jueves, 9 de julio de 2009

CONEXIÓN

CONEXIÓN. Número12. 15 de julio de 2009. Tossa de Mar


EL POEMA

Bautizo de tierra adentro






































Ayer tocaste la yerba
como si fuera esmeralda.
Fue en el prado del estanque,
del estanque de espadañas,
del estanque donde el sauce
juega a mirarse en el agua,
mientras los patos menean
gruñendo sus colas blancas.
Tus ojos no se creían
que las tortugas sacaran
su cabecita de vieja
para mirarte la cara,
una cara hecha de luz,
de alegría y esperanza.
Ayer el aire del prado
te abrazó con sus fragancias
mientras juntas dos libélulas
tu asombro sobrevolaban.
Pero el asombro era mío:
la tierra te bautizaba,
te daba nombre y esencia
con la luz de la mañana.
Los nenúfares abrían
sus labios a flor del agua
y pronunciaban tu nombre
junto al de las espadañas,
el sauce, los patos blancos,
las libélulas casadas…
Tierra adentro, el prado en julio
tu nombre en verde bordaba.



































EL RELATO



El talismán (Continuación)



CAPÍTULO CUARTO. EL CASTIGO











































Amando estaba realmente acalorado y un sudor frío le recorría el cuerpo desde los pies a la cabeza. Notó que la ropa se le había pegado a la piel como otra piel y las piernas le temblaban como a un atacado de alferecía. Por primera vez en su vida había tenido miedo. Aquellos hombres del Ateneo... Ya tendría tiempo de vengarse por lo que le habían hecho. Su propia reacción, un tanto desaforada por deshacerse de los empujones, hizo que cayera rodando escaleras abajo. Y ahora jadeaba en la esquina de la Plaza Villa de Madrid intentando recuperar el aliento, a la vez que se lamentaba de no haber podido seguir a la chica y a aquel profesor suyo que había intercedido por ella en el bar. Se arregló la ropa y rozó el bulto del pecho. Muy a su pesar acababa de comprobar que, por primera vez también, le había fallado el talismán de piedra. La gente pasaba a su altura mirándolo de reojo. Se encaró con un par de viandantes que no pudieron evitar quedarse sorprendidos ante su lamentable presencia.
--¿No han visto nunca a un hombre vestido de negro?
--La verdad que así no—dijo uno.
--Y pidiendo en la calle, menos—añadió el otro.
--No estoy mendigando –dijo moviendo los brazos en gesto amenazante.
Los dos transeúntes apresuraron el paso. Amando echó a caminar por delante de los tenderetes hacia el Portal del Ángel. Enseguida se vio planeando qué haría en las horas siguientes. Lo primero, pasar por casa a consultar el correo y luego acudir a la de la historiadora para reanudar su seguimiento, si es que aún había margen para ello. Aunque a aquellas alturas, después de lo del Ateneo, lo más probable sería que la chica hubiera desaparecido. Instintivamente palpó sobre la ropa el talismán del pecho y musitó una plegaria mientras avanzaba entre la riada de gente como un autómata camino de la Plaza de Cataluña para coger el metro.
En casa consultó el correo preso de una corazonada. Tal como presentía, allí encontró un mensaje de Pere, el cual en nombre del Maestro y en el suyo propio le recriminaba la lamentable actuación que había mostrado en el Ateneo barcelonés y le pedía ponerse en contacto inmediatamente con él. El email se cerraba con la frase “Esta vez sin venda en los ojos”.
