lunes, 22 de junio de 2009

CONEXIÓN





CONEXIÓN. Número 11. 30 de abril de 2009. Cerdanyola del Vallés

EL POEMA

Bautismo de mar















































Lo tenía en mis brazos. Las espumas
besaban con unción sus piececitos.
En sus ojos brillaba la claridad pura de todos los asombros.
Al otro lado de la cala temblaba la piedra de la Vila.
Gaviotas y bajeles bailaban sobre el mar.
La mañana era azul. Los dos, dos niños
--yo aún más que él—que gustaban la sal
De la brisa en los labios.
El tiempo, detenido, era más una ola que aguardaba
Su mejor bienvenida. El nieto se reía
En brazos del abuelo al pie del agua.
Y de pronto el bautismo del mar los hizo
aprendices a los dos de la aventura.
Una ola cuajada de alta espuma
Los llenó de bravura. Fue un momento.
El nieto confundió sus bellas lágrimas
con la bendita sal de la esmeralda
Que acababa de nombrarle marinero.
Después se fue la ola, la aventura,
pero ya estaba hecho el fiel conjuro,
y la sonrisa blanca volvió a reinar radiante
En la rosa de los labios del pequeño.
El abuelo rompió raudamente una lágrima
sobre el agua del mar que aún caía
sobre su piel curtida, bautizada
también por las espumas de las olas,
al fin y al cabo tiempo sin el tiempo.




EL RELATO


El talismán (Continuación)



