LA MUSA MUERTA
Es la tarde noche de un día de otoño de mil novecientos sesenta y tantos. Desde el tren contemplé un paisaje totalmente blanco, como cubierto con una extraña mortaja: los caminos, los árboles, las viñas parecían encalados en un acto de broma imperdonable. Una fábrica de cal, aparecida de repente al borde de la vía, me lo explicó todo. Bajé en la estación siguiente. En el andén descubrí a mi amigo el pintor, que me había invitado a pasar un par de días en su casa. Lo vi más delgado que nunca, con la barba sin afeitar y los ojos hundidos en sus cuencas.
--Por fin estás aquí—me dijo con una voz temblorosa y ronca que no reconocí--. Desde que oí tu voz por teléfono diciéndome que acudirías en mi auxilio hasta este momento, apenas he descansado un minuto.
Y me abrazó como quien se coge a un clavo ardiendo. Luego cogió mi mochila y empezó a andar delante de mí para indicarme el camino. Pasamos por delante de la iglesia del pueblo y llegamos a una pequeña explanada donde se levantaba un edificio que, según las palabras de mi amigo, sólo se habitaba en época veraniega.
--Ahí está mi guarida—añadió.
Antes de entrar en la finca, descubrí detrás del edificio una tapia blanca sobre la que asomaban sus cabezas apuntadas unos cuantos cipreses, por lo que deduje que aquello debía de ser el cementerio del pueblo. No pude evitar un escalofrío.
Silencio y helor fueron las dos sensaciones que viví nada más entrar en el edificio de apartamentos. No sé por qué me vino a la mente la idea de encontrarme en el interior de un panteón. Además, a la luz blanquecina del fluorescente del ascensor en que subíamos hacia el piso de mi amigo, su cara pálida me recordó la de un cadáver. Le sonreí al descubrir que me miraba y me contestó con una mueca inexpresiva.
--Gracias de nuevo por haber venido—dijo mientras ponía los ojos en blanco y el peso de la mochila lo echaba hacia atrás hasta chocar con la pared del ascensor.
--¿Estás enfermo?—le pregunté con verdadera aprensión.
--Debe de ser que no como desde hace días. Pero eso no es lo que me preocupa. Es la obra, la musa, la creación…
El ascensor se paró en la tercera planta. El ruido de las puertas al abrirse resonó en el edificio como el rugido de un extraño animal. Mi amigo abrió la puerta 3 del rellano y me invitó a pasar mientras daba la luz. Un espectáculo de ultratumba se ofreció a mi vista colgado en las paredes de la entrada y el comedor. Eran lienzos a medio pintar cuyos motivos pictóricos no dejaban lugar a dudas. Tibias blancas formando letras sobre fondos azules, esqueletos cuyos huesos color siena aparecían desperdigados sobre un mar oscuro, calaveras blanquecinas riendo con tanta fuerza que las mandíbulas inferiores habían saltado de su articulación, mujeres de piel amoratada fornicando con muertos grises junto a fosas cuyas bocas rojas aparecían escandalosamente abiertas, cruces amarillas pobladas de cráneos azules, la típica imagen medieval de la muerte llena de harapos sucios y repugnantes, armada de guadaña y flanqueada por filacterias amarillas con letreros esotéricos…
Evidentemente, mi amigo estaba pasando por un momento de excitación funeral. Y las obras dejadas a medias indicaban además su situación de sequía creativa, tal como me había expuesto en la carta de días atrás. No sabía muy bien qué podía hacer yo para ayudarle, pero allí estaba, en aquel apartamento de la muerte.
Tras acompañarme sin decir una palabra por la incompleta exposición de sus pinturas, me llevó hacia su estudio. Por todas partes, en las paredes, apoyados sobre ellas y depositados encima de las sillas y el resto del mobiliario, había más lienzos sin acabar y con los mismos temas macabros anteriores. Les eché una mirada y luego me volví hacia mi amigo, que, con un gesto de brazos caídos, me indicaba su desolación.
--Ya ves –añadió con aquella voz salida del más allá--. Eso es todo lo que puedo hacer. Pero no me basta. Busco algo que me libre del hechizo de la inactividad. Algo que me abra nuevos caminos.
Y se dirigió hacia la mesa central repleta de cuadros y utensilios de pintar. Retiró unos cuantos y puso a la vista una caja de cartón de dimensiones considerables. Extrajo de ella una cartulina, que me enseñó mientras me explicaba lo que había dibujado en ella.
--Es un boceto sobre el poema de la flor del cementerio. ¿Recuerdas?
Yo asentí mientras le echaba un vistazo. Allí había un cráneo medio enterrado y de una de sus cuencas vacías brotaba una flor enorme, en cuyos pétalos mi amigo había escrito alternadamente las palabras “vida” y “muerte”. Y mientras yo recordaba el poema a que se refería, mi amigo me dijo que pese a todos los esfuerzos que había hecho hasta el momento no había logrado empezar el cuadro que quería pintar a partir del dibujo.
--Tú lo que necesitas es una calavera—le dije de pronto sin llegar a entender por qué se lo había dicho. Pero la suerte estaba echada y no había marcha atrás, por lo menos de momento.
--¡Una calavera! –exclamó llenándosele los ojos de un brillo nuevo.
--Si no quieres…--dije para intentar enmendar mi propuesta.
Pero no me dejó terminar mi argumento.
--Sí, sí, una calavera. ¡Qué idea más ocurrente! No sé cómo no he pensado en ello, teniendo el cementerio tan cerca.-- Ahora sí que no había posibilidad de volver atrás. Vi a mi amigo más feliz que nunca, como si se hubiera librado de una situación excesivamente embarazosa--. ¿Y qué debo hacer con ella? ¿Besarle en la boca y ponerle en cada cuenca una flor?
Me acababa de desconcertar.