Llegó a casa de Pou con la determinación de explicarle con argumentos sobrados cuanto había pasado en el Ateneo y, si tenía oportunidad de enmendarse, lo haría satisfactoriamente.
Al abrirle la puerta Pou lo asesinó con la mirada y le quitó de golpe la posibilidad de excusarse. Luego con un gesto imperativo le exigió que lo siguiera hasta la sala alfombrada de rojo.
--Quítate la ropa—estalló su voz -- y ponte de rodillas.
--¿Qué prueba debo pasar ahora?—preguntó Amando con voz temblorosa.
--La de la obediencia.
No entendía nada. Preso de una zozobra galopante, empezó a desnudarse poniendo cuidado en guardar antes su talismán en el interior de un puño. Luego, como quien se arrodilla ante su verdadero dios, adoptó la postura que le había exigido Pere.
--¿Qué obediencia?—dijo--. He cumplido lo que se me dijo.
--No sólo no lo has cumplido, sino que has puesto en peligro nuestra organización. Nos tienes muy enfadados, a mí y al Maestro; sobre todo, al Maestro. Él te indicará cómo arreglar este entuerto.
Amando pensó al instante en la experiencia anterior.
--¿No me pones la venda?
--Esta vez sin venda en los ojos.
De ahí la frase del correo. Aun así, cerró fuertemente los párpados aguardando la embestida. Acto seguido apareció el Maestro de detrás de la cortina con la aguja de medir el aceite muy bien dispuesta. El hombre seco y alto se acercó a Amando con ligereza y de un golpe certero le ensartó por detrás. La Heroica de Beethoveen empezó a sonar. Fue un trabajo llevado a conciencia. La voz de Pou decía en el mete y saca:
--Acudir al Ateneo para resolver tu trabajo fue una mala idea.
Amando notó la momentánea retirada de su castigador. Pero no le dio tiempo a recuperar el aliento porque acto seguido el Maestro repitió la embestida, esta vez con más vigor e insistencia. Los violines sonaban sin parar. Ahora la voz de Pou decía con tono sentencioso:
--Debiste esperar una ocasión más propicia.
A la tercera va la vencida. Fue, sin paliativos, un empuje bestial donde el jadeo se hizo insostenible. Amando no podía aguantar más. Ni el Maestro tampoco.
Pere Pou esperó a que el Maestro se retirara del todo y desapareciera por la cortina para hablar de nuevo, ahora con tono más relajado, hasta casi dulce:
--Queremos que comprendas que te conviene no fallar más, querido Amando. Ahora levántate.
Amando se incorporó con el rostro rojo y desencajado y miró a su alrededor como mareado.
--Coge la ropa y sígueme.—Pere lo condujo hasta una puerta--. Ahí dentro hay un aseo, límpiate y vístete. No tardes. Te espero.
La música enfebrecía sus notas, mientras Amando se duchaba. Luego se miró al espejo mientras se vestía. Después se colocó al cuello su preciado talismán. Por el espejo vio que le quedaba bien. Pero al centrar la mirada en sus ojos, descubrió algo que no había visto hasta entonces. Era un gesto que no rechazaba; al contrario, le satisfacía enormemente. Era una mirada fría, de odio y de deseo de venganza. Había hecho todo lo que la Secta le había pedido. Y aquella gente se lo pagaba así. Una idea se abrió paso en su mente: “¿Cómo habían averiguado el altercado del Ateneo?” Acabó de vestirse y volvió a reunirse con Pere Pou, el cual, ante el desconcierto de Amando, no dejaba de sonreír.