CAPÍTULO 2. EL DETECTIVE


































Era el último día de un octubre muy húmedo. El otoño se había revuelto en media España y las pertinentes lluvias empezaban a hacer sus estragos en los hogares de los más desvalidos. El detective Florencio Ortiz acababa de poner el telediario y todas las noticias hablaban de ello. Siguió viendo la televisión un rato mientras daba cuenta del solomillo que le había sobrado de la comida del mediodía y luego apagó la tele, recogió los cacharros de la cocina, se puso cómodo bajo la luz de la lámpara del sofá y cogió el libro de Camilleri, autor favorito, que acababa de comprar aquella misma tarde en una librería del Paseo de Gracia. Del escritor italiano se había bebido literalmente todas sus novelas históricas y una gran parte de las que protagonizaba el comisario Montalbano. Se había enterado por la prensa de que el novelista más popular de Italia se había alzado con el II Premio Internacional de Novela Negra por La muerte de Amalia Sacerdote, y esa misma mañana, en una salida del despacho para realizar una simple gestión burocrática, se dejó caer por la Casa del Libro y adquirió la novela.
Prefirió prescindir de la información de la contracubierta (este tipo de textos no suelen pasar de ser siempre para él un simple reclamo lector y casi nunca aciertan con el verdadero intríngulis del libro) y se puso a leer el primer capítulo en el trayecto del metro que le separaba de su casa. Ahora, a la luz de la lámpara, sabía que una extraña novela esperaba con ansia su atención. Ya conocía a unos cuantos personajes que representarían un papel importante en el relato, como el director de la RAI en Palermo, un tal Michele Caruso; o su subordinado Alfio Smecca, redactor jefe y presentador del telediario regional, con el que mantiene una discusión acalorada sobre cómo dar la noticia del homicidio de la hija de un diputado; Caterina Longano, la secretaria, que sabe muchas cosas de los empleados de la Cadena; Giuditta, la mujer de Alfio y amante de Michele, y algunos otros como el abogado Basurto, el presentador Mancuso, que es el que finalmente da la noticia más conveniente y que, de algún modo, constituye el arranque de la novela: “A consecuencia de las investigaciones por el homicidio de la joven Amalia Sacerdote, ocurrido hace un mes en Palermo, esta tarde se ha dictado un auto de procesamiento contra su exnovio, Manlio Caputo. El fiscal Di Blasi ha dicho que se trata de un acto procedente y que las investigaciones continúan en todos los frentes”. El estilo, fresco y directo de Camilleri era lo que más le atraía a Florencio. Le gustaba llamar al pan pan y al vino vino. Era un buen ejemplo el párrafo que retrataba a Cate: “Caterina Longano, la secretaria, era una cincuentona gorda y sudorosa, soltera con madre a cargo, buenísima en su oficio. Se decía que en su juventud se había tirado a toda la redacción del informativo radiofónico donde entonces trabajaba, recaderos incluidos. Pero era una verdadera mina de chismes, habladurías y maledicencias.”
Leyó hasta bien entrada la madrugada. Cansados los ojos de leer, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa de centro, junto a la carta que había recibido por la mañana. La misiva contenía la invitación a asistir a un simposio de detectives que tenía lugar nada más y nada menos que en Zamora, a casi ochocientos kilómetros de allí, en la otra punta de España. No estaba seguro de querer acudir al simposio . ¿Qué se le había perdido en una ciudad de provincias apenas conocida en el resto del Estado? Si al menos algún colega del despacho quisiera ir con él. Pero ya lo había hablado con algunos y todos le habían respondido lo mismo: que el tal simposio no les iba a abrir nuevas puertas a su especialidad. La cosa estaba negra. Pero por otra parte pensaba que, aunque era poco probable, dada la fortuna que había tenido hasta entonces, cabía la remota posibilidad de conseguir en la otra parte del mundo algún ligue de fin de semana. Así que, vistas las cosas, llegó a la conclusión de que no le venía mal cambiar de aires unos días y durante un tiempo dejar de husmear en las vidas ajenas, de seguir a casadas o casados sospechosos de poner los cuernos a sus respectivos cónyuges, a obreros que presentaban bajas de enfermedad repentinas para dedicarse a otros menesteres que les reportaran pingües ingresos libres de cargas fiscales o, en el asunto que durante los últimos tiempos estaba cobrando más pujanza, a jovenzuelos absentistas de sus centros de enseñanza sospechosos de consumir sustancias prohibidas o dedicarse a la prostitución en casas particulares.
Se fue a dormir pensando que al día siguiente rellenaría la solicitud de asistencia al simposio y la enviaría ipso facto, pues el congreso de detectives empezaba aquella misma semana.
No se durmió hasta que las campanas de las monjas tocaron las cinco de la mañana. El recuerdo de su última novia lo mantuvo desvelado. No lo había pasado mal con ella y todo parecía ir viento en popa hasta que a ella le dio por decirle que su trabajo no le gustaba; que eso de meter las narices en la vida de los semejantes era desde su punto de vista inhumano e inmoral. Él no hacía más que decirle que su trabajo era tan humano y tan moral como otro cualquiera, pero ella erre que erre. Al final tuvieron que dejarlo. Luego se enteró de que Marga, así se llamaba la chica, hacía tiempo que flirteaba con un compañero de trabajo y aquello no fue sino un viejo pretexto para dejarle. Lo pasó bastante mal al principio de la separación y notaba que algunas partes de su cuerpo, como el estómago o la cabeza, le faltaban o no funcionaban bien del todo, pues unas veces tenía malas digestiones y otras veces dolores agudos localizados en la nuca. Cuando al fin su estado de ánimo recuperó la calma y el equilibrio, achacó las primeras a comer durante una semana en bares baratos mientras seguía los pasos de un muchacho que se fumaba las clases del Instituto y los segundos a la afición que por entonces le cogió a navegar por Internet durante horas sin moverse de la butaca de su escritorio en busca de datos sobre la novela y el cine negros. Su vida en compañía de Marga pasó a la historia y, al menos, le quedaron agradables recuerdos de ciertos momentos pasados con ella sobre el mismo lecho.