--No hay que llegar a tanto—le dije cada vez más sorprendido de mis palabras--. Bastará con que la traigas a casa, la limpies cuidadosamente y te la pongas delante, en la mesa, con los ojos fijos en ti, y sin dejar de mirarla. Así te familiarizarás con una calavera de verdad y te será más fácil romper el hechizo que te impide ponerte a pintar ese cuadro que quieres. El cráneo, rescatado de la tierra inmunda en que ha estado enterrado y limpiado con ternura por ti como si fuera algo tuyo, te servirá de talismán contra los seres infernales. Eso sí, en ningún momento debes dejar de recitar el poema hasta un total de treinta y tres veces, hasta que de tanto repetirlo, las palabras vayan perdiendo su significado más literal.
“¡Pobre flor! ¡Qué mal naciste!
¡Qué funesta fue tu suerte,
que al primer paso que diste
te encontraste con la muerte!”
Etcétera.
El pintor me miraba con ojos de loco y yo empezaba a arrepentirme de haberle proporcionado esa idea. Pero, como ya he dicho, no me dio tiempo a rectificar. Y dejando la cartulina en la caja, me espetó como poseído por una fuerza infernal:
--¿A qué esperamos? Vamos a hacerlo.
Y me agarró del brazo y tiró de mí hacia el exterior del estudio. En pocos segundos me vi bajando la escalera de la calle tras él, mientras no dejaba de preguntarme si a mi amigo no le había afectado el juicio su larga sequía creadora y también si el ánimo desquiciado del pintor había empezado a influir en el mío.
La noche, con toda su parafernalia de ocultismo y misterio, se abatía inexorablemente sobre nosotros y lo que íbamos a hacer. Rodeamos la tapia del cementerio hasta la verja de la entrada. Para nuestra suerte vimos que sus dos hojas de hierro estaban entreabiertas, y sólo las mantenía unidas una cadena con varias vueltas y su correspondiente candado. No nos fue nada difícil abrirlas hasta permitir el paso de un cuerpo humano entre ellas. Mientras entrábamos en el cementerio, el viento frío del otoño traía hasta nosotros un rumor casi mágico de las peladas viñas de los alrededores. Lo demás era silencio y soledad; sólo la cruda luz de la luna acompañaba al solitario camposanto. Atravesamos la zona de tres o cuatro panteones de ilustres familias del pueblo y llegamos hasta un pequeño campo de hierbajos tan altos que nos llegaban casi a la cintura.
--Éste era el lugar donde enterraban hasta hace poco a los suicidas—dijo el pintor--. Al fondo se halla la fosa común, junto al rincón de la tapia.
Caminamos unos pasos hacia el lugar indicado y descubrimos un gran boquete abierto al borde del suelo. Al claror de la luna vimos un montón de huesos, mezclados sin orden ni concierto, que se perdían en declive hacia la oscuridad del fondo.
El pintor apartó unos cuantos huesos, que rodaron hacia abajo con un ruido hueco y acusador, y se levantó portando entre sus manos un cráneo que enseguida me mostró enfebrecido por las circunstancias.
--Éste me parece perfecto, ¿no crees?—dijo mientras se disponía a envolverlo en uno de los trapos que solía emplear cuando pintaba.
Vi que era una calavera pequeña, probablemente de una mujer o acaso de un niño y, vivamente impresionado, le animé a envolverla pronto para abandonar lo antes posible aquel lugar.
Desanduvimos el camino hasta la verja, yo con un miedo atroz en el cuerpo y mi amigo con una risilla loca entre los labios, y una vez fuera del sagrado recinto, a punto de torcer la esquina de la explanada de las casas, totalmente arrepentido de haber incitado a mi amigo a llevar a cabo aquella descabellada idea, le pregunté:
--¿Y ahora qué?
No dejaba de reír ni de acariciar el trapo que envolvía la calavera.
--¿Qué quieres decir?—se detuvo un momento a la luz de la única farola que había en la explanada y vi que los labios le temblaban de ansiedad.
--Nada. Sólo quiero saber qué harás con la calavera?
--Exactamente lo que tú dijiste. Limpiarla, mimarla y colocarla en un lugar destacado del estudio para que me mire fijamente y su influjo benefactor logre que nada ni nadie me impida realizar mi mayor deseo: pintar la flor brotando de la calavera.
Yo le escuchaba y no daba crédito a mis oídos. La noche era total y un silencio de sepulcro, nunca mejor dicho, se cernía sobre la solitaria y vacía población de manera descarada y agresiva, logrando que el estado de mi ánimo se volviera triste y temeroso.
A todo lo que se me caía encima se le añadió el primer cosquilleo de hambre que vino a visitarme de improviso el estómago desde que a media mañana comiera un bocadillo en el bar de la estación de mi ciudad de origen. Sin embargo, cuando algo más tarde en el estudio de mi amigo lo vi tan abstraído en su trabajo de limpiar la calavera, se me quitó de golpe el apetito para dar paso a otra sensación de angustia, promovida sin duda por un sentimiento de culpa. Pero las cosas seguían su curso y al cabo de un buen rato, sobre la mesa aparecía el cráneo brillante y reluciente, si bien durante la faena de limpieza se le había desgajado el maxilar inferior, que descansaba al lado de un bote de pinceles. Muy cerca había un frasco de trementina, casi en las últimas, y varios trapos y algunas espátulas mostrando restos de la suciedad, tierra y grumos de sustancia indefinible que habían estado adheridos a las paredes y recovecos de la calavera.
Como el pintor parecía no percatarse de mi presencia, le pregunté cómo iba la cosa.
--Ya casi está—respondió sin girarse--. ¡Lástima que la mandíbula se le haya desprendido! La fijaré con dos clavitos y así tendrá una risa eterna. He doblado alguna espátula mientras le raspaba la suciedad de las cuencas, pero por fin he conseguido que la mirada le quede perfecta y eterna también. Enseguida acabo y nos ponemos a comer alguna cosa.
Yo ya no sabía qué decir. Estaba totalmente anonadado ante la impasibilidad de mi amigo. A la vista estaba que era ya imposible hacerle cambiar de idea. Así que me limité a preguntarle dónde iba a colocar la calavera.
Entonces el pintor se giró para mirarme con ojos de brillo intenso, desconocido, como si hubiera cambiado de personalidad.