--Todo esto es por tu bien. Amando. Recuerda lo que te dije el otro día acerca del poder y todo lo que puedes conseguir sirviendo a los Canteros. El Maestro nos quiere y nos ama de verdad. De modo que debes tomarte sus acciones como verdaderos productos de su gracia.
Amando no le escuchaba. Tenía en su cabeza una idea que tapaba todas las demás.
--Quita esa música—dijo secamente.
--¿Por qué? Forma parte de…
--Y una mierda. ¿Es así como la sociedad trata a quienes la obedecen y se desviven por ella? Llevo dos días sin dormir. Recibo una paliza y casi estoy a punto de morir rodando por unas escaleras de piedra…
--Éste que está hablando ahora, querido Amando, no eres tú. Algo te está comiendo por dentro, algo que…
--La mala hostia me está comiendo, Pere. Eso es lo que me come en estos momentos. Pero déjame que te diga lo que no me deja pensar en otra cosa.
--Tú dirás. Pero cálmate, Amando.—la voz de Pou reflejaba ahora cierto temor--. Nuestros superiores nos piden siempre que seamos comedidos en nuestras palabras y en nuestras acciones…
--Me calmo, me calmo de momento. Pero dime, ¿cómo os habéis enterado de lo del Ateneo?
Pou volvió a sonreír, pero ahora de manera enigmática.
--Los Canteros tienen ojos y oídos en todas partes. Te adelanto una cosa: en el Ateneo barcelonés hay una tertulia cuyos miembros pertenecen a nuestra sociedad. Uno de ellos se hallaba en el bar cuando se organizó el jaleo.
--¿Y por qué no intervino para ayudarme?
--¿Y ponerse en evidencia ante los demás? Entiende, Amando, que eso hubiera sido un acto inútil. Prefirió hacer lo más conveniente entonces: enviar un mensaje por el móvil. Así fue como nos enteramos.
Amando volvió a temblar. El miedo ocupó el sitio que antes habían ocupado el odio y los deseos de venganza. Pou esperó a que los ánimos de Amando se enfriaran del todo.
--Querido Amando. Te repito que todo está milimétricamente medido entre nosotros. Lo que debemos hacer es cumplir perfectamente nuestra misión, sin fallos, sin equivocaciones, sin precipitaciones… Y todo lo demás será un camino de rosas. El poder que te aguarda, Amando, es inmensurable, inmensurable, y una vez conseguido serás como un dios. Veo por tu actitud que me vas comprendiendo.—Hizo una pausa; sacó un papel doblado del bolsillo y añadió:-- Lo primero que tienes que hacer cuando salgas de aquí es volver a la dirección de esa entrometida historiadora y dejar en su buzón esta nota que te doy. Debe saber que no nos ha dado el esquinazo que supone y que se le está siguiendo el rastro. No sabemos qué tejemanejes se trae, pero esperamos saberlo de un momento a otro. Tú solo debes limitarte a lo que te dijimos la primera vez…
--A ser su sombra viviente.
--Eso es, Amando, eso es. Una sombra dispuesta a correr cualquier peligro para servir a los Canteros.
Entonces Amando se acordó de un detalle.
--¿Y ese profesor del Ateneo que ayudó a la chica?
--No te preocupes de él. Sabemos quién es y dónde vive. Ahora, Amando, ya sabes: cumple sin fallos la misión que nuestra sociedad ha tenido a bien encomendarte. Ah, y consulta de vez en cuando el correo. No dejes un solo día de mirarlo. Y si algo cambia el curso de las cosas, me pones un email. ¿De acuerdo? No olvides este último detalle. Si averiguas algo nuevo que conviene que sepa la organización, me escribes un correo.