Al día siguiente en el despacho, mientras esperaba a un cliente con el que había quedado para arreglar un asunto de cuernos, rellenó la solicitud del simposio, la metió en un sobre, pegó en éste el sello de rigor y lo dejó en la bandeja de cosas prioritarias para, en la primera ocasión que tuviera de bajar a la calle, echarlo al correo. Por un momento pensó ser uno de los abogados de la novela de Camilleri, cualquiera de ellos, o uno de los policías que investiga la muerte en situaciones extrañas de Amalia Sacerdote. El asunto del cenicero, cuerpo del delito, lo habría resuelto mejor él. Las huellas dactilares puestas en el cenicero del presunto homicida, Manlio Caputo, exnovio de la muchacha, no servirían para aportar las pruebas que aducía el fiscal Di Blasi para acusarle, porque se quedaría con el testimonio de Serena Ippolito, una de las amigas de Amalia, según dicho testimonio el cenicero ya estaba en el piso anterior de la difunta y no en el nuevo, cuestión que implicaría sin ninguna duda a Manlio en el asesinato, y testimonio a su vez de la segunda amiga de Amalia, Stefania Corso. De cualquier modo…
Llegó el cliente, un hombre pequeñito y nervioso que portaba un sombrero enorme que casi le engullía su exigua cabecita, y le expuso el tema con el mayor realismo que pudo, sin paliativos. Sabía a ciencia cierta que su mujer le engañaba con un vecino del mismo rellano que estaba en paro desde hacía un mes. (¿En paro? Sería en paro laboral únicamente.) Y necesitaba pruebas concluyentes. El detective le dijo que conseguirlas resultaría muy difícil porque no se trataba de apostarse en la acera de enfrente hasta ver al individuo sospechoso entrar en la vivienda en cuestión, o seguir a la presunta adúltera hasta el lugar de la cita con el presunto amante. Había que entrar nada más ni nada menos que en una finca privada bajo la apariencia de un vendedor, representante, cobrador de la luz o algo parecido para conseguir una prueba definitiva. Y eso tenía muchos riesgos. Y a continuación le aconsejó que fuera él mismo, armado de una cámara, si era de video mejor, el que hiciera de detective. El hombrecillo le replicó que él no era detective, que amaba al trabajo con locura y no como el vago del vecino, que cobraba a costa de los demás y además se permitía el lujo de ponerle los cuernos. Al final quedaron en que el detective se daría una vuelta por el domicilio que le proporcionó el interesado y que ya le diría algo. Aunque no firmaron ningún contrato.
A la hora de almorzar cogió el paraguas y bajó a la calle. La lluvia seguía cayendo y producía una música monótona pero agradable al golpear la tela impermeable del paraguas. Anduvo hasta la esquina donde sabía que había un buzón y echó en él la carta con la solicitud. Luego entró en el bar de la esquina opuesta y se tomó un café bien cargado y una pasta. Después cogió el metro dispuesto a darse una vuelta por la dirección que le había dado el hombrecillo. Mientras iba en el metro camino de Fabra y Puig siguió leyendo en la novela de Camilleri el astuto y sabroso adulterio que cometían a espaldas del periodista Alfio Smecca su mujer Giuditta y su jefe Michele Caruso, con una salvedad: ahora en la mente de este último se había abierto la sospecha de que la propia Giuditta le estaba engañando con otro, y todo por la conversación telefónica que la mujer había mantenido delante de él, en la cama de la jodienda, con su amiga Agnese. “Si por casualidad te telefonea Alfio, esta noche duermo en tu casa…, así que, hacia las once, descuelga el teléfono y apaga el móvil como de costumbre, que si se le ocurre telefonear no le responda nadie. Gracias. Adiós.” La frase clave es aquí “Descuelga el teléfono y apaga el móvil, como de costumbre”. Caruso llega a la conclusión de que era verdad lo que le había dicho días atrás su secretaria Cate, que Giuditta tenía otro amante, y que no era él.
Florencio se bajó en Fabra y Puig y cruzó la Meridiana bajo un verdadero diluvio y un viento tan impetuoso que le giraba el paraguas cada dos por tres haciendo que la lluvia le diera de pleno. Subió por el paseo del mismo nombre hasta el número indicado. Ya había pensado qué decir a la señora en cuanto le abriera la puerta. Llamó al timbre de otro piso para que le abrieran el portón de la calle y se coló en el portal. Sacudió el paraguas y echó a caminar por la escalera hasta el primer piso. Allí se detuvo ante la puerta 3 y pulsó el timbre. Aguardó unos segundos, al cabo de los cuales oyó unos pasos que se acercaban. Le abrió la puerta una señora mayor, mal cuidada, pequeñita y delgada, con ojeras y pelo blanco recogido en un moño.
--¿Qué desea?
--Vengo por lo de los libros.
--¿Qué libros? Yo ya no leo. No tengo ni vista ni ganas para leer.
--Perdone la molestia. Me dijeron que era el piso segundo, puerta 3. Ustedes habían hecho un pedido a la editorial y…
--Nosotros no hemos hecho pedido alguno. Y éste es el primer piso, señor; no el segundo.
--No sabe cuánto lo siento. Vuelvo a pedirle perdón, señora.
El detective salió a la calle decepcionado. (¡Pobre mujer! Una nueva víctima del marido neurasténico y paranoico que cree ver cuernos en todas partes.) La lluvia había amainado.