--En cualquier sitio—respondió acompañándose de un gesto difuso que apuntaba a todas partes y a ninguna. Luego cogió entre sus manos la brillante calavera, la levantó a la altura de sus ojos y empezó a mirarla con fijeza. Finalmente, acercó sus labios como para besarla y dijo:
--Ahora voy a besar a mi musa del más allá. Tú gira la vista si no quieres ver el beso de la muerte.
Invadido de una agobiante aprensión, le obedecí. Evidentemente, ambos habíamos dejado que las cosas se nos fuesen de las manos, y eso ya no tenía remedio.
Sin darse un respiro, mi amigo extrajo de la caja de cartón la cartulina con el dibujo de la flor brotando de un ojo de la calavera y la puso de pie apoyándola en una maleta de pinturas abierta. Luego quitó de un caballete de pie el lienzo a medio pintar que lo ocupaba y colocó en su lugar un lienzo en blanco. Todo parecía indicar que se iba a poner a pintar el cuadro que lo tenía obsesionado.
Consulté disimuladamente mi reloj de muñeca y vi que ya era hora de que nos fuéramos a dormir, al menos yo, que estaba molido después del día que me había dado.
--¿Por qué no lo dejas para mañana?—le pregunté no muy convencido de hacerle mudar de propósito.
Para mi sorpresa, dejó todos los bártulos a un lado y dijo en un tono sereno:
--Tienes razón, con la luz del alba las musas muertas vuelven a la vida, y la mía vendrá a visitarme.
Y nos fuimos a dormir deseándonos feliz descanso hasta la mañana siguiente. Pero, una vez que me metí en la cama, empecé a sentir una extraña sensación, que ya no era sólo la del sentimiento de culpa anterior, sino de claustrofobia. Aunque parezca una extravagancia, me parecía estar tumbado en el nicho de un panteón, bien metido y amordazado en mi ataúd. Pero a la vez era capaz de ver flotando sobre mí la calavera de mujer o de niño que habíamos robado del osario del cementerio hacía pocas horas, mirándome fijamente. Casi simultáneamente descubrí proyectada en la pantalla luminosa de mi cerebro la escena de un fraile velando el cadáver de una cortesana lujosamente vestida, a la que terminaba dedicando estos versos:
“Esa seda que relaja
tus procederes insanos,
es obra de unos gusanos
que labraron su mortaja.
También la región más baja,
la tuya, han de devorar.
¿Por qué, pues, te has de jactar,
ni en qué tus glorias consisten
si unos gusanos te visten
y otros te han de desnudar?”
Sudando abundantemente y presa de una excitación extraordinaria, di la luz y me incorporé en la cama.
En ese momento oí que mi amigo en la habitación contigua profería un grito espeluznante. Me puse las zapatillas y acudí a ver qué le pasaba. Lo encontré sentado sobre el lecho, temblando de pies a cabeza y con los ojos desorbitados.
--Acabo de tener una pesadilla horrible—me dijo jadeando--. La calavera del estudio recobraba la vida y, riendo a carcajada limpia, venía a besarme.
--¿Ves? La pobre quiere devolverte el beso que tú le diste—le dije sorprendido de mis propias palabras--. O tal vez algo peor.
--¿Algo peor? Vamos, no me jodas.
--Nunca se sabe. En mi infancia oí un relato estremecedor en el que un hombre y una mujer, que habían robado las asaduras de un muerto para comérselas, eran horriblemente arrastrados hasta el cementerio por el difunto en cuestión, como castigo por lo que le habían hecho.
--No me estarás contando todo esto para convencerme de que devuelva el cráneo al cementerio, ¿verdad?
--Pues ahora que lo dices, no sería mala idea –por primera vez después de mucho tiempo volvía a comportarme con cordura--. Desde que esa calavera se halla aquí en tu casa, compartiéndola con nosotros, me encuentro mal, y tú no debes de estar mucho mejor que yo. No hay nada más que verte.
--¡Tonterías! Esto sólo ha sido un mal sueño. En cuanto se me pase sus efectos, volveré a dormirme como un niño. Anda, vuelve a la cama y duerme tú también.
Entonces el viento, que hacía un rato había empezado a arreciar, golpeó con fuerza la contraventana y casi simultáneamente se dejó oír en el estudio vecino un ruido seco como de un objeto que se rompe al caer al suelo. El pintor, como empujado por un irrefrenable resorte, se tiró de la cama y salió corriendo hacia el estudio mientras un “¡NOOOOO!” prolongado y angustioso brotaba de su boca. Salí en pos de él y, al entrar en el estudio, el espectáculo que se ofreció a mis ojos me dejó paralizado. A poca distancia de los pies de la mesa central yacía en el suelo, rota en tres pedazos, la pequeña calavera. Y a su lado, de rodillas, con los ojos desencajados, el pintor contemplaba desconsoladamente el destrozo, como una estatua viva del dolor y la desolación. Rápidamente eché un vistazo a mi alrededor y descubrí la causa del desastre: al parecer, por la ventana, abierta de par en par, había irrumpido violentamente el viento y había derribado los botes de la mesa y éstos, en su caída, habían hecho rodar la calavera hasta el suelo. Luego me acerqué a mi amigo para intentar consolarle. Fue en vano. Parecía un alma en pena. Entre gemidos fue recogiendo los tres trozos de la calavera y los envolvió en un trapo junto con el maxilar inferior que, milagrosamente, había permanecido sobre la mesa. Luego, mientras miraba al exterior por la ventana del estudio y su mano apuntaba al cementerio, sus labios se abrieron para proferir la siguiente frase una y otra vez:
--Quiere volver allí, quiere volver allí, quiere volver allí…
A todo esto, el viento había vuelto a su reposo y en la casa reinaba un silencio total, como el que se vive momentos antes de ocurrir algo muy importante, una declaración de amor, un perdón, un nacimiento, una muerte.
El pintor, con su envoltorio en la mano, parecía un niño dispuesto a llevarle un regalo exquisito a una persona ilustre. Estaba como ausente y ya no decía nada. Sólo se limitó a caminar como un autómata hacia la puerta. Le seguí convencido por primera vez de que por fin el túnel donde nos encontrábamos empezaba a mostrar al fondo la pequeña luz de la salvación.