CAPÍTULO CINCO. ENCUENTRO CASUAL

Florencio, el detective, al cabo de unos días recibió una llamada telefónica de la sede del simposio de Zamora comunicándole que su solicitud había sido aceptada y que, en consecuencia, se le esperaba en el congreso. A su llegada se le entregarían las credenciales oportunas. Por Internet hizo reserva de un vuelo de avión destino Valladolid y de la estancia en un hotel de Zamora. Consultó un plano de la ciudad del Duero y localizó fácilmente en él el sitio donde tendrían lugar las ponencias del simposio y la ubicación del hotel. Curiosamente se hallaban los dos en la orilla derecha del río, muy cerca del núcleo urbano y no muy distantes uno del otro, concretamente entre los dos puentes principales llamados respectivamente de Hierro y de Piedra.
Esa tarde se la cogió libre y se fue al cine del barrio a ver una película de gánsters, género por el que sentía verdadera pasión. Al volver a casa, tarde ya, cenó con los restos de la comida del mediodía. Antes de irse a dormir, hizo la maleta con cuatro prendas de ropa y pocas cosas más, sin olvidar la novela de Camilleri. (Tú te vienes conmigo, por si allí no me como una rosca, que será lo más probable.) Se dio un lingotazo de orujo de hierbas y se acostó no sin antes programar el despertador para levantarse a buena hora.
Aún no se había hecho de día cuando salió de casa. Y aunque iba con tiempo suficiente, no las tenía todas consigo pues debía tomar el metro hasta Sans y allí tomar el tren del aeropuerto, y con los medios de transporte nunca se sabe. Durante el trayecto del metro hasta la estación monumental de Sans se enteró leyendo de que Amalia Sacerdote tenía unas agendas donde apuntaba, entre otras cosas, sus citas de amor, agendas que recogían con todo detalle nombres y direcciones de algunos de sus clientes (¡Menudos cuernos los de su novio Manlio Caputo!) y otros sucesos pertenecientes al año en curso y a los tres anteriores. Cuatro agendas que por arte de birlibirloque habían desaparecido. Antes se había destacado el detalle del cenicero y ahora el de las agendas. Y por medio, los tejemanejes de políticos, policías y leguleyos de tres al cuarto.
Lo de la estación de Sans es algo que para Florencio Ortiz que no tiene parangón. Allí hay todo un mundo. Gente que espera, gente que sale y gente que no va a ninguna parte, indigentes que han tomado la estación como un gran hotel gratis donde pasar unas cuantas noches sin que la policía que anda por allí de un lado para otro les dirija la palabra. (Ahora se lleva mucho el compadreo y el paternalismo barato.) Merodeadores de toda calaña y amigos de lo ajeno. El detective sonríe. Sin embargo, hay en su sonrisa una gran comprensión para con la raza humana, aunque sin concesiones gratuitas. (Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.) De un simple vistazo, sabe diferenciar a quien va de viaje aunque esté desayunando en uno de sus múltiples bares o adquiriendo un periódico en algún quiosco de prensa y libros, de quien vuelve de un viaje: sus andares cansados, sus ojeras, sus movimientos de cabeza, como desentumeciéndose de un gesto prolongado, le delatan. Los sin techo es otra cosa. A la vista está su aspecto exterior y su actitud de dueños del espacio que ocupan, un rincón de las salas de espera, una columna, el rellano de una escalera, el recodo de una cabina telefónica…
Mientras el detective consulta el tablón de anuncios de trenes que llegan y salen de los andenes, a su mente viene el caso de uno de estos hombres que tuvo que resolver no hacía mucho. Era una persona de mediana edad que de la noche a la mañana había desaparecido de su casa. Tenía esposa y tres hijos en edad escolar. Vivían bien, tenían una segunda vivienda en Tossa de Mar y dinero en el banco. Pero aún así el hombre se fue de casa. Su mujer le había confiado durante la primera entrevista que el desaparecido había sido siempre muy hogareño y quería mucho a sus hijos, para quienes siempre tenía una palabra cariñosa y un gesto tranquilo y paciente aunque llegara cansado del trabajo. De ahí que su repentina desaparición sólo podía deberse a un accidente grave o quizás a un posible secuestro por parte de alguien que se había enterado de que poseían bienes. El detective vuelve a sonreír pensando en otros casos parecidos. Generalmente, el hombre, agobiado por tanta responsabilidad, opta por ponerse voluntariamente fuera de la circulación. Aunque algunos casos tienen un trágico desenlace, la vía del tren, un tiro o una borrachera sin límites con muerte de “delirium tremens” en cualquier calleja sin nombre. Pero la mayoría buscan salida cambiando de aires o de costumbres. Así que le pidió a la mujer al final de la entrevista, como solía hacerse en estos casos, una fotografía reciente de su marido y los teléfonos y direcciones de sus principales amigos y compañeros de trabajo. No le fue difícil acabar la investigación en la estación de Sans. Allí encontró al hombre, agazapado detrás del muro de uno de los ascensores, sobre unos cartones y con barba de semanas. Sonreía beatíficamente mientras a escondidas daba pequeñas caladas a un cigarrillo.
