No acababa de pensarlo cuando toda la estancia giró alrededor de mí hasta ofrecerme, colgado en el muro, el cuadro de Velázquez del ascensor, pero ahora en dimensiones más pequeñas. Enseguida la mortificante voz de Alfarache volvió a sonar, esta vez para preguntarme qué diferencia notaba en el cuadro que tenía delante con respecto al anterior. Se lo dije aludiendo al cuadro que representaba la carabela de Santa María.
--Vas bien, Contreras. Pero para que goces plenamente de la aventura que te aguarda, debes averiguar en una hora el tipo de alimentación de los marineros de las Indias. En la pared tienes una repisa con libros sobre el tema.
Y la voz volvió a desaparecer.
Aquello me parecía un juego de niños, pero la aventura es la aventura, y me puse a examinar y tomar notas de los libros que allí había, libros escritos por Cieza de León, Bernal Díaz de Castillo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Colón, Vasco de Gama y algunos otros. Y antes de que el plazo se consumiera, averigüé que los alimentos más comunes entre los marineros eran agua, aceite, vino, vinagre, pan, legumbres, tocino, tasajo, pescado salado o en escabeche, almendras, miel, ajos, queso y otras viandas.
Cuando sonaron las doce campanadas de algún reloj oculto de la casa, apareció Alfarache disfrazado de época, con sombrero y capa, esperando mi respuesta. Se la dije y sonrió ampliamente.
--No esperaba menos de ti, Contreras. Siempre fuiste el más listo del grupo. Y como premio a tu sagacidad toma este volumen que guardaba para esta ocasión.
Y sacando de debajo de la capa un libro, me lo entregó. Desapareció antes de que tuviera tiempo de examinarlo. Era un librito de cubiertas de oro con el dorso de una rana en relieve en una de las cubiertas y el vientre del batracio en la otra. Se titulaba Para vencer las dificultades en tierra, mar y aire y su contenido se dividía en diversos apartados de la vida con sus problemas típicos y fórmulas para salir de ellos bien librados. Con el librito de cubiertas de oro en el bolsillo y las principales fórmulas de su contenido en la memoria, me encaminé, después de llenar mi estómago con algunas viandas de la mesa, hacia una puerta del interior sobre la que aparecía pintado un marinero de la época de los descubrimientos y colonizaciones amerindias, tocado con un gorro de lana y vestido con calzas, ropeta y una capa corta de paño gris.
Antes de que mi mano llegara a tocarla, la puerta se abrió y me ofreció una estancia que me recordó al instante el camarote de un buque, aunque dispuesto de forma extraña pues del centro arrancaban en cruz cuatro escaleras de madera que subían hasta tocar sendos cuadros apoyados sobre el último escalón. Los cuadros representaban personajes pertenecientes a la época de los Austrias. Uno de ellos era un hombre de bigote y barba poblados, tocado con una gorra ligeramente ladeada y vestido con ropas grises. Por influencia de la magia de la casa el hombre del cuadro se presentó como explorador de las Indias y me habló de los indios, de sus mercados y sus especialidades, entre las que destacó los animales de caza que utilizaban de alimento, los herbolarios, con raíces y hierbas que lograban la salud, y en cuyos conocimientos empíricos estribaba la medicina de entonces; los emplastos, ungüentos y jarabes que vendían los boticarios; maíz en grano y en pan, pescado fresco y salado, crudo y guisado, huevos de gallinas y ánades, tortillas de huevos de las otras aves, etcétera.
También me habló el explorador de las costumbres culinarias de los indios y me describió un banquete que había dado Moctezuma y al que él asistió; centenares de criados servían los manjares, que eran de todas clases de carnes y pescados, frutas y hierbas, y para que los platos no se enfriaran traían debajo de cada uno de ellos un pequeño brasero. Antes y después de las comidas las servidoras ofrecían a los comensales aguamanos y toallas, y mientras duraba el banquete, los invitados se divertían con chistes que contaban juglares y jorobados o escuchando música de zampoñas, flautas, caracoles, huesos y atabales. Al emperador lo ocultaba de las miradas un biombo y junto a él ardían unas brasas perfumadas. Lo que sobraba del festín se lo daban a los truhanes y los convidaban con jarros de chocolate. Cuando citó el chocolate, añadió que los indios conocían muy bien la agricultura. Cultivaban el plátano y el cacao, del que hacían el chocolate; y la vainilla, que usaban abundantemente en sus comidas y bebidas como condimento; y el maguey, con cuyo jugo fabricaban el pulque, bebida fermentada muy grata para el paladar, y la raíz, cocida, era un alimento muy codiciado; y el maíz, del que extraían no sólo el grano, sino también la miel de su caña, con la que endulzaban sus alimentos. El maíz saciaba la sed del indio y nutría su cuerpo cansado, y cuando moría se le amortajaba hinchándole la boca con maíz molido para que en la otra vida no les faltara de comer. Lo del maíz era algo terreno y sagrado. Cuando los labriegos salían de madrugada al campo, llevaban consigo envueltas en hojas varias bolas de maíz molido, del tamaño de una manzana. Y al mediodía, humedecidas con agua y condimentadas con chiles de fuerte sabor picante, constituían su comida principal que a veces eran acompañadas con trozos de carne seca de venado. Los indios de clase más pudiente preparaban asados de carne de venado, de aves de corral o salvajes, de pescado fresco o secado al sol; también había carne de tapir y los armadillos eran considerados un buen manjar. Pero siempre el maíz fue su principal alimento, al que acompañaban con otros productos de la tierra como fríjoles de varias clases o calabazas. Las frutas eran muy numerosas y había una que los niños preferían sobre otras, como la fruta del árbol de la goma de mascar. Ya te he dicho que los indios eran entusiastas bebedores de chocolate, que preparaban con cacao y maíz molidos, resultando de ello una bebida espesa de sabor muy agradable.
Le agradecí la información. Me dijo que estaba allí para hacerlo y, aún antes de despedirse, me habló de los problemas de la marinería durante las largos y peligrosos viajes a las Indias pues muchos iban como fuera de sí y muy desabridos, unos más tiempo que otros y algunos siempre. Había muy pocas ganas de comer y la sed que se padecía era horrible ya que la acrecentaba el tipo de comida que se nos daba en el barco: bizcocho y cosas saladas. La bebida estaba sujeta a estricta medida: medio azumbre de agua por día y en cuanto al vino, lo bebía quien lo llevaba. Finalmente, terminó su charla diciendo:
--De todos modos hay que reconocer que nosotros los españoles fuimos siempre bastante torpes e incapaces de sobrevivir a partir de los recursos que las circunstancias nos ofrecían y mucho menos de modificar de mentalidad para abandonar los estereotipos europeos de lo que se consideraba comestible. Y volvió a ser silente pintura de época..."
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