El silencio de la noche, completamente cerrada, amordazaba todos los rumores del solitario pueblo, las hojas secas, los ladridos de los perros, el chirriar de alguna veleta… Bajo la oscuridad los dos caminábamos con una misma y clara resolución: devolver aquellos huesos al sitio de donde nunca debieron salir. Yo oía, junto a los latidos insistentes de mi propio corazón, la frase que iba repitiendo mi amigo como en una triste salmodia mientras acariciaba el envoltorio que llevaba en las manos:
-- Quiere volver allí, quiere volver allí, quiere volver allí…
Entramos en el cementerio por el mismo sitio que la vez anterior. Esta vez me quedé enganchado entre las dos hojas de hierro de la verja. Fue sólo un momento, pero me angustié más de lo debido, sin duda porque mi amigo había seguido su camino sin percatarse de lo que a mí me estaba pasando. Cuando me liberé del abrazo de hierro, ya no veía a mi amigo por ningún sitio. Los cipreses cabeceaban sobre los panteones. Con más miedo que vida, caminé hacia donde creía que estaba la fosa común para reunirme lo antes posible con mi amigo. Tardé en llegar porque había ido tanteando con la punta del pie el terreno que pisaba para no tropezar con el caballón desnudo de alguna sepultura. Allí estaba, arrodillado junto a la boca del osario. Me arrodillé a su lado. En ese momento se disponía a desliar el envoltorio.
--Deja que te ayude—susurré.
El pintor accedió. Desatamos entre los dos el trapo que envolvía los fragmentos de la calavera y luego los depositamos suavemente sobre los demás huesos. Una lechuza emitió su canto lúgubre escondida en un ciprés cercano. Miramos al unísono hacia el lugar.
--Acabemos—dije con trémula voz.
El pintor no dijo nada al respecto, sino que, para extrañeza mía, empezó a rezar un padrenuestro con un fervor irreconocible. Le acompañé de buena gana hasta el final de la oración y luego nos persignamos como dos devotos arrepentidos.
Después volvimos a casa. La noche era ya una gran mancha de tinta negra que impedía ver lo demás. Sólo el farol de la esquina de la explanada suspendía en el aire un cono de luz amarillenta. Al pasar bajo él, descubrí una tímida sonrisa en los labios de mi amigo.
--Es el ojo de Dios—dijo enigmáticamente.
--¿El qué?
--Esta luz. Es el ojo de Dios, que hasta en las tinieblas observa atento cuanto sucede en el mundo. A Él nada se le escapa.
Fue entonces cuando comprendí que mi amigo estaba en paz y que algo en su interior había cambiado sustancialmente.
Ya dentro de casa no volvimos a la cama. ¿Para qué? Nos embargaba una tranquilidad inmensa. Así que nos pusimos una bata cada uno y nos encaminamos al estudio. Sobre el suelo oscuro del pasillo se proyectaba el cuadro de luz de la puerta de aquél, como un lienzo en blanco que esperaba ansioso al pintor. Allí entramos como en un santuario y, sin previo acuerdo, empezamos a poner en orden cuanto el viento había trastocado. Después el pintor, con el rostro sereno, me dijo, mientras preparaba de nuevo los útiles de pintar:
--Ahora sí estoy preparado para realizar ese cuadro.
Sus palabras me llenaron de gozo, y, mientras trazaba con una seguridad absoluta unas líneas con carboncillo sobre la tela nueva del caballete, yo me coloqué a una distancia prudente para asistir a lo que parecía la resurrección artística de mi amigo. Las líneas que dibujaba iban tomando forma con una soltura prodigiosa. A los pocos minutos ya se veía en el lienzo lo que sería el tema del cuadro futuro: una flor abierta que brotaba de una de las cuencas vacías de un cráneo semienterrado.
Sin apenas transición, el artista cogió una paleta limpia y sobre ella dispuso en arco varios montoncitos de óleo, llenó las aceiteras de barniz y trementina y, armándose de un juego de pinceles y un trapo para irlos limpiando, se puso junto al caballete y empezó a aplicar la pintura en el lienzo con un acierto y una seguridad tales que parecía que tenía en la retina el cuadro ya concluido. Enfrascado en la labor creadora, dijo:
--Ahora lo veo claro. Ahora sé incluso qué colores debo ir poniendo en cada sitio. ¿Me oyes?
Asombrado de la virtuosidad de mi amigo, apenas encontré voz para contestarle. El artista, metido de lleno en su fervoroso acto de creación, continuaba explicando el gozo que experimentaba pintando:
--Es como si estuviera viendo, superpuesto sobre el lienzo, el cuadro ya terminado y sólo tuviera que ir rellenando de color la superficie señalada. Es una sensación casi divina. Ni te lo puedes imaginar. Ahora sólo me falta, para ser el hombre más feliz sobre el planeta, que me recites el poema como tú sabes.
No podía creerme lo que estaba viviendo. En plena noche y después de todo un día de trasiego y fatigas, no notaba cansancio ninguno. Dentro de pocas horas volvería a amanecer y estaba en condiciones de poder asegurar que tanto mi amigo como yo estábamos viviendo una nueva vida. Así pues, transfigurado también por las circunstancias, recité lo mejor que pude:
--“¡Pobre flor! ¡Qué mal naciste!
¡Qué funesta fue tu suerte,
que al primer paso que diste
te encontraste con la muerte!
Respetarte es cosa triste,
arrancarte es cosa fuerte,
mas dejarte con la vida
es dejarte con la muerte.”
Acabé de recitar el poema y mi amigo su cuadro. Guardó la paleta y los pinceles, se limpió las manos y, retirando de una silla el lienzo a medio pintar que la ocupaba, se sentó en ella para contemplar a gusto la obra que acababa de terminar y que abría una nueva etapa en su creación. Era una pintura maestra, limpia y redonda. Allí estaba la calavera blanca, con sus ojos fijos y oscuros temblando de miedo ante la flor que brotaba triunfante de uno de ellos. Se me ocurrió un haikú:
“La calavera:
ojos que expulsan ciegos
la musa muerta.”
Me giré para contarle a mi amigo la ocurrencia del haikú, y descubrí que estaba plácidamente muerto, con los ojos extasiadamente vidriados ante su pintura.
