EL MOSQUITO
Era una noche de calor horrible. El dormitorio hervía. En la cama el hombre se rebullía sin parar buscando una postura que le ayudara a conciliar el sueño. De repente, a la desazón mencionada se le añadió lo que más temía en el verano: la picadura de un mosquito en la penumbra, anunciada por su trompetazo inequívoco. Horrible sonó el mensaje sonoro muy cerca de su oreja. Un par de segundos y enseguida el silencio. Pero sin darle tiempo a suspirar aliviado, volvió a sonar el clarín del terror a la altura de su otra oreja. El hombre, horrorizado, se imaginó al temido insecto clavándole sin piedad en la piel su aguijón para atiborrarse de sangre. Con los pelos de punta, encendió la luz del dormitorio dispuesto a aniquilar al peligroso intruso con el espray que siempre tenía a su alcance en la mesilla de noche. Pero se quedó paralizado al descubrir a los pies de la cama un monstruo con el vientre cruzado de franjas amarillas, antenas como lianas enrolladas tras la cabeza, grandes ojos saltones que lo miraban fijamente y un aguijón enorme como una cimitarra mora, es decir, un remedo de mosquito tigre aumentado cien millones de veces y presto a saltarle a la yugular. Por un momento pensó que estaba viviendo una pesadilla, pero no era así porque todo estaba en su sitio, la ventana a la derecha, enfrente el cuadro de Vermeer y la colcha de cuadros blancos y azules. Y sobra ella el monstruo mirándole fijamente. Con una rapidez inusitada esgrimió el tubo insecticida y, cerrando los ojos para no ver las consecuencias, roció con él al extraordinario mosquito durante unos segundos que se le hicieron eternos. Mientras duró la operación de exterminio no dejó de oír unos ronquidos desaforados ni de notar en torno a él un fuerte viento como promovido por las alas de un helicóptero. Cuando al fin se hizo la calma y el silencio, se atrevió a abrir los ojos. Ni rastro del monstruo. No podía creerse que todo hubiera acabado de la forma más sencilla. Pero así era. Y aliviado del todo, dejó el espray sobre la mesilla, volvió a apagar la luz y apoyó de nuevo la cabeza en la almohada en la postura más cómoda que solía adoptar para dormir. Al cabo de unos minutos roncaba plácidamente mientras soñaba que un mosquito tigre se colaba por un agujero de la rejilla de la ventana y, tras sobrevolar el lecho donde dormía, se posaba en lo alto del chorrito de leche del cuadro de Vermeer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario