El gaucho de la costa (2)
Gustavo Adolfo Bécquer
He de confesar, antes de que me demore en esta relación, que enseguida me enamoré del Creador, y como yo alguna más, como Elena Pizarro o Elisa Monje, aunque ellas, como yo, nunca se lo dijeron a nadie. Pero P. Júcar sólo tenía ojos para Puri, la poetisa del Vallés. No me da vergüenza decir que a veces me sentaba en la tertulia frente a él para que se fijara en mis piernas y asistía sin ruborizarme a la indagación que el Creador hacía con miradas furtivas a lo que había más arriba de las rodillas, bajo la falda que, coquetamente, replegaba unos centímetros al límite de lo permitido. Sin embargo, todo quedaba reducido a eso. Yo me encendía por momentos, pero luego me enfriaba violentamente como el hierro al rojo vivo ahogado en la pica de agua de la fragua. Una vez me hizo concebir cierta esperanza cuando, al acabar una de aquellas tertulias sabatinas, me invitó a tomar una cerveza en la granja de la esquina de Borrell. Creí que íbamos a estar a solas y luego descubrí en la escalera que había invitado también a Martos y a Corona, el poeta que enseñaba por entonces en un colegio del Opus. Mientras tomábamos las cervezas, me pidió que hiciera de secretaria y testigo de lo que iba a proponerles a los hombres. Y fue que los nombraba miembros del jurado que fallaría el premio recién patrocinado por él. Cuando acabó la ceremonia, les dio un apretón de manos y a mí un beso en la mejilla, que me supo a humillación. Lo que recuerdo de aquel día fue la explicación que nos dio acerca de su elección y la forma de hacerla.
Gustavo Adolfo Bécquer
He de confesar, antes de que me demore en esta relación, que enseguida me enamoré del Creador, y como yo alguna más, como Elena Pizarro o Elisa Monje, aunque ellas, como yo, nunca se lo dijeron a nadie. Pero P. Júcar sólo tenía ojos para Puri, la poetisa del Vallés. No me da vergüenza decir que a veces me sentaba en la tertulia frente a él para que se fijara en mis piernas y asistía sin ruborizarme a la indagación que el Creador hacía con miradas furtivas a lo que había más arriba de las rodillas, bajo la falda que, coquetamente, replegaba unos centímetros al límite de lo permitido. Sin embargo, todo quedaba reducido a eso. Yo me encendía por momentos, pero luego me enfriaba violentamente como el hierro al rojo vivo ahogado en la pica de agua de la fragua. Una vez me hizo concebir cierta esperanza cuando, al acabar una de aquellas tertulias sabatinas, me invitó a tomar una cerveza en la granja de la esquina de Borrell. Creí que íbamos a estar a solas y luego descubrí en la escalera que había invitado también a Martos y a Corona, el poeta que enseñaba por entonces en un colegio del Opus. Mientras tomábamos las cervezas, me pidió que hiciera de secretaria y testigo de lo que iba a proponerles a los hombres. Y fue que los nombraba miembros del jurado que fallaría el premio recién patrocinado por él. Cuando acabó la ceremonia, les dio un apretón de manos y a mí un beso en la mejilla, que me supo a humillación. Lo que recuerdo de aquel día fue la explicación que nos dio acerca de su elección y la forma de hacerla.
--Os he elegido a vosotros dos por varias razones, pero la más importante es que tú, Martos, los tienes pelados de escribir versos y a ti, Corona, te considero una persona que sabe lo que hace; me refiero a que, como profesor de Lengua y Literatura, conoces la preceptiva literaria mejor que nadie de ahí arriba, sabes perfectamente lo que es un poema, y los libros que has publicado responden a lo que yo entiendo por poesía auténtica. Además, uno y otro sois capaces de descubrir si lo que se manda al concurso es plagio o no. Pero una cosa os digo también y en esto te incluyo a ti, monina: si lo que hemos hablado aquí llega a oídos de Moraleja, dejaré de contar con vosotros. Este mundillo de la literatura es tan cabrón como otro cualquiera. Con el dinero no se juega; se puede jugar con los versos y hasta con la poesía, pero con el dinero de ninguna manera. En esto estaba equivocado mi querido Bécquer cuando dijo aquello de “Voy contra mi interés, al confesarlo, / no obstante, amada mía, / pienso, cual tú, que una oda sólo es buena/ de un billete del Banco al dorso escrita”, y más abajo: “Tú sabes y yo sé que en esta vida / con genio es muy contado el que la escribe / y con oro cualquiera hace poesía”.
Desde que el Creador empezó a hablarnos de Bécquer, frecuenté la lectura de las “Rimas” y las “Leyendas”. Más que los versos, que encuentro demasiado almibarados, y eso que Corona dice que el poeta de Sevilla es un poeta para señoritas, más que los versos, digo, me gusta la prosa lírica de las leyendas y el mundo misterioso y muchas veces trágico que las alienta. Me hice amigo del loco Manrique y con él soñaba en lo mágico que tiene la naturaleza. Sufrí con Margarita, la pobre doncella a quien deshonró el conde de Gómara y mi alma quedó confortada cuando, al final de la narración, el noble ofensor estrecha con la suya la mano de la enterrada, en señal de matrimonio; y el brazo, que había permanecido hasta ese momento fuera de la tumba como esperando a que el conde cumpliera su promesa, se hundió bajo la tierra, logrando con ello sus pobres restos el descanso que tanto merecía. Y sufrí también con Sara, la pobre judía a quien su propio padre crucificó y de cuya tumba brotó la pasionaria, la flor que recuerda los atributos de la Pasión de Cristo en su corola.
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