CAPÍTULO 3. LA HISTORIADORA

































Amando salió pronto de casa. Llovía, para variar, y corrió hacia la marquesina de la parada del autobús que estaba a unos cien metros de su portal, para no mojarse en exceso. Mientras corría hacia allí, los bajos del negro ropaje holgado que lo cubría se bamboleaban en el aire como una bandera pirata bajo el temporal. La parada estaba llena de gente esperando al bus, la cual, al ver llegar aquella corpulenta anatomía vestida de aquella guisa y con aquellos modos, no pudo menos de sorprenderse. Amando, sin prestar atención a ello, se refugió bajo la marquesina como pudo, mientras consultaba en el poste el recorrido del autobús, sin advertir que el libro que llevaba se estaba mojando lamentablemente. Asintió al ver la calle que buscaba apuntada en el cartel y consultó la hora de su reloj de pulsera. El autobús llegó con retraso. Arrancó atestado de pasajeros y Amando se colocó como pudo cerca de la salida. Miraba por las ventanillas a la calle con una idea fija en cabeza, de modo que viajaba ajeno a cuanto ocurría dentro del autobús, sin reparar en la juerga que habían montado un par de chavales a costa suya. Uno de ellos, imitándolo, hinchaba los carrillos y ponía los ojos en blanco en un gesto claramente siniestro. Mientras que el otro hacía comentarios burlones sobre su ropa. Los chicos bajaron un par de paradas más allá y uno de ellos, el más atrevido, al pasar a su altura comentó:
--Halloween es esta noche.
Pero Amando ni se enteró. Iba a lo que iba. Y en la siguiente parada se apeó del vehículo. Había llegado a la calle donde vivía la historiadora. Recorrió un buen tramo de acera mientras consultaba los números. Había que cruzar la calzada. La casa tenía la fachada llena de andamios porque estaba en restauración. Entró en el portal y miró los buzones. Allí estaba el nombre que buscaba. Cogió el ascensor hasta un piso determinado. La casa rezumaba un pesado silencio. Sin duda llevaba en su cabeza una idea fija. Sin pararse a pensar, llamó al timbre de la puerta de la historiadora. Silencio. Volvió a llamar, ahora insistentemente. Tres veces más repitió la llamada mientras en su cara aparecía el dibujo de la contrariedad. Los timbrazos rompían escandalosamente el silencio de la finca. Hasta que la puerta del piso de al lado se abrió. Una mujer mayor, embutida en una bata negra, apareció en el quicio.
--La señorita Clarisa no está. ¿Quién es usted?
--La busco para una cosa muy importante—fue todo lo que dijo el hombre procurando con una sonrisa no amedrentar más a aquella mujer que tenía aspecto de enferma.
--Ha ido al Ateneo. A mirar unos libros. Es muy…
Amando no le dio tiempo a continuar y, ante el estupor de la buena señora, buscó las escaleras precipitadamente.
La boca del metro no estaba lejos. La había visto desde el autobús antes de apearse. En el vagón se palpó algo que llevaba bajo la ropa a la altura del pecho y movió los labios como musitando una especie de plegaria en latín.
La Plaza de Cataluña era, como desde hacía un tiempo, un conjunto de pequeños guetos de gente extranjera. Y el cielo, espeso y gris, una total ausencia. Las bandadas de estorninos de otras veces brillaban por su ausencia; bajo aquel temporal los pájaros estarían inmóviles y agazapados en las frondas de los árboles que pueblan la plaza junto a las estatuas lavadas por la lluvia. Amando miraba con odio a los transeúntes que chocaban con él sin mirar. Aquello de ir sorteando las riadas de gente que subían y bajaban por el lateral del FNAC y el Café Zurich lo enfurecían. Cruzó el semáforo frente al primer quiosco de las Ramblas y luego el que desaguaba incesantes borbotones de gente en la acera de la izquierda. Era imposible dar un paso entre los paraguas que la atestaban. Apretó con ira la mano que llevaba el libro y lo hizo crujir siniestramente al verse obligado a bajar de la acera y pisar la calzada lateral, a riesgo de ser arrollado por algún coche. Al fin llegó a los arranques de Santa Ana y Canuda. Justo en el vértice de la V que forman ambas calles le salió al encuentro una chica con una carpeta en las manos, dispuesta a sacarle unos euros para una ONG. Amando contestó a la sonrisa y al saludo de la muchacha con un manotazo que casi dio con ella en el suelo. No estaba para perder más tiempo. Casi iba corriendo cuando entró en el portal del Ateneo. Una cadena, con un letrero colgando que decía: “Paso restringido a los señores socios” cortaba el acceso a la monumental escalera. No hizo caso ni del cartel ni de la cadena y subió los escalones alfombrados de rojo hasta la Biblioteca, en donde esperaba con todas sus ansias encontrar aún a la historiadora. En la sala había una docena de personas trabajando cada una en los suyo, libros a un lado y libretas de apuntes a otro. Examinó los rostros uno por uno, pero no reconoció en ninguno el de la joven. ¿Dónde se había metido aquella mujer? El libro que llevaba volvió a crujir entre los dedos amorcillados de su enorme mano. Tras un gruñido, preguntó por Clarisa a la persona encargada de la biblioteca. Le explicó que era su hermano y que había venido expresamente del extranjero para darle una mala noticia.
