Feliz Año 2011 a todos
Ya estamos en la estación siguiente, y el paisaje apenas ha cambiado. Miramos a nuestro alrededor y vemos las cosas y las caras de ayer, de anteanoche, cuando despedíamos 2010, la estación anterior, entre alegrías y buenos deseos y propósitos para la siguiente. Aún respiramos el buen humor, el vino, los aromas de la cena, las conversaciones con los amigos, el baile del cotillón... y ya un nuevo sol alumbra nuestras ventanas. Y seguimos caminando, alzando nuevos andamios de esperanza frente a la crisis económica que nos acecha desde todas las esquinas.
Por mi parte, sigo en la brecha. Y al lado de las secciones ya existentes, iré introduciendo algunas nuevas para dar algo más de animación y flexibilidad al blog.
De momento, aquí incluyo parte del primer capítulo de mi novela Un carta de amor bajo la lluvia, publicada en Bubok y que forma parte de mis memorias de infancia y primera adolescencia.
EL RÍO
Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo a mi barrio de infancia y primera adolescencia, un montón de historias, con sus correspondientes personajes y situaciones, vienen a mi encuentro. Mi barrio, a decir verdad, nada era sin el vecino Duero, que se convertía en verdadero protagonista de su vida, unas veces cruel y violento, en especial durante los meses más crudos del invierno, en que acababa saliéndose de madre con aquellas crecidas y riadas espeluznantes que inundaban las casas haciendo que navegaran a la deriva sus modestos muebles y la paz y la esperanza de sus dueños; y otras veces apacible y sereno, sobre todo en verano, cuando los niños buscábamos cangrejos en las berrazas del puente o entre las piedras de San Francisco y los mayores esparcimiento en las yerberas de sus orillas. Sin embargo, todo hay que decirlo, el río tenía sus propios misterios y lutos sin que nada tuvieran que ver en ellos la bonanza o las inclemencias de las estaciones, porque raro era el verano que no se cobrara alguna víctima, y en ocasiones varias a la vez, como sucedió un malvenido agosto en que tres chicos de San Frontis, buenos nadadores por cierto, mientras jugaban a atravesarlo varias veces a nado desde la azuda de San Francisco hasta Olivares, en un lance del juego se debieron de cansar o ser sorprendidos por algún calambre propio del esfuerzo; el caso fue que los tres muchachos fueron engullidos por las traicioneras aguas del río. La escena de la búsqueda de los cadáveres de los tres pobres chicos a cargo de los empleados del Ayuntamiento que, a bordo de unas barcas, tanteaban el fondo con largas pértigas para dar con los ahogados, no se me borrará nunca de la memoria. Ni las palabras de mi madre recordándome lo que me podía pasar a mí si imitaba a aquellos chicos tan temerarios.
La verdad es que a mí me atraían mucho las aguas del Duero, y rara era la tarde de verano en que no me daba un baño en ellas, ya fuera en la isla de los álamos, adonde solía ir mi madre a lavar, ya fuera en la orilla del soto de San Frontis, a la vista del imponente reflejo de la Catedral en la otra orilla. Recuerdo con lágrimas en los ojos que mi pobre madre, antes de que yo saliera de casa aquellas tardes de verano, me obligaba a darle delante de ella una dentellada a la merienda de pimientos fritos que me había preparado para, de ese modo, quedarse tranquila sabiendo que ya no podía bañarme por aquello que nos habían repetido tantas veces nuestros mayores acerca del corte de digestión, una de tantas leyendas urbanas como circulaban entonces y que, por lo visto, tienen hoy su parte de verdad. Pero el caso era que en cuanto llegaba a la calle, escupía el bocado mientras me santiguaba y pedía perdón a mi madre en lo más escondido del corazón y guardaba la merienda para después de bañarme. Aunque luego, tras el baño en el Duero, mi amigo Paquito me recordara una vez más que se puede saber si te has bañado recientemente en el río.