Es la tarde noche de un día de otoño de mil novecientos sesenta y tantos. Desde el tren contemplé un paisaje totalmente blanco, como cubierto con una extraña mortaja: los caminos, los árboles, las viñas parecían encalados en un acto de broma imperdonable. Una fábrica de cal, aparecida de repente al borde de la vía, me lo explicó todo. Bajé en la estación siguiente. En el andén descubrí a mi amigo el pintor, que me había invitado a pasar un par de días en su casa. Lo vi más delgado que nunca, con la barba sin afeitar y los ojos hundidos en sus cuencas.
--Por fin estás aquí—me dijo con una voz temblorosa y ronca que no reconocí--. Desde que oí tu voz por teléfono diciéndome que acudirías en mi auxilio hasta este momento, apenas he descansado un minuto.
Y me abrazó como quien se coge a un clavo ardiendo. Luego cogió mi mochila y empezó a andar delante de mí para indicarme el camino. Pasamos por delante de la iglesia del pueblo y llegamos a una pequeña explanada donde se levantaba un edificio que, según las palabras de mi amigo, sólo se habitaba en época veraniega.
--Ahí está mi guarida—añadió.
Antes de entrar en la finca, descubrí detrás del edificio una tapia blanca sobre la que asomaban sus cabezas apuntadas unos cuantos cipreses, por lo que deduje que aquello debía de ser el cementerio del pueblo. No pude evitar un escalofrío.
Silencio y helor fueron las dos sensaciones que viví nada más entrar en el edificio de apartamentos. No sé por qué me vino a la mente la idea de encontrarme en el interior de un panteón. Además, a la luz blanquecina del fluorescente del ascensor en que subíamos hacia el piso de mi amigo, su cara pálida me recordó la de un cadáver. Le sonreí al descubrir que me miraba y me contestó con una mueca inexpresiva.
--Gracias de nuevo por haber venido—dijo mientras ponía los ojos en blanco y el peso de la mochila lo echaba hacia atrás hasta chocar con la pared del ascensor.
--¿Estás enfermo?—le pregunté con verdadera aprensión.
--Debe de ser que no como desde hace días. Pero eso no es lo que me preocupa. Es la obra, la musa, la creación…
El ascensor se paró en la tercera planta. El ruido de las puertas al abrirse resonó en el edificio como el rugido de un extraño animal. Mi amigo abrió la puerta 3 del rellano y me invitó a pasar mientras daba la luz. Un espectáculo de ultratumba se ofreció a mi vista colgado en las paredes de la entrada y el comedor. Eran lienzos a medio pintar cuyos motivos pictóricos no dejaban lugar a dudas. Tibias blancas formando letras sobre fondos azules, esqueletos cuyos huesos color siena aparecían desperdigados sobre un mar oscuro, calaveras blanquecinas riendo con tanta fuerza que las mandíbulas inferiores habían saltado de su articulación, mujeres de piel amoratada fornicando con muertos grises junto a fosas cuyas bocas rojas aparecían escandalosamente abiertas, cruces amarillas pobladas de cráneos azules, la típica imagen medieval de la muerte llena de harapos sucios y repugnantes, armada de guadaña y flanqueada por filacterias amarillas con letreros esotéricos…
Evidentemente, mi amigo estaba pasando por un momento de excitación funeral. Y las obras dejadas a medias indicaban además su situación de sequía creativa, tal como me había expuesto en la carta de días atrás. No sabía muy bien qué podía hacer yo para ayudarle, pero allí estaba, en aquel apartamento de la muerte.
Tras acompañarme sin decir una palabra por la incompleta exposición de sus pinturas, me llevó hacia su estudio. Por todas partes, en las paredes, apoyados sobre ellas y depositados encima de las sillas y el resto del mobiliario, había más lienzos sin acabar y con los mismos temas macabros anteriores. Les eché una mirada y luego me volví hacia mi amigo, que, con un gesto de brazos caídos, me indicaba su desolación.
--Ya ves –añadió con aquella voz salida del más allá--. Eso es todo lo que puedo hacer. Pero no me basta. Busco algo que me libre del hechizo de la inactividad. Algo que me abra nuevos caminos.
Y se dirigió hacia la mesa central repleta de cuadros y utensilios de pintar. Retiró unos cuantos y puso a la vista una caja de cartón de dimensiones considerables. Extrajo de ella una cartulina, que me enseñó mientras me explicaba lo que había dibujado en ella.
--Es un boceto sobre el poema de la flor del cementerio. ¿Recuerdas?
Yo asentí mientras le echaba un vistazo. Allí había un cráneo medio enterrado y de una de sus cuencas vacías brotaba una flor enorme, en cuyos pétalos mi amigo había escrito alternadamente las palabras “vida” y “muerte”. Y mientras yo recordaba el poema a que se refería, mi amigo me dijo que pese a todos los esfuerzos que había hecho hasta el momento no había logrado empezar el cuadro que quería pintar a partir del dibujo.
--Tú lo que necesitas es una calavera—le dije de pronto sin llegar a entender por qué se lo había dicho. Pero la suerte estaba echada y no había marcha atrás, por lo menos de momento.
--¡Una calavera! –exclamó llenándosele los ojos de un brillo nuevo.
--Si no quieres…--dije para intentar enmendar mi propuesta.
Pero no me dejó terminar mi argumento.
--Sí, sí, una calavera. ¡Qué idea más ocurrente! No sé cómo no he pensado en ello, teniendo el cementerio tan cerca.-- Ahora sí que no había posibilidad de volver atrás. Vi a mi amigo más feliz que nunca, como si se hubiera librado de una situación excesivamente embarazosa--. ¿Y qué debo hacer con ella? ¿Besarle en la boca y ponerle en cada cuenca una flor?
Me acababa de desconcertar.
