lunes, 26 de marzo de 2012

Un relato de los setenta


El gaucho de la costa (1)

La Creación de Miguel Ángel y Príapo

La primera vez que vi a P. Júcar, el Creador, fue en la tertulia de Moraleja a finales de los años setenta. Recuerdo que se presentó trajeado y con corbata en pleno mes de junio cuando Barcelona padecía un calor insoportable. Venía con dos libros de poesía y prosa poética recién publicados en la editorial que dirigía Moraleja: uno se titulaba “Pálida” y el otro “Griterío”. No me llamaron la atención sus libros más que su rostro moreno y bien parecido, su cuerpo escultórico y su voz grave y bien templada. No tengo que añadir que a las mujeres de la tertulia enseguida nos cayó mejor que bien P. Júcar, el Creador. En cuanto a los hombres, de todo hubo. Mientras el propio Moraleja vio en él una nueva savia para la tertulia, Corona lo consideró un arribista, Rincón un quiero y no puedo y Martos lo bautizó enseguida como el gaucho de la costa pues, según todos los indicios, procedía de algún sitio de la Argentina. Antes de seguir con su historia debo explicar por qué le llamo el Creador. Y la cosa no es difícil de explicar por la sencilla razón de que fue él mismo quien se presentó con este apelativo.
--Llamadme Creador, nos dijo el primer día, en vez de por mi nombre de pila, porque soy ante todo un creador de palabras. Las palabras son el alimento de mi vida y sin ellas sería como un árbol, daría hojas, flores tal vez y, en el mejor de los casos, hasta frutas suculentas, pero sin ser consciente de ello; o como una piedra, que podría formar parte de una tapia o de una catedral o, simplemente, del lecho húmedo de un río o de la espalda polvorienta de un sendero, pero sería unas cosas u otras sin que me diera cuenta de ello. Así pues, me considero antes que nada el Creador de mis poemas, de este juego vital y sensible formado con palabras bellas. Asimismo me considero una pura reencarnación de Bécquer. A veces escucho voces de mujeres que él amó y otras veces hablo con personajes de sus leyendas. Sin querer pronuncio rimas completas, por ejemplo ¿conocéis la que dice “Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... yo no sé / qué te diera por un beso”?, y de repente me entran ganas irresistibles de viajar a Soria o a Toledo o a Sevilla o a Madrid para entrar en los jardines o en las casas donde Bécquer estuvo y pasear por las calles y los paisajes que él conoció.




Un día se presentó en la tertulia con un ramo de rosas y gladiolos y las mujeres nos quedamos prendidas de su galantería y delicadeza. A partir de entonces, el ramo del Creador sería para la mujer que apareciera en primer lugar en la tertulia de Moraleja, costumbre que quedó institucionalizada para los restos. También instituyó una costumbre para los hombres de la tertulia y fue la de llevar cada sábado una botella de Chivas, que era consumida entre charla y charla, lectura de poemas y comentarios banales sobre el tan cambiante mundillo de la literatura. Moraleja actuaba como figura presidencial y P. Júcar como el sumo sacerdote de la liturgia sabatina, siempre dispuesto a amenizarnos la tarde con alguna de sus ocurrencias, cada cual más peregrina. Como aquélla que gustaba repetir relacionada con una pintura de Miguel Ángel.
--¿Os habéis fijado detenidamente en la escena de la creación de Adán de Miguel Ángel, presente en la Capilla Sixtina? Si entrecerráis los ojos y en semipenumbra observáis la envoltura oscura que rodea a Dios en el momento de la creación del primer hombre, no os será difícil descubrir la figura de un gran pene, concretamente el glande, eyaculando. El brazo de Dios, cuya mano toca la mano de Adán, oculto también en una envoltura oscura, siempre me ha parecido una hermosa eyaculación, la más hermosa de todas porque está creando en ese momento el ser más perfecto de su Creación: el hombre.

Otras veces nos hablaba de sus afinidades con Rafael Alberti, del gusto que había tenido siempre, como el poeta y pintor gaditano, por la pintura, por los viajes alrededor del mundo, por la volcánica expresión lingüística. El libro del que siempre hablaba (decía que lo podía haber escrito él perfectamente) era “Entre el clavel y la espada”. Se le hacía la boca agua y los ojos destellos intensos de luz cuando recitaba con pasión desmedida los versos de Príapo y Venus. A Moraleja, que prefería otros poetas andaluces al gaditano, no le gustaba mucho que hablara de modo tan entusiasta de Alberti, pero le dejaba decir aquellas cosas que a nosotras, las poetisas del grupo, nos encandilaban sobremanera. Entre los hombres había quien también gozaba oyendo hablar al Creador de Alberti. Uno de ellos era Martos, gran parlanchín más que conversador porque a la larga siempre acababa haciéndose pesado y aburrido, el cual se sentía deudor del poeta gaditano y hasta había publicado un librito de poemas de edición casera titulado “Con el mar de Alberti”. Moraleja sentía por Martos otro tipo de afecto muy cercano al desprecio, que nada tenía que ver con lo que le inspiraba el Creador, habida cuenta de que al poco tiempo éste cedió parte de su capital para ampliar los proyectos de la editorial que dirigía Moraleja y sufragó la cantidad en metálico de un premio de poesía con el nombre de la tertulia de cuyo jurado fue nombrado presidente el propio Moraleja.
--Lo que ocurre entre Venus y Príapo-- dijo el Creador--- podría ocurrir entre las personas que estamos ahora mismo aquí, en este piso de Moraleja. Sobre la mesa o en alguno de los cuartos que hay en el interior. Es algo mágico el amor o el sexo, que da lo mismo. Y estoy hablando de personas de distinto sexo, no confundamos, de un hombre y una mujer que, encendidos, se lanzan al choque más pacífico, a la lucha más limpia, al acto que inicia la creación, el génesis. Lo de Alberti es grandioso. Una diosa y un mortal, o lo que sea Príapo, dialogan previamente a la entrega mutua, a la posesión total y telúrica. La expresión es tremenda. Y si no, escuchad lo que dice Príapo: “ Despierta, sí, cerrada / caverna de coral. Voy por tus breñas, / cabeceante, ciego, perseguido. / Ábrete a mi llamada, / al mismo sueño que en tu gruta sueñas. / Tus rojas furias sueltas me han mordido. / ¿Me escuchas en lo oscuro? / Sediento, he jadeado las colinas / y descendido al valle donde empieza / el caminar más duro, / pues todo, aunque cabellos, son espinas, / montes allí rizados de maleza. / ¿Duermes aún? No sientes / cómo mi flor, brillante y ruborosa / la piel, extensa y alta se desnuda, / y con labios calientes / --coral los tuyos y los míos rosa--/ besa la noche de tus labios muda?/ ¡Despierta!”

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