miércoles, 24 de julio de 2013

ESPINÁS EN CASTELLANO (2)



El carácter es el que da la identidad a un escritor.
La escritura puede ser emotiva, bella, sabia, pero es poca cosa sin carácter.
No es que un determinado carácter estropee una obra, es que sin carácter la obra no existe.
En muchos libros de gran éxito el carácter puede ser sustituido por el acierto narrativo, la fuerza de la intriga, la gracia expositiva, la pretensión de originalidad. Pero el interés de todo eso se desvanece a menudo con más o menos rapidez, y lo que acaba consolidando más una obra es el carácter.
El carácter es la señal, la marca identificadora que aparece en la producción de un escritor. (Caràcter)

Mi sacrificio tiene una evidente finalidad altruista: dedicar todos mis esfuerzos a la preservación de la lengua catalana. (Abnegació)

Siempre he pretendido alguna cosa, pero no recuerdo haber alimentado nunca ninguna pretensión excepcional. Me he conformado con la pretensión de poder escribir, una pretensión que me ha acompañado en la adolescencia, en la madurez y en la vejez. Y he tenido la suerte de poder satisfacerla, no ha sido una ambición desordenada ni frustrada.
También he tenido la pretensión de que alguien se decidiese a leerme, y el hecho de que este lector haya existido a lo largo de estas etapas de mi vida me ha hecho absolutamente natural la pretensión de continuar escribiendo y hacerlo sin privilegios ni subvenciones. (Ambició, pretensió)

 
 
He llegado hasta hoy, trabajando con tanta independencia como naturalidad, disfrutando de la atención de los lectores y de la indiferencia de la burocracia cultural, cobrando los derechos de autor por los libros vendidos y no alegrándome la vida con los dineros de los contribuyentes.
He llegado a la edad de reconocer que he tenido suerte y también la juiciosa voluntad de no traicionarla. (Producció)

El cerebro ha de ser alimentado. El cerebro del escritor también. Pero confieso que mi cerebro no ha sido sometido a una dieta de alimentación literaria.
La lectura ha sido un ingrediente del menú, sin duda, pero la mayoría de las proteínas las he obtenido de otros orígenes: la observación directa de una realidad multiforme, la asociación de diversas observaciones, el instinto de la curiosidad, la libertad de pensamiento, el estímulo de la escritura cotidiana.
La confianza en la capacidad de improvisación y su práctica también alimentan el cerebro.
Y también alimenta al cerebro la exigencia de precisión en el lenguaje. Porque es evidente que se piensa con palabras.
Y para la vitalidad mental, la duda es importntísima.
El cerebro se alimenta  decisivamente de pensamientos que se convierten en acciones, aunque no sean conscientes de ello. Lo que hacemos realimenta continuamente lo que pensamos. (El Cervell)
 
Los libros conviene que, a demás de columna vertebral, tengan un caminar ligero. Y seguido.
El lector ha de poder leer un texto que “narra” con una mínima fluidez, no como quien atraviesa en cada página un terreno pedregoso. El lector no se ha de dar cuenta de que respira, y eso pasa cuando el texto ya respira por él mismo. (Lectura)

El escritor es un especialista que domina un área de la literatura, como el cardiólogo domina un área de la medicina.
Todos los escritores comparten la misma herramienta de trabajo, el lenguaje. Con el lenguaje se pueden hacer las más diversas operaciones. Pero, como pasa con el bisturí, conviene saber adónde se quiere llegar. (Competències)
 
He de decir que la gloria no me importa, especialmente la gloria entendida como un reconocimiento póstumo de la labor literaria, porque en la adjudicación de la gloria intervienen los factores más imprevisibles.
La única cosa que pueden hacer los eruditos y los ensayistas es acreditar con frases complicadas que la defunción del escritor ha sido definitiva. (La glòria)

En la prosa, la música es más libre y el ritmo más variado que en la poesía, pero uno y otra conviene que estén presentes en la escritura y mejor si esta presencia responde al instinto del escritor. (L’oïda)

 
Como escritor nunca me he propuesto resolver ningún problema del lector—y menos de la humanidad, como querrían algunos filósofos.
No me ha pasado nunca por la cabeza, ni por el teclado de la máquina, evangelizar a los descreídos.
Ni estimular a los desanimados.
Ni serenar a los excitados.
Ni salvar de la ceguera a los críticos ni deslumbrar a los lectores normales.
Ni entretener benéficamente a los insomnes.
Ni hacer pensar a los apáticos.
Ni aclarar las ideas a los confusos. (Literatura curativa?)

 

 

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