Al día siguiente, 30 de septiembre, a buena hora de la mañana y después de descansar plenamente del viaje de Valladolid a la Corte , Blanco Cela se hallaba desayunando chocolate con bizcochos en el comedor de la fonda, mientras que a sus pies, enroscado, dormía el gato Salomón, que el día anterior había salido a recibirle nada más cruzar el umbral de la posada y cuyo dueño le había puesto al corriente sobre su nombre y su carácter.
--Lo llamamos Salomón—le había dicho el posadero—por los colores de su pelaje, mitad blanco mitad negro. Le ha debido caer usted bien porque con ningún otro huésped se aviene, y en cuanto lo ha visto entrar ha salido a su encuentro, como acaba de ver.
A Blanco también le había caído bien el curioso minino. Y en eso pensaba mientras notaba su contacto en la punta de sus botas. En la misma mesa corrida donde desayunaba, a poca distancia de él, otros dos huéspedes desayunaban también mientras hablaban entre dientes y lo miraban de vez en cuando recelosamente. Blanco Cela entendió que seguramente estaban criticando el hecho de que, habiendo sido él el último en llegar a la fonda, el dueño le había adjudicado una de las mejores habitaciones de la casa, con vistas a la misma calle de Toledo; así que rompiendo el hielo les dijo acompañando sus palabras con una sonrisa:
--Señores, si sus veladas críticas tienen que ver con la habitación que ocupo en este establecimiento, les aseguro que yo no he tenido nada que ver. No tengo ninguna culpa de tener buenos amigos en Madrid.—Rodeó su boca con la mano y bajó la voz para añadir mientras con prevención dirigía la mirada a la puerta de la sala:-- Es a ellos y al posadero, en todo caso, a quienes deben pedir explicaciones. ¿No les parece?
Los dos hombres cambiaron de semblante y sendas sonrisas subieron a sus bocas. El primero en hablarle fue un joven pálido y con ojeras:
--Agradezco su franqueza. En estos tiempos que corren es difícil encontrar a alguien como usted. Me llamo Tomás Trillo y soy dramaturgo en vacaciones, quiero decir que estoy huérfano de contratos. Y mi amigo –señaló con el pulgar a su acompañante--, León Lastra, ganadero en épocas de vacas flacas.
--Encantado de conocerles—dijo Blanco--. Yo me llamo Antonio Blanco Cela y soy periodista y poeta.
--Buenos tiempos para ser periodista—dijo el otro hombre, un poco mayor que su amigo y con patillas a lo bandolero—y muy malos para ser poeta. Si se dedica a este último menester se quedará como su apellido, en blanco.
Blanco rió de buena gana la broma del hombre y luego dijo:
--Perdone, pero yo estaba pensando lo mismo de su nombre.
--¿Qué quiere decir?
--Que, llamándose León, no me extraña que su ganado haya desaparecido.
Ahora rieron los tres.
--Creo que usted nos va a caer bien—dijo el joven de rostro pálido--¿Se va a quedar aquí mucho tiempo?
--Depende de cómo me vayan las cosas.
--Pues ahora tiene una buena noticia que tratar en su periódico.
--Aún no trabajo en ninguno, pero espero hacerlo muy pronto. ¿A qué noticia se refiere?
--Ayer murió el Narizotas. Ya sabe, el rey Fernando VII. De un violento ataque de apoplejía, dicen. Aunque yo más bien creo que su muerte ha sido el resultado de un cúmulo de excesos de todo tipo. Ya sabe.
El hombre de las patillas a lo bandolero añadió:
--Dicen que al poco de morir, aún caliente su cadáver, despedía un hedor insoportable. Han tenido que meter el cuerpo en una caja de plomo para que el olor no corrompa el palacio de la Granja y sus alrededores. A ver si lo llevan pronto al Escorial.
