jueves, 2 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS




Los fuegos artificiales de San Pedro










Desde bien niño los fuegos artificiales me han fascinado siempre. Recuerdo los que sobre el río Duero, allá en mi ciudad natal, tenían lugar durante la noche de la festividad de San Pedro. La familia reunida íbamos al Puente de Piedra mucho antes de que comenzaran los artificios para coger un buen sitio. Sobre el agua oscura de repente aparecía una barca ocupada por un empleado del Ayuntamiento que, armado de un mechero iba prendiendo los morteros que flotaban sobre el río estratégicamente colocados. La fiesta que comenzaba al pie de los tajamares del Puente y a un paso de las azudas subía con un silbido poderoso al cielo para allí estallar en estampidos y chorros caprichosos de colores. Duraban poco aquellas piruetas encendidas de los fuegos artificiales, pero más tarde, de vuelta a casa, lograba recordar docenas de figuras que desde el cielo iluminaban la ciudad y el río en un derroche de color inimaginable. Palmeras, molinillos, luciérnagas, flores que brotaban de otras flores, guirnaldas, surtidores de luz acompañados de humo flotante y misterioso y estampidos de todas clases mientras el olor a pólvora quemada impregnaba la escasa brisa reinante. Durante la noche, en sueños, seguía viendo en mi imaginación la fiesta de luz y sonido que bajo la inspiración humana cada año se repetía a unos pasos de mi casa en el río que más quiero. Al día siguiente unos cuantos amigos y yo, muy temprano, repasábamos las orillas y los islotes en busca de pólvora sin quemar. Con ella poníamos nuestros nombres sobre el pretil del río y la prendíamos fuego; así lográbamos perpetuar aún más el recuerdo de los fuegos artificiales.

Todo eso lo recuerdo ahora, a muchos años de nostalgia del niño que fui y a muchos kilómetros de diáspora de la ciudad donde vivía aquella pirotecnia que yo consideraba mágica cada año en la noche de San Pedro. Lo recuerdo ahora, aquí, en Tossa de Mar donde tengo un pequeño refugio de paz, mientras acodado en la balaustrada de la estatua de Minerva, espero a que dé comienzo al pie de la muralla de la Vila Vella del pueblo y enmarcado en un paisaje encantador que refleja fiel el mar callado y plácido de la bahía bajo una luna en cuarto creciente espectral y en medio de una brisa fresca que pone algo de alivio a estos días y noches de bochorno estival.

Pronto sonará el primero de los chupinazos que anunciará la fiesta. Cuando suene el tercero, empezarán a brotar de la arena las primeras palmeras de luz que se enseñorearán del cielo y llenarán de columnas de luz las aguas de la Cala Grande. Mientras eso llega, una pantalla gigante plantada sobre la arena de la playa proyecta imágenes sobre la Tossa de ayer, la de hoy y del futuro enmarcadas por la evocadora música de Los carros de fuego y la mágica de Carmina Burana. Prefiero la Tossa de siempre, la que no cambia, la que vive en el desván de mi alma, la Tossa del verano, abierta y hospitalaria, musical y atrevida, la Tossa de la cerveza y el baile del Don Juan, la charla de la playa, el baño del mar... La Tossa de la primavera, redentora y sabia, la de la bicicleta por los caminos forestales aledaños a la riera y al estanque de los patos... La Tossa del otoño...
La pantalla gigante se apaga y acto seguido lo hacen las tracciones de la feria del paseo. Es la señal. Suenan uno tras otros los petardazos que dan principio a los fuegos. Apenas duran quince minutos. Pero durante todo ese tiempo las miradas de quienes atestamos la arena de la playa y las balaustradas del paseo hasta la plaza de la estatua de Minerva sólo tienen un blanco, el oscuro palio del cielo. La sinfonía de estampidos, silbidos, truenos comienza y la luz de los fuegos brinca en el campo mágico del cielo en miles de formas y colores. Flores, guirnaldas, gusanos de luz, palmeras... deleitan los ojos, y entre luz y luz, estampido y silencio, suenan los aplausos. Las cámaras estallan en centenares de flashes mientras intentan en vano capturar toda la belleza de los fuegos artificiales. La magia acaba. Sólo otro San Pedro, otra noche como ésta, dentro de un año, podrá resucitarla.

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