--No hay que llegar a tanto—le dije cada vez más sorprendido de mis palabras--. Bastará con que la traigas a casa, la limpies cuidadosamente y te la pongas delante, en la mesa, con los ojos fijos en ti, y sin dejar de mirarla. Así te familiarizarás con una calavera de verdad y te será más fácil romper el hechizo que te impide ponerte a pintar ese cuadro que quieres. El cráneo, rescatado de la tierra inmunda en que ha estado enterrado y limpiado con ternura por ti como si fuera algo tuyo, te servirá de talismán contra los seres infernales. Eso sí, en ningún momento debes dejar de recitar el poema hasta un total de treinta y tres veces, hasta que de tanto repetirlo, las palabras vayan perdiendo su significado más literal.
“¡Pobre flor! ¡Qué mal naciste!
¡Qué funesta fue tu suerte,
que al primer paso que diste
te encontraste con la muerte!”
Etcétera.
El pintor me miraba con ojos de loco y yo empezaba a arrepentirme de haberle proporcionado esa idea. Pero, como ya he dicho, no me dio tiempo a rectificar. Y dejando la cartulina en la caja, me espetó como poseído por una fuerza infernal:
--¿A qué esperamos? Vamos a hacerlo.
Y me agarró del brazo y tiró de mí hacia el exterior del estudio. En pocos segundos me vi bajando la escalera de la calle tras él, mientras no dejaba de preguntarme si a mi amigo no le había afectado el juicio su larga sequía creadora y también si el ánimo desquiciado del pintor había empezado a influir en el mío.
La noche, con toda su parafernalia de ocultismo y misterio, se abatía inexorablemente sobre nosotros y lo que íbamos a hacer. Rodeamos la tapia del cementerio hasta la verja de la entrada. Para nuestra suerte vimos que sus dos hojas de hierro estaban entreabiertas, y sólo las mantenía unidas una cadena con varias vueltas y su correspondiente candado. No nos fue nada difícil abrirlas hasta permitir el paso de un cuerpo humano entre ellas. Mientras entrábamos en el cementerio, el viento frío del otoño traía hasta nosotros un rumor casi mágico de las peladas viñas de los alrededores. Lo demás era silencio y soledad; sólo la cruda luz de la luna acompañaba al solitario camposanto. Atravesamos la zona de tres o cuatro panteones de ilustres familias del pueblo y llegamos hasta un pequeño campo de hierbajos tan altos que nos llegaban casi a la cintura.
--Éste era el lugar donde enterraban hasta hace poco a los suicidas—dijo el pintor--. Al fondo se halla la fosa común, junto al rincón de la tapia.
Caminamos unos pasos hacia el lugar indicado y descubrimos un gran boquete abierto al borde del suelo. Al claror de la luna vimos un montón de huesos, mezclados sin orden ni concierto, que se perdían en declive hacia la oscuridad del fondo.
El pintor apartó unos cuantos huesos, que rodaron hacia abajo con un ruido hueco y acusador, y se levantó portando entre sus manos un cráneo que enseguida me mostró enfebrecido por las circunstancias.
--Éste me parece perfecto, ¿no crees?—dijo mientras se disponía a envolverlo en uno de los trapos que solía emplear cuando pintaba.
Vi que era una calavera pequeña, probablemente de una mujer o acaso de un niño y, vivamente impresionado, le animé a envolverla pronto para abandonar lo antes posible aquel lugar.
Desanduvimos el camino hasta la verja, yo con un miedo atroz en el cuerpo y mi amigo con una risilla loca entre los labios, y una vez fuera del sagrado recinto, a punto de torcer la esquina de la explanada de las casas, totalmente arrepentido de haber incitado a mi amigo a llevar a cabo aquella descabellada idea, le pregunté:
--¿Y ahora qué?
No dejaba de reír ni de acariciar el trapo que envolvía la calavera.
--¿Qué quieres decir?—se detuvo un momento a la luz de la única farola que había en la explanada y vi que los labios le temblaban de ansiedad.
--Nada. Sólo quiero saber qué harás con la calavera?
--Exactamente lo que tú dijiste. Limpiarla, mimarla y colocarla en un lugar destacado del estudio para que me mire fijamente y su influjo benefactor logre que nada ni nadie me impida realizar mi mayor deseo: pintar la flor brotando de la calavera.
Yo le escuchaba y no daba crédito a mis oídos. La noche era total y un silencio de sepulcro, nunca mejor dicho, se cernía sobre la solitaria y vacía población de manera descarada y agresiva, logrando que el estado de mi ánimo se volviera triste y temeroso.
A todo lo que se me caía encima se le añadió el primer cosquilleo de hambre que vino a visitarme de improviso el estómago desde que a media mañana comiera un bocadillo en el bar de la estación de mi ciudad de origen. Sin embargo, cuando algo más tarde en el estudio de mi amigo lo vi tan abstraído en su trabajo de limpiar la calavera, se me quitó de golpe el apetito para dar paso a otra sensación de angustia, promovida sin duda por un sentimiento de culpa. Pero las cosas seguían su curso y al cabo de un buen rato, sobre la mesa aparecía el cráneo brillante y reluciente, si bien durante la faena de limpieza se le había desgajado el maxilar inferior, que descansaba al lado de un bote de pinceles. Muy cerca había un frasco de trementina, casi en las últimas, y varios trapos y algunas espátulas mostrando restos de la suciedad, tierra y grumos de sustancia indefinible que habían estado adheridos a las paredes y recovecos de la calavera.
Como el pintor parecía no percatarse de mi presencia, le pregunté cómo iba la cosa.
--Ya casi está—respondió sin girarse--. ¡Lástima que la mandíbula se le haya desprendido! La fijaré con dos clavitos y así tendrá una risa eterna. He doblado alguna espátula mientras le raspaba la suciedad de las cuencas, pero por fin he conseguido que la mirada le quede perfecta y eterna también. Enseguida acabo y nos ponemos a comer alguna cosa.
Yo ya no sabía qué decir. Estaba totalmente anonadado ante la impasibilidad de mi amigo. A la vista estaba que era ya imposible hacerle cambiar de idea. Así que me limité a preguntarle dónde iba a colocar la calavera.
Entonces el pintor se giró para mirarme con ojos de brillo intenso, desconocido, como si hubiera cambiado de personalidad.
