hasta donde yo podía hacerlo, sí. Sonrió de nuevo con su boca desdentada y me confesó, tras un rodeo, que mi abuelo siempre había guardado con mucho celo sus descubrimientos y que, aunque el paso del tiempo era una barrera difícil de salvar, aún era posible que algún ingrediente estuviera escondido en la parte más fresca de la casa. Le di las gracias por su información y confianza y me despedí del simpático viejo prometiéndole que si encontraba rastros del aroma, le invitaría a probarla de nuevo.


Ya en la casa de mi abuelo Félix, bajé otra vez a la bodega sospechando que no le había dedicado la atención necesaria la primera vez que la visité. Miré y remiré de arriba abajo y lo único que encontré fue un tarro de cerezas sumergidas en un licor que descansaba, en la sombra y envuelto de telarañas, sobre una repisa de nogal situada entre dos toneles de vino. Un tanto decepcionado, me contenté con abrir el tarro de cristal y echarme al coleto tres cerezas de su interior. El calor que inundó a los pocos segundos mi cuerpo es indescriptible y enseguida experimenté la sensación de estar flotando en un mundo feliz como el de mi abuelo. Luego el sopor se adueñó completamente de mí. Cuando desperté, era casi de noche.

Al día siguiente sonaron unos golpes en la puerta. Era el viejo amigo de mi abuelo. Me preguntó si había dado con el rastro del aroma. Negué con la cabeza añadiendo que sólo había encontrado un tarro de cerezas nadando en un licor especial. Entonces volvió a enseñarme su boca sin dientes en una risa abierta, franca, total y dijo:
--Muchacho, ese es el ingrediente principal y misterioso de la receta de Félix. El zumo de cerezas. ¿Te queda algo?
Le respondí que sí y le expliqué, para ponerle sobre aviso, los efectos que había sentido tras comerme las cerezas.
--¡Oh, muchacho, muchacho! Ese es el fuego del amor—exclamó iluminándosele el brillo del fondo de las rendijas de sus ojos.

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