--¿La señorita Clarisa?—dijo mirándolo con interés--. Sí, ha estado aquí, pero hará una hora aproximadamente que se fue al Jardín Romántico.
--¿Dónde está ese jardín?—preguntó impaciente.
--Aquí mismo, en la primera planta. Bajando esas escaleras. Verá un salón de recreo, un bar y al exterior…
Ni gracias le dio Amando: se lanzó escaleras abajo y empujó la puerta acristalada que daba acceso al salón mencionado. Había algunas mesas ocupadas por hombres que ojeaban el periódico o jugaban al ajedrez. Al fondo vio la puerta que daba a lo que debía ser el tal Jardín Romántico, un patio con plantas al aire libre cuyas mesas, bajo la terca lluvia, aparecían vacías. Giró la mirada hacia otra salita, comunicada con la anterior por otra puerta acristalada, que enseguida identificó con el bar. Allí había más movimiento. Casi todas las mesas estaban ocupadas y había algunos socios que iban de las mesas a la barra en busca de alguna bebida o de la barra a las mesas portándola. Empujó la puerta mientras con avidez recorría los rostros de quienes había allí dentro. Por fin la vio. A una de las mesas más alejadas de la barra y junto a la cristalera que da a la plaza de la Villa de Madrid estaba sentada Clarisa. Una taza de café y una carpeta había ante ella. La joven miraba distraídamente a la plaza. Con pasos lentos Amando se acercó a la mesa.
--¿Puedo sentarme? –dijo examinando a la chica de arriba abajo como un perturbado.
La joven dejó de mirar a los tenderetes blancos de la plaza que se veían desde allí arriba para fijar sus ojos azules en la inmensa masa humana que estaba delante de su mesa observándola como a un bicho raro.
--Depende—dijo sonriendo--. ¿Quién es usted?
Velozmente encontró una respuesta que le pareció muy adecuada.
--Soy un aficionado al arte románico—dijo y acto seguido añadió mostrándole el libro que llevaba en la mano--: Aquí traigo algo que le interesa.
Clarisa entrecerró los párpados en señal de sospecha. Enseguida reaccionó reparando en el libro.
--Se ha mojado—dijo.
--Sí. Es que está lloviendo—y se sacudió torpemente la ropa talar que lo cubría.
--Me refiero a ese libro. El pobre está empapado y hecho una pena. ¿No se ha dado cuenta?
--No, no me he dado cuenta—dijo Amando mientras se sentaba en la silla de enfrente.
--No le he dicho que pueda sentarse. Pero ya que lo ha hecho, dígame qué es eso tan interesante que trae en el…en ese libro. Aunque preferiría que fuera breve. Tengo una reunión dentro de unos minutos.
--Sí, seré breve, muy breve—dijo clavando sus ojos, unos ojos pequeños y fríos, en los de Clarisa, mientras se palpaba nuevamente el bulto que tenía a la altura del pecho, bajo la ropa--. Sé dónde vive y a qué se dedica usted…
Clarisa empezó a inquietarse. Aquel hombre sin duda alguna debía de estar trastornado. Empezó a ordenar velozmente unas cuantas ideas que pudieran ayudarla. Si al menos el barman mirara en ese momento hacia allí, le haría un gesto de auxilio. Pero estaba ocupado en servir a otros socios. ¿Qué podía hacer? ¿Salir corriendo como en las películas? ¿Gritar para que entre todos los allí presentes la libraran de aquel orate? La angustia empezaba a dominarla. Y entonces ocurrió algo mucho más sencillo. Un verdadero milagro cotidiano. Hacia ella venía uno de los socios más antiguos del Ateneo: nada más ni nada menos que su viejo profesor de Universidad, don Esteban del Horno, quien el año pasado le había dirigido su tesis sobre el monasterio de San Pedro de Rodas.
--Mi alumna favorita—dijo visiblemente alborozado--. ¿Cómo va esa nueva investigación?
La chica vio en su profesor el cielo abierto. Cogió la carpeta y fue hacia él para abrazarlo efusivamente. Mientras lo hacía le susurró al oído:
--Invéntese algo, rápido. Ese hombre de ahí me está siguiendo.
El profesor miró a Amando con disimulo. Luego se cogió del brazo de ella y, empujándola suavemente hacia la puerta, le dijo:
--Vamos a mi despacho. He de enseñarte algo relacionado con tu nuevo trabajo—y una vez atravesado el umbral de la puerta, hizo un gesto al conserje para que se acercara; entonces le dijo:-- Entretenga con el cuento que sea al hombre grueso de la ropa negra; será sólo un momento. Ya se lo explicaré después. Es importante. Gracias.
