lunes, 16 de abril de 2012

Un relato de los setenta

El gaucho de la costa (3)

De gauchos y Garcilaso de la Vega

--Encontré a la muerte de cara y le canté la letra del gaucho que esgrime el cuchillo para defender su vida por todos los medios-- empezó una tarde sabatina a recitar el Creador cuando le tocó el turno de hacerlo--. La dama negra retiró el velo de su carcomida cara y sus dientes castañetearon en una risa infernal. Sus palabras estallaron como bombas: ¿Qué pretendes, insensato mortal? De un simple soplo podría borrarte de mi vista como la luna bajo los celajes oscuros de la noche. No me amedrenté. Esto fue lo que dije: Mis versos pueden más que tus deseos. Sólo con decir que te derroto con el futuro eterno de las palabras, quedarías vencida totalmente. Me llevarías contigo hacia las sombras silentes del más allá. Pero quedarían grabadas en el sol del cada día, del más acá ya siempre, mis palabras rimadas. Y luego lo escribí. Y quedaron grabadas para siempre mis palabras.



El Creador tenía un don especial para conocer al instante a las personas que aparecían por la tertulia de Moraleja. Tras oírles decir las primeras palabras sabía cuáles eran sus gustos poéticos. Eso lo comprobé yo misma durante varios meses. Pero falló con Montes, oficial de prisiones y aficionado a la poesía de Garcilaso y a los endecasílabos musicales y eufónicos del poeta paladín de la corte de Carlos V. A las primeras de cambio, dijo que Montes era un poetastro que no hacía daño ni a las moscas con sus burdas imitaciones garcilasistas. Lo que no sabía el Creador era que el recién aparecido en la tertulia de Moraleja perseguía una sola intención, quería llevar a cabo un trabajo que nada tenía que ver con la poesía, ni con la suya propia ni mucho menos con la que había en “Pálida” o “Griterío”, los dos poemarios publicados hasta el momento por P. Júcar.


--La poesía es como el sol-- decía el Creador como engolado--: no tiene cuerpo, pero está en todas partes. La luz y el calor de las palabras atraviesan montañas y vadean mares; besan de frente los misterios más hondos y, humanos, se deslizan por entre las calles. El escultor extrae de la piedra lo que ya en ella había; nosotros los poetas extraemos de la palabra lo que en ella no había, lo que le faltaba: una nueva significación, un brillo diferente. En la tarea de la creación poética no hay juego: sólo trabajo; trabajo que unas veces apasiona y otras cansa y duele. El poema nace así como fruto o resultado final de un trabajo del poeta: la materia prima son las palabras; las herramientas, su talento y un poco de sensibilidad. Lo que diferencia a los dioses de nosotros los poetas en la labor de creación es que aquéllos no están sujetos al tiempo ni al espacio; sólo eso.

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