--En cualquier sitio—respondió acompañándose de un gesto difuso que apuntaba a todas partes y a ninguna. Luego cogió entre sus manos la brillante calavera, la levantó a la altura de sus ojos y empezó a mirarla con fijeza. Finalmente, acercó sus labios como para besarla y dijo:
--Ahora voy a besar a mi musa del más allá. Tú gira la vista si no quieres ver el beso de la muerte.
Invadido de una agobiante aprensión, le obedecí. Evidentemente, ambos habíamos dejado que las cosas se nos fuesen de las manos, y eso ya no tenía remedio.
Sin darse un respiro, mi amigo extrajo de la caja de cartón la cartulina con el dibujo de la flor brotando de un ojo de la calavera y la puso de pie apoyándola en una maleta de pinturas abierta. Luego quitó de un caballete de pie el lienzo a medio pintar que lo ocupaba y colocó en su lugar un lienzo en blanco. Todo parecía indicar que se iba a poner a pintar el cuadro que lo tenía obsesionado.
Consulté disimuladamente mi reloj de muñeca y vi que ya era hora de que nos fuéramos a dormir, al menos yo, que estaba molido después del día que me había dado.
--¿Por qué no lo dejas para mañana?—le pregunté no muy convencido de hacerle mudar de propósito.
Para mi sorpresa, dejó todos los bártulos a un lado y dijo en un tono sereno:
--Tienes razón, con la luz del alba las musas muertas vuelven a la vida, y la mía vendrá a visitarme.
Y nos fuimos a dormir deseándonos feliz descanso hasta la mañana siguiente. Pero, una vez que me metí en la cama, empecé a sentir una extraña sensación, que ya no era sólo la del sentimiento de culpa anterior, sino de claustrofobia. Aunque parezca una extravagancia, me parecía estar tumbado en el nicho de un panteón, bien metido y amordazado en mi ataúd. Pero a la vez era capaz de ver flotando sobre mí la calavera de mujer o de niño que habíamos robado del osario del cementerio hacía pocas horas, mirándome fijamente. Casi simultáneamente descubrí proyectada en la pantalla luminosa de mi cerebro la escena de un fraile velando el cadáver de una cortesana lujosamente vestida, a la que terminaba dedicando estos versos:
“Esa seda que relaja
tus procederes insanos,
es obra de unos gusanos
que labraron su mortaja.
También la región más baja,
la tuya, han de devorar.
¿Por qué, pues, te has de jactar,
ni en qué tus glorias consisten
si unos gusanos te visten
y otros te han de desnudar?”
Sudando abundantemente y presa de una excitación extraordinaria, di la luz y me incorporé en la cama.
En ese momento oí que mi amigo en la habitación contigua profería un grito espeluznante. Me puse las zapatillas y acudí a ver qué le pasaba. Lo encontré sentado sobre el lecho, temblando de pies a cabeza y con los ojos desorbitados.
--Acabo de tener una pesadilla horrible—me dijo jadeando--. La calavera del estudio recobraba la vida y, riendo a carcajada limpia, venía a besarme.
--¿Ves? La pobre quiere devolverte el beso que tú le diste—le dije sorprendido de mis propias palabras--. O tal vez algo peor.
--¿Algo peor? Vamos, no me jodas.
--Nunca se sabe. En mi infancia oí un relato estremecedor en el que un hombre y una mujer, que habían robado las asaduras de un muerto para comérselas, eran horriblemente arrastrados hasta el cementerio por el difunto en cuestión, como castigo por lo que le habían hecho.
--No me estarás contando todo esto para convencerme de que devuelva el cráneo al cementerio, ¿verdad?
--Pues ahora que lo dices, no sería mala idea –por primera vez después de mucho tiempo volvía a comportarme con cordura--. Desde que esa calavera se halla aquí en tu casa, compartiéndola con nosotros, me encuentro mal, y tú no debes de estar mucho mejor que yo. No hay nada más que verte.
--¡Tonterías! Esto sólo ha sido un mal sueño. En cuanto se me pase sus efectos, volveré a dormirme como un niño. Anda, vuelve a la cama y duerme tú también.
Entonces el viento, que hacía un rato había empezado a arreciar, golpeó con fuerza la contraventana y casi simultáneamente se dejó oír en el estudio vecino un ruido seco como de un objeto que se rompe al caer al suelo. El pintor, como empujado por un irrefrenable resorte, se tiró de la cama y salió corriendo hacia el estudio mientras un “¡NOOOOO!” prolongado y angustioso brotaba de su boca. Salí en pos de él y, al entrar en el estudio, el espectáculo que se ofreció a mis ojos me dejó paralizado. A poca distancia de los pies de la mesa central yacía en el suelo, rota en tres pedazos, la pequeña calavera. Y a su lado, de rodillas, con los ojos desencajados, el pintor contemplaba desconsoladamente el destrozo, como una estatua viva del dolor y la desolación. Rápidamente eché un vistazo a mi alrededor y descubrí la causa del desastre: al parecer, por la ventana, abierta de par en par, había irrumpido violentamente el viento y había derribado los botes de la mesa y éstos, en su caída, habían hecho rodar la calavera hasta el suelo. Luego me acerqué a mi amigo para intentar consolarle. Fue en vano. Parecía un alma en pena. Entre gemidos fue recogiendo los tres trozos de la calavera y los envolvió en un trapo junto con el maxilar inferior que, milagrosamente, había permanecido sobre la mesa. Luego, mientras miraba al exterior por la ventana del estudio y su mano apuntaba al cementerio, sus labios se abrieron para proferir la siguiente frase una y otra vez:
--Quiere volver allí, quiere volver allí, quiere volver allí…
A todo esto, el viento había vuelto a su reposo y en la casa reinaba un silencio total, como el que se vive momentos antes de ocurrir algo muy importante, una declaración de amor, un perdón, un nacimiento, una muerte.
El pintor, con su envoltorio en la mano, parecía un niño dispuesto a llevarle un regalo exquisito a una persona ilustre. Estaba como ausente y ya no decía nada. Sólo se limitó a caminar como un autómata hacia la puerta. Le seguí convencido por primera vez de que por fin el túnel donde nos encontrábamos empezaba a mostrar al fondo la pequeña luz de la salvación.