Y Clarisa y él se retiraron hacia el ascensor. Antes de que éste se cerrara tras ellos para emprender el descenso a la calle, tuvieron tiempo de ver que en el bar se organizaba un jaleo monumental a costa de Amando.
--¿En qué lío te has metido esta vez?—le preguntó el profesor en cuanto el ascensor se puso en movimiento.
--En ninguno, don Esteban—mintió porque no quería involucrarle en nada que pudiera significarle el menor peligro.
--¿En ninguno?—la miró atentamente al fondo de los ojos--. Te conozco muy bien, Clarisa. Por conseguir algo que tenga que ver con tus investigaciones eres capaz de cualquier cosa. Recuerda lo que pasó en aquella biblioteca de Gerona con aquellos legajos relacionados con el Monasterio de Sant Pere. Dime la verdad: ¿en qué andas ahora?
La muchacha esperó a que el ascensor llegara al portal. Una vez camino de la calle fue ella la que cogió cariñosamente por el brazo a su viejo profesor.
--No sé cómo empezar, don Esteban—dijo--. Es algo relacionado con la catedral de Zamora.
--¿Y qué tiene que ver con ello ese hombre de ahí arriba?
--No lo sé exactamente. Lo mejor será que nos despidamos aquí. No sea que ese energúmeno vuelva a aparecer. Prometo tenerle al corriente de cuanto ocurra.
La cara del profesor adquirió un gesto de seriedad.
--Aunque luego no será nada—dijo--, como siempre, tenme al día. Hazlo por correo electrónico. Es lo más seguro. Ahora sal por Puertaferrisa. Y no te olvides de decirme algo.
La besó cariñosamente y luego se perdió entre los tenderetes de la plaza, que estaban profusamente concurridos de curiosos.
Clarisa obedeció a su profesor. Dio un rodeo y salió a la Rambla. Pero en vez de subir hacia la Plaza de Cataluña bajó hasta la estación del metro de Liceo. Haría trasbordo en Cataluña y de allí iría a casa. Aunque seguramente el hombre corpulento la estaría esperando allí; por algo le había dicho en el bar del Ateneo que sabía dónde vivía. Así que optó por pasar las horas siguientes hasta la hora de comer visitando algunas galerías de pintura. La primera fue la Sala Parés. Recordaba que en esta famosa galería de la calle Petritxol conoció a su primer novio, un pintor catalán algunos años mayor que ella. Era moreno, tenía una graciosa coleta y hablaba de arte como un catedrático. Curiosamente ésas eran las tres características que recordaba con más claridad del artista. Bueno, y su forma de amarla. Este último detalle quedaba sólo para su intimidad. Cuando hacían el amor en la cama del estudio que el pintor tenía en la Barceloneta, de cara al puerto atestado de pequeñas barcas de pesca, el hombre se frotaba vivamente la pierna derecha porque según decía se le había muerto tras el goce intenso del orgasmo. “Éste es el precio que tengo que pagar”, decía sonriendo y sin dejar de frotarse el muslo; “algo de mí se muere un rato cuando llego al éxtasis.” Carles, éste era el nombre de su primer novio, realizaba una pintura entre figurativa y abstracta. En sus ocres nadaban como alas de ángeles, vestidos vaporosos de mujer, nubes o velas de naves. Contemplando cualquiera de sus cuadros la impresión que Clarisa recibía era de una gran paz, parecida a la que vivía tras hacer el amor con el autor de los cuadros. Sus amoríos, sin embargo, duraron poco, escasamente un mes, aunque fueron muy intensos, a polvo por día. El pintor acabó encaprichándose de una pintora de Sitges y pretendía compartir a Clarisa con ella. Evidentemente, Clarisa se negó en redondo a las pretensiones morunas del artista y lo dejó. Ahora al volver a la Sala Parés y sentarse en el banco central de cara a una gran pintura que representaba una vista impresionante del promontorio de Monjuic, sonreía suavemente al recordar sus ocios y negocios con el artista.
Comió en la Plaza Real, premió con dos euros a un violinista que tocaba al pie de la columna de Colón, adquirió en los puestos de viejo un librito sobre Toledo y Bécquer, autor que siempre le había entusiasmado por sus mil referencias al mundo del Arte tanto en las Rimas como en las Leyendas y otros escritos en prosa, y cruzó la pasarela del puerto hasta Maremágnum. La lluvia parecía haber dado una tregua al día, y la gente caminaba por la calle un tanto descuidada. Mal hecho porque por la zona del Tibidabo se habían ido espesando y ennegreciendo las nubes, que enseguida se extendieron hacia el mar. En las galerías compró algunas cosas y cuando, ya daba por acabado el paseo dispuesta a regresar a las Ramblas, el cielo se rompió por un millón de sitios y un fuerte aguacero se derrumbó sobre la ciudad. Esperó a que amainara antes de atreverse a abandonar la protección de la enorme marquesina de Maremágnum.
