En la historia del cine hay películas que uno no puede dejar de ver. Hoy inicio esta sección con uno de esos filmes que dejan memoria imborrable en el espectador. Me refiero a Encadenados, película estadounidense de 1946 dirigida por el maestro del suspenso Alfred Hitchcock.
La primera vez que la vi la actitud adoptada por Devlin (Cary Grant) frente a Alicia Huberman (Ingrid Bergman) me exasperó durante casi toda la proyección. Su pasotismo, cinismo y muchas veces crudeza de trato, pese a estar enamorado de ella, me tenía desconcertado. Tuve que esperar al desenlace para ver disipada mi ansiedad.
Cada vez que vuelvo a ver la película, me confirmo en la idea de que Hitchcock supera aquí su maestría para tener en vilo al espectador. Lo de menos es la trama de espías sobre la arena de uranio que presenta la historia, incluido el matrimonio concertado entre Alicia y Alex Sebastian (Claude Rains) para poder descubrir las intenciones del grupo nazi que actúa en América del Sur y al que éste pertenece. Yo me quedo con la escena de la bodega, con las imágenes de las botellas de champán de la fiesta que van disminuyendo paulatinamente a la vista del espectador, con las conversaciones ambiguamente amorosas entre Alicia y Devlin, la relación entre Alex y su madre, las escenas de las tazas de café con el que ésta se propone envenenar a la chica, la dosificada tensión del momento en que Devlin logra salir a la calle con el cuerpo desmadejado de su amada, etcétera, y todo envuelto en esa atmósfera mágica, angustiosa muchas veces, en que envuelve toda su obra Hitchcock.
Encadenados es una película en la que la cámara es tan importante como los personajes, y una fiesta, un triángulo amoroso, una simple llave, un trozo de vidrio de botella o el hecho de que el espectador sepa más en ocasiones que los propios protagonistas se convierten en motores imparables de la acción.
Véase una de las escenas clave de la película, la de la bodega.
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