--Menos mal que con su muerte—dijo el dramaturgo--, gran parte del pueblo español se debe de sentir aliviado de su inmensa pesadumbre. Fue siempre un desastre como hombre y como Rey. A él le debe España sin duda alguna infinidad de desgracias; la peor de todas, el retraso que ha hecho sufrir durante años a nuestra cultura nacional.
Blanco Cela asistía asombrado de la libertad y claridad con que se expresaba el joven dramaturgo, que seguía diciendo:
--¿Sabe cómo le llamo yo en una de mis obras? El Rey de la guerra, la proscripción y la muerte. Que así también se llama mi drama. En ella resumo el balance de su funesto reinado de esta manera: En la reacción que tuvo lugar en 1814 fueron proscritas y desterradas quince mil personas por liberales, y en la de 1823, veinte mil. La guerra de la Independencia costó trescientas mil vidas. Más de cien mil, la guerra de 1823, que se hizo para restablecer el absolutismo. Seis mil personas encontraron la muerte en el cadalso tras juicios rápidos y misteriosos muchas veces. Ocho mil fueron asesinadas sin juicio alguno. Dieciséis mil personas murieron a consecuencia de los tormentos, privaciones y penalidades sufridas en las cárceles. Veinticuatro mil fueron condenados a presidio… ¿para qué seguir?
Verdaderamente agotado, se tomó un respiro. También Blanco Cela respiró aliviado tras escuchar aquella lección de crímenes y atropellos regios. Pero el alivio le duró apenas unos instantes. Pues el ganadero, enardecido sin duda por las palabras de su amigo, le tomó el relevo:
--Eso, en cuanto a los crímenes cometidos en las personas. Si nos fijamos en los males materiales que causó a la nación, es para asustarse. Bajo el reinado del Narizotas España perdió, como quien juega a los dados en insensatas partidas sin preocuparle lo más mínimo el decoro patrio, Méjico, Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Nueva Granada, Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú, Bolivia, Chile, Paraguay, Uruguay; vamos, toda la América continental española. No es extraño que la Deuda pública haya aumentado casi dos mil millones de reales. Sin embargo, dicen ciertos rumores que el Narizotas lega a su mujer y a sus hijas sólo en el Banco de Londres quinientos millones de reales, una fortuna escandalosa si se tiene en cuenta que ha sido labrada a costa de la miseria de la Nación.
Blanco Cela intervino a modo de conclusión:
--Así que, muy bien podemos afirmar que Fernando VII ha engañado a sus padres, a sus amigos, a sus enemigos, a sus ministros, a sus esposas, a sus hermanos, a su pueblo…, a todo el mundo. Ha engañado también a la misma muerte, que creyó hacernos felices librándonos de semejante diablo. Y Dios sabe qué nos espera.
--De momento, seguiremos viviendo—dijo el dramaturgo--, haciendo lo que sabemos hacer en espera de una nueva oportunidad. Y ahora que lo pienso, usted dijo que, además de periodista, era poeta, ¿no?
--Bueno, hago lo que puedo para servir a las Musas—dijo con falsa modestia Blanco Cela.
--¿Por qué no nos recita alguna poesía suya?
--Les declamaré una pequeña composición perteneciente a mi próximo libro.
--¡Ah! ¿Así que va a publicar un libro de poesía?—se interesó el ganadero--. Ya decía yo que usted era hombre de alta cultura y bienes suficientes.
--No he dicho que vaya a publicarlo… aún.
--Lo que importa es escribir—dijo el dramaturgo--. Ya vendrá el momento de dar a luz lo escrito. ¿Y cómo se titula su libro si puede saberse?
--"En busca de la gloria".
--Ambicioso título. Eso es lo que buscamos todo, la gloria. Muy bien, excelentísimo servidor de las Musas. Adelante con esa poesía.
Blanco Cela se levantó en trance poético y, ladeando su figura mientras extendía un brazo y ponía los ojos en blanco, recitó:
--“¡Ah!, la gloria…
¡cuánto lucha nuestra historia
por alcanzar sus orillas!
¡Cuántas frágiles barquillas
ha botado la memoria
para cruzar la ilusoria
luz de sus maravillas!”