Oscureció enseguida el día, y Clarisa se metió en el primer hotel que encontró en la Rambla decidida a pasar la noche allí. A la mañana siguiente ya vería lo que hacía.
Después de registrarse, buscó la salita que los clientes del hotel disponían para conectarse a Internet. Le puso un email a su profesor. Le contaba lo del viaje que iba a realizar a Zamora para investigar de cerca el significado de la fachada del Obispo de la Catedral. Del hombre del Ateneo no sabía nada, aunque sospechaba alguna cosa. En cuanto supiera algo concreto sobre él, le mandaría un correo. Respecto del desarrollo de la investigación, también le tendría al corriente.
Cenó en el restaurante del hotel y subió a la habitación. Lo primero que hizo al entrar fue palpar la dureza del colchón de la cama. No estaba mal. Sobre la cabecera había una reproducción de un cuadro de Picasso, una Jacqueline sentada, de la que, a primera vista, le llamaron los triángulos morados del vestido.
Antes de acostarse, echó un vistazo al librito sobre Toledo y recordó sensaciones que había experimentado tiempo atrás al leer las prosas que Bécquer había escrito en la ciudad imperial, en especial, las páginas que se referían a la arquitectura de San Juan de los Reyes y las leyendas Tres fechas y La ajorca de oro. Luego revisó la carpeta de apuntes y ordenó las notas que tenían que ver con la secta medieval denominada los Canteros. Y fue cuando tuvo la intuición de que aquel energúmeno del Ateneo podía tener alguna relación con dicha sociedad secreta. Se durmió presa de una inquietud dominante. Pero a la mañana siguiente la tormenta había pasado. Hasta el día había amanecido despejado y luminoso. Desayunó en un snack oyendo piar desaforadamente a los pájaros de las Ramblas y viendo a la florista del quiosco preparar sus manojos de flores. Cuando cogía el tren de regreso a casa enseguida pensó que nada es lo que parece y que las cosas más serias vistas a la luz de un nuevo día no lo son tanto.
Al entrar en el portal, abrió instintivamente su buzón. Allí había un papel doblado. Lo sacó mientras el corazón se le ponía a mil por minuto. Esperó con el alma en vilo a encontrarse dentro de su piso. Se sentó en el sofá del comedor y leyó la nota.
“Ya puede comprobar que sé dónde vive. Me han encargado que vigile sus movimientos. Y lo estoy haciendo como ha podido ver. Y seguiré haciéndolo. Y aunque invente tretas como las del Ateneo, nunca podrá deshacerse de mi vigilancia. Me han pedido mis superiores que la convenza para que deje de hacer lo que está haciendo. Sus investigaciones pueden llegar a perjudicarla seriamente. Me he comprometido solemnemente a cumplir mi misión sin reparar en nada, incluido cualquier desenlace trágico. Piénselo detenidamente.”
Dejó el papel sobre el sofá y se arrimó a la ventana de la calle para mirar a través del visillo. Esperaba ver al hombre de la ropa negra y holgada apostado eternamente en la acera opuesta. Pero no estaba allí.
Abrió el portátil y entró en Internet. Buscó en la agenda de direcciones del correo la de su profesor y redactó este mensaje:
“Querido don Esteban: Hoy al volver a casa, me he encontrado un papel en el buzón, escrito sin ninguna duda por el hombre de negro del Ateneo. Me dice en él que sus superiores le han encargado que no me pierda de vista y me convenza para que deje de investigar. En caso de que no le obedezca llevará su misión hasta sus últimas consecuencias.”
Lo leyó y acto seguido lo suprimió. No quería alarmar al profesor en vano. Pensó mandarle otro correo más adelante, desde Zamora, cuando ya las cosas, con un poco de suerte, se hubiesen calmado. Buscó la página de vuelos económicos y reservó uno para Valladolid. En el mismo aeropuerto alquilaría un coche para ir a Zamora.
Se levantó para volver a mirar a través del visillo de la ventana que daba a la calle. Evidentemente había perdido la tranquilidad. Aunque no viera por ningún lado a aquel hombre corpulento, no conseguía dejar de pensar en sus palabras.
Aún así estaba decidida a seguir adelante con su investigación. Cogió el móvil y llamó a su tía Eulalia. Quería tener arreglado el asunto del alojamiento en Zamora.
--Hola, sobrina, ¿qué te cuentas? ¿Qué tal tiempo hace por ahí?
--Hola, tía. ¿El tiempo? De perros. No deja de llover y hace un frío …
--Igual que aquí, hija. Con la diferencia de que ahí, con la humedad lo tendréis peor.
--Ni que lo digas. Tía, ¿cómo tienes la casa?
--¿A qué te refieres?
--No, que si aún sigues queriendo que vaya a pasar unos días contigo.
--Pues claro. Aquí siempre tendrás una habitación para ti. ¿Y cuándo podré vivir esa alegría?
--Dentro de poco. La víspera te daré un toque. Un beso y gracias.
--No tienes que dármelas. Ya sabes que eres mi sobrina predilecta.
--Y tú, mi tía favorita.