--Sólo con pasarte la uña por una pierna y observar el rastro—me decía medio en broma medio en serio—tu madre sabe si te has metido en el río: si la uña deja una raya blanca tras de sí, es que te has bañado.
Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo a mi barrio de infancia y primera adolescencia, un montón de historias, con sus correspondientes personajes y situaciones, vienen a mi encuentro. Mi barrio, a decir verdad, nada era sin el vecino Duero, que se convertía en verdadero protagonista de su vida, unas veces cruel y violento, en especial durante los meses más crudos del invierno, en que acababa saliéndose de madre con aquellas crecidas y riadas espeluznantes que inundaban las casas haciendo que navegaran a la deriva sus modestos muebles y la paz y la esperanza de sus dueños; y otras veces apacible y sereno, sobre todo en verano, cuando los niños buscábamos cangrejos en las berrazas del puente o entre las piedras de San Francisco y los mayores esparcimiento en las yerberas de sus orillas. Sin embargo, todo hay que decirlo, el río tenía sus propios misterios y lutos sin que nada tuvieran que ver en ellos la bonanza o las inclemencias de las estaciones, porque raro era el verano que no se cobrara alguna víctima, y en ocasiones varias a la vez, como sucedió un malvenido agosto en que tres chicos de San Frontis, buenos nadadores por cierto, mientras jugaban a atravesarlo varias veces a nado desde la azuda de San Francisco hasta Olivares, en un lance del juego se debieron de cansar o ser sorprendidos por algún calambre propio del esfuerzo; el caso fue que los tres muchachos fueron engullidos por las traicioneras aguas del río. La escena de la búsqueda de los cadáveres de los tres pobres chicos a cargo de los empleados del Ayuntamiento que, a bordo de unas barcas, tanteaban el fondo con largas pértigas para dar con los ahogados, no se me borrará nunca de la memoria. Ni las palabras de mi madre recordándome lo que me podía pasar a mí si imitaba a aquellos chicos tan temerarios.
La verdad es que a mí me atraían mucho las aguas del Duero, y rara era la tarde de verano en que no me daba un baño en ellas, ya fuera en la isla de los álamos, adonde solía ir mi madre a lavar, ya fuera en la orilla del soto de San Frontis, a la vista del imponente reflejo de la Catedral en la otra orilla. Recuerdo con lágrimas en los ojos que mi pobre madre, antes de que yo saliera de casa aquellas tardes de verano, me obligaba a darle delante de ella una dentellada a la merienda de pimientos fritos que me había preparado para, de ese modo, quedarse tranquila sabiendo que ya no podía bañarme por aquello que nos habían repetido tantas veces nuestros mayores acerca del corte de digestión, una de tantas leyendas urbanas como circulaban entonces y que, por lo visto, tienen hoy su parte de verdad. Pero el caso era que en cuanto llegaba a la calle, escupía el bocado mientras me santiguaba y pedía perdón a mi madre en lo más escondido del corazón y guardaba la merienda para después de bañarme. Aunque luego, tras el baño en el Duero, mi amigo Paquito me recordara una vez más que se puede saber si te has bañado recientemente en el río.
--Sólo con pasarte la uña por una pierna y observar el rastro—me decía medio en broma medio en serio—tu madre sabe si te has metido en el río: si la uña deja una raya blanca tras de sí, es que te has bañado.
Y nuestras madres, que eran tan sabias, si querían, podían averiguar si nos habíamos metido en el Duero o no. Siempre nos quedaba el recurso de decirles que vale, que sí, que nos habíamos metido en el agua, pero sólo hasta las rodillas para coger cangrejos. Como si eso no lo supieran ya ellas. Y nos zambullíamos en las aguas frías de aquel río que formaba parte de nuestras propias vidas y cruzábamos desde San Francisco hasta la azuda que llevaba hasta los tajamares volcados del puente romano de San Atilano, y allí escalábamos las ruinosas piedras hasta alcanzar los hondos agujeros horizontales donde anidaban los abejarucos.
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