Tomás Trillo aplaudió a rabiar los versos pronunciados por Blanco Cela, mientras León Lastra se quedaba mirando la madera de la mesa como buscando en ella el misterioso significado del poemilla.
--Es enigmático… y pesimista… y a la vez esperanzador—dijo al fin aplaudiendo también.
En ese momento asomó la cabeza por la puerta el señor Ginés, el posadero.
--Don Ramón de Mesonero Romanos ha llegado—dijo—; le espera en la puerta de la calle con un coche.
--Ya decía yo—dijo el ganadero—que usted debe ser una persona importante. Nada menos que amigo de Mesonero Romanos.
--Sí—asintió el dramaturgo--. Mesonero Romanos. Uno de los escritores más influyentes en el Madrid de ahora. ¡Quién pudiera disfrutar de esa influencia!
--Yo no he tenido nada que ver, les vuelvo a decir. Es sólo la providencia divina—dijo riendo cínicamente Blanco Cela--. Seguiremos hablando—añadió dirigiéndose a la salida--. Vamos, si ustedes no tienen inconveniente.
--Lo haremos con mucho gusto—contestó por los dos Tomás Trillo.
Mientras Blanco Cela cruzaba el recibidor de la fonda vio a Paulita, la hija del dueño, una joven risueña y muy guapa que le saludó al pasar camino de la escalera de las habitaciones. El poeta, francamente impresionado por la belleza y simpatía de la muchacha, le devolvió el saludo y salió a la calle sin dejar de pensar en su espléndida figura. Allí estaba el coche de alquiler, una de cuyas plazas estaba ocupada por Mesonero Romanos, que le invitó a subir. Así lo hizo Blanco Cela, que ocupó el asiento frontero al escritor. Éste le dio la mano en señal de saludo y luego dijo:
--Perdone por el retraso, pero la muerte del Rey me ha hecho cambiar de planes. Ya sabe que murió ayer, ¿no?—Se dirigió al cochero:-- Puede partir.
El coche, que estaba mirando hacia la Plaza Mayor , reinició su marcha. Mesonero dijo:--Pues como le iba diciendo, el fallecimiento del Monarca me ha retrasado un poco el orden del día. Pero vamos a ello.
--Y ahora, ¿qué pasará?—preguntó Blanco.
--¿Se refiere a España? Son tiempos malos—dijo Mesonero--. Se ha abierto el testamento del Rey, otorgado en Aranjuez el 12 de junio de 1830 y, con arreglo a sus cláusulas, la reina María Cristina se encargará de la Regencia y Gobierno del Reino hasta que la infanta Isabel cumpla la edad de dieciocho años. Se presenta muy incierto el futuro de María Cristina como defensora del partido liberal. La Regente y los representantes del partido deben unir sus fuerzas contra el enemigo común, que es ahora el Infante don Carlos María Isidro.
--¿Es cierto lo que dice el pueblo del Rey que acaba de morir?
--Sea lo que sea, está en su derecho. Hay que reconocer que, además de feo, ya sabrá usted que lo llamaban hasta ayer “Ese narizotas, cara de pastel”, Dios nuestro Señor lo hizo envidioso, astuto y sin escrúpulos. Para que se haga una idea, le expondré un ejemplo. Su tercera esposa, antes de fallecer a los veintiséis años de unas fiebres malignas en Aranjuez a los diez años de haber contraído matrimonio con el déspota, se había dedicado en los últimos tiempos a regalar los oídos de su esposo con unos poemas tan malos y ripiosos, que nada más morir ella, el Rey estalló de rabia diciendo que estaba hasta ahí de versos. Y aún hizo más, el mismo año del fallecimiento de su esposa, se casó en Aranjuez con su sobrina María Cristina de Borbón y Borbón, la que es desde hoy la Reina Regente.
--Dicen que eran muy guapa.