LA NOTICIA


Adiós a una leyenda viva




Hoy, viernes 26 de junio, no se habla de otra cosa en la prensa, escrita, hablada o visual: la desaparición repentina de Michael Jackson, el más grande cantante de Pop de las últimas décadas según los entendidos. Desde la muerte de Elvis Presley no se había producido un estremecimiento universal entre los seguidores de la canción tan espectacular. A los cincuenta años, tras una parada cardiorrespiratoria, el cantante que no quiso dejar el mundo de Peter Pan se ha visto obligado a dejar el mundo escalofriante de la verdad, de las guerras, de la intolerancia, de las catástrofes naturales (y humanas, iba a decir). A él se debe el disco más vendido de la historia de la música, Thriller, aparecido en 1982. No es hora de hablar de otros escándalos que lo acompañaron en vida; sólo de su estela musical. Y de ella, como homenaje de la Revista, quiero entresacar los versos de una de sus canciones, Remember the Time:
Do you remember
When we fell in love
We were so young and innocent then
Do you remember
How it all began
It just seemed like heaven so why did it end?
Do you remember
Back in the fall
We'd be together all day long
Do you remember
Us holding hands
In each other's eyes we'd stare
(Tell me)
Do you remember the time
When we fell in love
Do you remember the time
When we first met
Do you remember the time
When we fell in love
Do you remember the time...

Y ahora que el tiempo y todos sus fans lo recuerden a él.

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