martes, 11 de junio de 2013

MEMORIAS DE UN JUBILADO

La época de EL CIERVO (1)





Hace unos días hablaba en mi blog de la revista cultural EL CIERVO al tratar del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013 otorgado al novelista y cadémico Antonio Muñoz Molina; y lo hacía incluyendo unas frases que yo escribí en la mencionada Revista celebrando la aparición de El invierno en Lisboa, sin duda uno de los mejores trabajos narrativos del escritor granadino.
Mi colaboración en EL CIERVO comenzó a mediados de los años 80, tras una conversación con mi profesor y amigo Castro y Calvo, que por entonces estaba postrado en una butaca tras sufrir una embolia, que a la larga lo llevaría al otro lado del cristal del tiempo. Recuerdo que durante su penosa enfernedad solía ir a visitarlo a su piso de la calle de la Diputación de Barcelona, muy cerca del Paseo de San Juan. Allí, además de disfrutar de su sabia conversación, me hizo partícipe de algunos proyectos que aún bullían en su privilegiada cabeza, pese a todo, y de algunas confidencias que usé cuando el ilustre profesor universitario decidió partir hacia su último viaje en poemas y en algún que otro trabajo en colaboración que hablaba de la vida y obras de don José María Castro y Calvo.
No se me olvidará nunca el cariño con el que me trató durante todo aquel tiempo. Y no me refiero solamente a los libros que me regaló dedicados con aquella letra suya nerviosa y pequeña, propia del alma que espera encontrarse de un momento a otro con su Creador (recordarlo me enternece muchísimo) : los dos tomos de su Historia de la Literatura Española, Ante el misterio y otros ensayos, El algualí o su sincerísimo libro de memorias que tituló Mi gente y mi tiempo. Me refiero a las atenciones con que me recibía cuando aparecía en su piso y a los consejos y recomendaciones con que me despedía tras las visitas de aquellas tardes que fueron como proyección de las clases universitarias que años atrás me había dado en la Facultad de Letras, junto a otros profesores tan insignes como Cirac, Blecua o Seco, para quienes siempre tenía una palabra de respeto y admiración. Me dictaba cartas que yo escribía en una vieja máquina que el profesor guardaba como oro en paño, cartas de presentación dirigiadas a personalidades de la cultura y literatura barcelonesas que nunca se enviaron, pero que a mí, oyéndole cómo me las dictaba con su voz lenta y temblorosa, me parecían de una ternura casi infantil.
Una de aquellas tardes me habló de EL CIERVO y de su director Lorenzo Gomis. Me dijo que lo conocía de mucho tiempo atrás y me pidió que escribiera alguna cosa para enviársela de su parte. Hasta me regaló un  número, creo que era el que se dedicaba a decir adiós a Jorge Guillén, para que viera por dónde iban el estilo y el fondo de los artículos publicados en la Revista. Animado por la idea de convertirme en colaborador de una publicación tan prestigiosa, me despedí de mi profesor más contento que nunca. Escribí tres folios sobre El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y los mandé a la redacción de EL CIERVO. El artículo sobre Baroja no salió en el número siguiente, pero aquel mismo mes, creo que era febrero de 1984, recibí una carta de Lorenzo Gomis en la que me decía que aceptaba mi colaboración para el siguiente número. Y ahí empezó todo.

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