--Sí y, por lo visto, muy ardiente. María Cristina era hermosa en su conjunto. Los pintores retratistas así lo atestiguan, y yo, que la conocí también por entonces, doy fe de ello. De cabello castaño, ojos pardos y expresivos, mostraba una boca graciosa siempre abierta a la sonrisa.
--¿Y el Rey difunto?
--El Rey tenía entonces cuarenta y cinco años, pero estaba muy desgastado por sus excesos de todo tipo, ya me entiende; sufría además un sinfín de calamidades físicas: gota, retención de orina y hasta una hernia. Según los más cercanos, el agotado monarca, que más bien parecía un anciano, no hacía más que quejarse de haber malgastado sus energías de tal modo que sus fuerzas viriles ya no eran las de antes, pero que aún así, seguía cumpliendo en la cama. Ya me entiende.
Blanco Cela asentía sonriendo.
--A María Cristina, a quien, por lo visto le gustaba participar del juego del amor, la llamaba el difunto Rey “mi pichona”. Ahora en serio, la salud de Fernando VII preocupaba a los liberales, mientras que a los absolutistas les parecía horrible el nuevo enlace matrimonial del Rey, habida cuenta de que habían puesto su esperanza en que su hermano, Carlos María Isidro, que era conocido por su fanatismo religioso y su odio a la Masonería , accediese al trono de España. Pronto comprobamos que la reina tenía ideas liberales, influyendo notablemente en su esposo y, en general, en la política. Y eso lo vimos en la reapertura de las universidades y en algunas muestras de amnistía para los que habían sido perseguidos, desterrados o encarcelados anteriormente. Le cuento todo esto porque quiero que entienda lo que pueda pasar a partir de hoy no sólo en Madrid, sino también en todo el Reino.
Blanco Cela seguía con atención las explicaciones de Mesonero.
--Se refiere a los problemas que puede plantear la sucesión—dijo.
--No hay que descartarlos. Claro que no. Durante estos últimos años de reinado de Fernando VII más de una vez se planteó el asunto de su sucesión. No olvide que desde 1713 estaba vigente la Ley Sálica , que promulgó Felipe V y que impedía el acceso de las mujeres al trono. Recuerde también que, para acabar con esa ley, en 1789 a petición de Carlos IV las Cortes aprobaron una Pragmática Sanción que la derogaba, si bien no se publicó hasta 1830, justo cuando Fernando VII supo que su nueva esposa estaba embarazada.
--De este modo—dijo Blanco Cela-- se restablecía la tradición española, que se había iniciado, creo, en Las Partidas de Alfonso X el Sabio, ¿no?
--Así es—asintió Mesonero--. Tras el nacimiento un tiempo después de la princesa Isabel, se formó en la corte un grupo de carlistas para defender la sucesión en el trono del hermano de Fernando VII, don Carlos María Isidro de Borbón, negando la referida Pragmática. Y al nacer, fruto del cuarto matrimonio de Fernando VII, la infanta Luisa Fernanda, aumentó el grado de oposición del infante don Carlos, influido por su esposa María Francisca, que sentía hacia María Cristina un odio exacerbado, a reconocer a su sobrina Isabel como sucesora en el trono español. Y el año pasado, al caer el Rey en La Granja gravemente enfermo a causa de la gota, varios cortesanos carlistas convencieron al ministro Calomarde, titular de Gracia y Justicia, para que obligase al Soberano a firmar un Decreto derogatorio de la Pragmática Sanción , para hacer de nuevo vigente la ley Sálica.
--Y lo hizo.
--Sí y no. Pues aunque Calomarde, en presencia de otros ministros, logró que el Rey trazara en el documento un garabato ilegible, cuando el Monarca se recuperó momentáneamente de su dolencia, comprendió el alcance de lo que había hecho. Menos mal que la Reina , tras ojear el original de la derogación de la Pragmática , lo arrojó a las llamas de la chimenea. Los que estaban allí dicen que Calomarde intentó rescatar el documento de las llamas, pero que María Cristina se lo impidió propinándole una regia bofetada. A lo que respondió el ministro con la frase que todo Madrid sabe: “Señora, manos blancas nunca ofenden”. Sin embargo, a estas alturas, según he podido averiguar, el infante Don Carlos prepara la insurrección carlista, y todos los indicios apuntan a que será Portugal el punto de partida.