El silencio de la noche, completamente cerrada, amordazaba todos los rumores del solitario pueblo, las hojas secas, los ladridos de los perros, el chirriar de alguna veleta… Bajo la oscuridad los dos caminábamos con una misma y clara resolución: devolver aquellos huesos al sitio de donde nunca debieron salir. Yo oía, junto a los latidos insistentes de mi propio corazón, la frase que iba repitiendo mi amigo como en una triste salmodia mientras acariciaba el envoltorio que llevaba en las manos:
-- Quiere volver allí, quiere volver allí, quiere volver allí…
Entramos en el cementerio por el mismo sitio que la vez anterior. Esta vez me quedé enganchado entre las dos hojas de hierro de la verja. Fue sólo un momento, pero me angustié más de lo debido, sin duda porque mi amigo había seguido su camino sin percatarse de lo que a mí me estaba pasando. Cuando me liberé del abrazo de hierro, ya no veía a mi amigo por ningún sitio. Los cipreses cabeceaban sobre los panteones. Con más miedo que vida, caminé hacia donde creía que estaba la fosa común para reunirme lo antes posible con mi amigo. Tardé en llegar porque había ido tanteando con la punta del pie el terreno que pisaba para no tropezar con el caballón desnudo de alguna sepultura. Allí estaba, arrodillado junto a la boca del osario. Me arrodillé a su lado. En ese momento se disponía a desliar el envoltorio.
--Deja que te ayude—susurré.
El pintor accedió. Desatamos entre los dos el trapo que envolvía los fragmentos de la calavera y luego los depositamos suavemente sobre los demás huesos. Una lechuza emitió su canto lúgubre escondida en un ciprés cercano. Miramos al unísono hacia el lugar.
--Acabemos—dije con trémula voz.
El pintor no dijo nada al respecto, sino que, para extrañeza mía, empezó a rezar un padrenuestro con un fervor irreconocible. Le acompañé de buena gana hasta el final de la oración y luego nos persignamos como dos devotos arrepentidos.
Después volvimos a casa. La noche era ya una gran mancha de tinta negra que impedía ver lo demás. Sólo el farol de la esquina de la explanada suspendía en el aire un cono de luz amarillenta. Al pasar bajo él, descubrí una tímida sonrisa en los labios de mi amigo.
--Es el ojo de Dios—dijo enigmáticamente.
--¿El qué?
--Esta luz. Es el ojo de Dios, que hasta en las tinieblas observa atento cuanto sucede en el mundo. A Él nada se le escapa.
Fue entonces cuando comprendí que mi amigo estaba en paz y que algo en su interior había cambiado sustancialmente.
Ya dentro de casa no volvimos a la cama. ¿Para qué? Nos embargaba una tranquilidad inmensa. Así que nos pusimos una bata cada uno y nos encaminamos al estudio. Sobre el suelo oscuro del pasillo se proyectaba el cuadro de luz de la puerta de aquél, como un lienzo en blanco que esperaba ansioso al pintor. Allí entramos como en un santuario y, sin previo acuerdo, empezamos a poner en orden cuanto el viento había trastocado. Después el pintor, con el rostro sereno, me dijo, mientras preparaba de nuevo los útiles de pintar:
--Ahora sí estoy preparado para realizar ese cuadro.
Sus palabras me llenaron de gozo, y, mientras trazaba con una seguridad absoluta unas líneas con carboncillo sobre la tela nueva del caballete, yo me coloqué a una distancia prudente para asistir a lo que parecía la resurrección artística de mi amigo. Las líneas que dibujaba iban tomando forma con una soltura prodigiosa. A los pocos minutos ya se veía en el lienzo lo que sería el tema del cuadro futuro: una flor abierta que brotaba de una de las cuencas vacías de un cráneo semienterrado.
Sin apenas transición, el artista cogió una paleta limpia y sobre ella dispuso en arco varios montoncitos de óleo, llenó las aceiteras de barniz y trementina y, armándose de un juego de pinceles y un trapo para irlos limpiando, se puso junto al caballete y empezó a aplicar la pintura en el lienzo con un acierto y una seguridad tales que parecía que tenía en la retina el cuadro ya concluido. Enfrascado en la labor creadora, dijo:
--Ahora lo veo claro. Ahora sé incluso qué colores debo ir poniendo en cada sitio. ¿Me oyes?
Asombrado de la virtuosidad de mi amigo, apenas encontré voz para contestarle. El artista, metido de lleno en su fervoroso acto de creación, continuaba explicando el gozo que experimentaba pintando:
--Es como si estuviera viendo, superpuesto sobre el lienzo, el cuadro ya terminado y sólo tuviera que ir rellenando de color la superficie señalada. Es una sensación casi divina. Ni te lo puedes imaginar. Ahora sólo me falta, para ser el hombre más feliz sobre el planeta, que me recites el poema como tú sabes.
No podía creerme lo que estaba viviendo. En plena noche y después de todo un día de trasiego y fatigas, no notaba cansancio ninguno. Dentro de pocas horas volvería a amanecer y estaba en condiciones de poder asegurar que tanto mi amigo como yo estábamos viviendo una nueva vida. Así pues, transfigurado también por las circunstancias, recité lo mejor que pude:
--“¡Pobre flor! ¡Qué mal naciste!
¡Qué funesta fue tu suerte,
que al primer paso que diste
te encontraste con la muerte!
Respetarte es cosa triste,
arrancarte es cosa fuerte,
mas dejarte con la vida
es dejarte con la muerte.”
Acabé de recitar el poema y mi amigo su cuadro. Guardó la paleta y los pinceles, se limpió las manos y, retirando de una silla el lienzo a medio pintar que la ocupaba, se sentó en ella para contemplar a gusto la obra que acababa de terminar y que abría una nueva etapa en su creación. Era una pintura maestra, limpia y redonda. Allí estaba la calavera blanca, con sus ojos fijos y oscuros temblando de miedo ante la flor que brotaba triunfante de uno de ellos. Se me ocurrió un haikú:
“La calavera:
ojos que expulsan ciegos
la musa muerta.”
Me giré para contarle a mi amigo la ocurrencia del haikú, y descubrí que estaba plácidamente muerto, con los ojos extasiadamente vidriados ante su pintura.
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