lunes, 12 de marzo de 2012

El relato del mes


EL PÁJARO CÍCLOPE

No sé por qué aquella tarde de verano sofocante se me ocurrió entrar en la cámara antigua donde mi abuelo, el soldado de Cuba, guardaba sus herramientas de jardinería desde tiempo inmemorial, ni sé tampoco por qué llevé al extremo mi atrevimiento abriendo aquel armario de madera azul que ocupaba el centro de la pared del fondo.
Las puertas azules hacía tiempo que nadie las abría y, cuando, al fin, después de forcejear un buen rato y valerme de una azada que estaba colgada de una de las paredes conseguí abrirlas, una luz apagada y fría me llegó del otro lado, una especie de jardín secreto donde se alzaban árboles y arbustos plateados separados por un camino rojo que llevaba a una claridad amarilla que nunca hasta entonces había visto. El silencio era casi absoluto, sólo interrumpido por un sonido continuado de agua que manaba en algún sitio de aquel extraño recinto y por una especie de música de clarinete compuesta de varias notas iguales y sostenidas. Dudé un instante entre cerrar las puertas del armario azul y salir corriendo hacia la biblioteca familiar, que había dejado momentos antes, o lanzarme a la aventura, aunque preso de miedo, en aquel jardín secreto que mi abuelo, el soldado de Cuba, había guardado tan celosamente. Pero la duda desapareció al instante ya que las puertas azules se cerraron a mis espaldas como por arte de magia y un pájaro extraño salió de la claridad amarilla del fondo del camino y vino a mi encuentro volando a espasmos como si fuera un murciélago. Pero de murciélago tenía poco o nada; sólo el vuelo. Supe que era él el que cantaba con aquellas notas de clarinete iguales y sostenidas porque se posó en mi hombro. Entonces fue cuando descubrí el rasgo más singular que nunca había visto en pájaro alguno: sobre el pico, en mitad de una frente llena de pelos, en lugar de plumas, se abría un solo ojo rojo como el de un cíclope. Me miró fijamente con él y luego, emitiendo aquella música tartamuda de clarinete, levantó el vuelo rumbo a la claridad amarilla del fondo del jardín y allí, antes de desaparecer, se sostuvo unos instantes en el aire, como si fuera a un colibrí, sin dejar de mirarme con su ojo cíclope.

Empujado por la incontenible fuerza de la curiosidad, le seguí y di de pronto con un rincón que parecía sacado de un grabado de siglos anteriores. Entre unas rocas grandes, flaqueadas de helechos gigantes, caía una majestuosa cascada que, lejos de producir un ruido ensordecedor, emitía un sonido suave, agradable. La cascada se remansaba en una balsa de agua transparente que dejaba ver las algas y las rocas del fondo. Me acerqué a la orilla de la balsa y volví a escuchar la música de clarinete. El pájaro cíclope parecía estar esperándome posado sobre una de las rocas grandes por donde se precipitaba la cascada. Al cerciorarme de que lo había visto, levantó el vuelo y, tras descender hasta el pie de la cascada, volvió a remontarla y finalmente desapareció detrás de la roca. Bordeé el estanque hasta ese lado y descubrí tras los helechos gigantes una escalera de piedra, musgosa y resbaladiza, que subía hasta la roca. Subí con cuidado los escalones y al llegar al rellano superior, descubrí detrás del gigantesco peñasco una gran cueva de estalactitas y estalagmitas del color de la fresa. Fue inmenso mi asombro cuando, al probar una de aquellas columnas colgantes, comprobé que efectivamente estaba hecha de mermelada de fresa.

Me hubiera quedado allí comiéndome la rica estalactita si no hubiera sido porque el pájaro cíclope estaba dispuesto a no dejarme respirar entre sorpresa y sorpresa. Apareció de repente en una cornisa que colgaba del precipicio al otro lado de la cueva pero a la que podía accederse por un puente construido de lianas. Revoloteaba como un loco sin dejar de mirarme con su único ojo rojo como invitándome a que fuera hasta allí. No me atrajo ni por un instante la idea de ir hacia donde estaba él y le hice gestos de que me volvía por el mismo sitio. Entonces sonó más fuerte que nunca en su garganta la música tartamuda y sostenida de clarinete y, al girarme a ver qué sucedía, descubrí posada en la cornisa a la mujer más hermosa que he visto nunca, sólo vestida con velos transparentes, dedicándome una sonrisa celestial y extendiéndome los brazos en acción de súplica. No podía declinar aquel sublime ofrecimiento de la mujer y más cuando el malévolo pájaro cíclope empezaba a quitarle los velos con el pico en un juego claramente voluptuoso y como si quisiera disputarme el placer del triunfo final, después de haberme guiado hasta allí. Y me lancé al puente de lianas colgado sobre el abismo dispuesto a coronar mi aventura. Pero no bien hube puesto los dos pies sobre la pasarela, cuando noté que se aflojaba toda ella bajo el peso de mi cuerpo, que empezó a caer y a caer…
Abrí los ojos sobre el libro de grabados antiguos de la biblioteca de mi abuelo, el soldado de Cuba. Y allí estaba, con las alas abiertas, mirándome fijamente desde sus páginas aquel extraño pájaro de las Indias con su único ojo de cíclope, abierto sobre una frente que en vez de plumas estaba cubierta de pelos.
Días más tarde, entré en la cámara donde el primer dueño de la casa guardaba antaño las herramientas del jardín y volví a encontrarme ante aquel armario que mi abuelo mandó pintar en una de las paredes, con las puertas azules, recordando el que había poseído en una vivienda del Caribe y donde durante mucho tiempo se escondía la indígena que por las noches salía para solazarle la soledad bailando para él la danza de los siete velos.
Y a mí me gustaba de niño oírle contar mil veces aquel pasaje nocturno de su solitaria estancia en Cuba. Sin embargo, nunca me contó qué había sido de la bella indígena.

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