--Debieron ser horribles esos momentos de la grave enfermedad del Rey—dijo Blanco Cela echando un vistazo a la calle para ver por dónde marchaba la calesa--. Y valiente el temple de la Reina para intentar conciliar las partes litigantes
--Hubo de todo. Con motivo de la enfermedad del Rey se formó un equipo de médicos bajo el mando del Doctor Pedro Castelló y Ginestá, que era de ideas liberales y había sido encarcelado en 1824 por el régimen absolutista de Fernando VII. Ante la gravedad de la enfermedad real fue excarcelado y conducido a Palacio, para que curara al Monarca. Y en poco tiempo lo consiguió. El Rey lo primero que hizo fue destituir a Calomarde, que marchó al destierro, mientras que su sucesor, Cea Bermúdez, ponía la Pragmática nuevamente en vigor.
Mesonero Romanos, que desde hacía un rato había advertido el nerviosismo de su acompañante por saber adónde iban, detuvo su narración para decirle que no se preocupase, que en unos minutos llegarían al primer punto del recorrido de aquel día. Luego añadió:
--Como le iba diciendo, tras la momentánea recuperación del Rey, le sobrevinieron nuevos achaques y cada cual más grave, hasta el punto de que había noches que las pasaba recostado en un sillón, por el asma que padecía y le hacía sentir que le faltaba el aire. Aunque tampoco le dejaban descansar un segundo la gota y la hidropesía. Hasta ayer. Y la cosa es que se despertó muy temprano, rezó sus oraciones, vio a sus hijas y habló largo rato con María Cristina sin que los achaques consabidos le acosaran sobremanera; almorzó sin apetito, eso sí, ya que la enfermedad se lo había robado, y durmió una breve siesta. Se despertó de ella más cansado que nunca y se reanimó con una copa de vino que le sirvió su misma esposa. Luego los médicos lo examinaron y descubrieron que tenía inflamada la mano derecha, por lo que le aplicaron dos cantáridas en el pecho y dos más en los pies. Pero ese procedimiento no le sirvió de nada pues casi todo seguido sufrió el Rey un ataque de apoplejía tan fulminante, que a los pocos minutos le sobrevino la muerte.
--Y ahora, la guerra, ¿no? Y todo por la cuestión dinástica—dijo Blanco Cela mirando entre impaciente y nervioso a un lado y a otro de la calle al rodar del coche.
--Ya llegamos—dijo Mesonero Romanos para calmarlo--. Y en cuanto a lo que acaba de decir, la cuestión sucesoria no es la única razón para que estalle el conflicto. Tras la Guerra de la Independencia , Fernando VII abolió la Constitución de 1812, pero tras el Trienio Liberal no volvió a restaurar la Inquisición , que era lo que pretendían los seguidores del Infante don Carlos; es más, en estos últimos años de su reinado ha venido permitiendo algunas reformas para atraerse a los sectores liberales, cuya máxima pretensión ha sido siempre igualar las leyes y las costumbres en todo el territorio del Reino eliminando los Fueros y cualquier tipo de normativa particular. Me imagino que el campo y las pequeñas ciudades del País Vasco y Navarra apoyarán mayoritariamente al pretendiente Carlos debido a su tradicionalismo foral, gracias al apoyo que le dio el bajo clero local. En cuanto a Aragón y Cataluña, supongo que harán algo parecido pues verán en esta coyuntura una estupenda oportunidad de recuperar sus derechos forales, que perdieron en la Guerra de Sucesión Española, mediante los Decretos de Nueva Planta. La incógnita mayor está en la actuación de la jerarquía eclesiástica.
Mesonero Romanos detuvo aquí su charla a la vez que el coche hacía lo mismo.
--Ya hemos llegado—dijo.
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