Un chaval de unos quince o dieciséis años, con la mochila escolar a sus espaldas, se cruzó con él mientras bajaba la escalera camino del andén. Por su forma de mirar, de fumar y moverse, dedujo al instante que el muchacho en cuestión pertenecía a uno de los casos más preocupantes de los últimos tiempos, el de los adolescentes absentistas de sus centros escolares. Como en una película se le representó en su cabeza el caso que había resuelto apenas unos días atrás. Fue el de un chico de familia bien que, también de repente y sin causa aparentemente conocida, pasó de ser un alumno ejemplar, de buen comportamiento y mejor rendimiento escolar, a suspender sistemáticamente todos los controles del colegio y a ser objeto de numerosos expedientes académicos.
Recordaba ver al chico salir de casa, como cualquier día, a las ocho de la mañana camino del Instituto. Llevaba a la espalda, como siempre, la mochila con los libros del horario de la jornada. En la acera de enfrente, escondido en su coche, le esperaba él, siguiendo el encargo de la madre del muchacho. Días atrás había recibido la llamada telefónica de la señora Llonc requiriendo sus servicios. Se vieron en la agencia al día siguiente. La mujer, visiblemente nerviosa, a una invitación del detective, se sentó al otro lado de la mesa de éste. Se quitó los guantes, luego las gafas oscuras que ocultaban sin duda unas delatoras lágrimas de preocupación y se puso a hablar:
--Como le dije por teléfono, quisiera que averiguara qué le ocurre a mi hijo. Su tutor, en la última entrevista que mantuve con él, me dijo que Nacho falta últimamente a las clases del Instituto. Yo le contesté que eso no era posible porque cada mañana sale de casa para ir a clase. Él insistió enseñándome la lista de faltas de la primera hora de la mañana de los dos últimos días y ayer mismo me volvió a llamar para recordármelo. Ya no puedo más.
La mujer intentó sofocar un sollozo.
El detective apuntó algo en su agenda y luego, tras dejar unos segundos que la señora Llonc se tranquilizara, le preguntó:
--Y el padre, ¿está al tanto de lo que le ocurre al chico?
--Estamos separados. No se lo dije por teléfono porque esas cosas no se dicen por teléfono. Hace un año que nos separamos. Pero ellos se ven con cierta frecuencia. La última vez que lo hicieron fue el fin de semana último. Y, según sospecho, jamás le pregunta cómo va en los estudios. Se limita a darle grandes cantidades de dinero para comprar su voluntad y tenerlo de su parte.
--¿Qué quiere decir?
--Lisa y llanamente que pone a Nacho en contra mía. Debe decirle que yo soy una bruja o cosas peores.
--Dejemos de momento eso. ¿Cómo ve usted a su hijo? Quiero decir que cómo se porta en casa mientras está allí?
--Lo noto distante. Ya le he dicho que debe de ser del veneno que le mete el padre cuando está con él. Apenas me dirige la palabra.
--Pero usted, ¿intenta hablar con él? ¿Le pregunta cosas de los libros, de los amigos, de los profesores?
--Claro que sí. Constantemente. Pero él rehúye la conversación que tiene que ver con el Instituto y otras veces responde con evasivas. Mire, señor detective, yo lo noto, sobre todo de un tiempo a esta parte, muy huraño conmigo.
--Ya –dijo el detective apuntando de nuevo en la agenda--. Ahora desearía, si no tiene inconveniente, hacerle algunas preguntas.
--Las que quiera.
--¿Su hijo se asea regularmente? Quiero decir, ¿cuida de su aspecto personal?
--Sí, Nacho siempre fue un niño muy limpio.
--De acuerdo. Un par de preguntas más. Primera, ¿mantiene organizada su habitación?
--No es un dechado de orden, para qué nos vamos a engañar. Pero no he notado nada que indique que ha empeorado, si es eso lo que me pregunta.
--Sí. Y segunda pregunta. Quiero que lo piense bien antes de contestarme. ¿Tiene ordenador para él solo?
--No le entiendo muy bien. Nacho dispone de un ordenador, sí. Su padre se lo regaló en las últimas Navidades y…
--Lo que quiero saber, señora Llonc, es si su hijo navega por Internet y qué tipo de cosas consulta o si chatea con alguien.
La interpelada cambió de semblante.
--Si tengo que decirle la verdad, no lo sé. Sé que se pasa mucho tiempo pegado a la pantalla, pero lo que hace en ella, debo reconocer que lo ignoro.
--Bien, no se preocupe. Vamos a hacer una cosa. Hoy, cuando llegue Nacho a casa por la tarde y se ponga ante el ordenador, invéntese cualquier motivo, ustedes las madres lo saben hacer muy bien, para entrar en su cuarto y, con buenas palabras, con esa sana sabiduría que tienen ustedes, charle con él y averigüe qué trabajo anda buscando en Internet, qué asignatura y profesor se lo pide o cosas por el estilo. Cuando lo haya averiguado me llama por teléfono.
En eso habían quedado. Y ahora, viendo al chico caminar por la acera a unos pasos de él, recordaba que la señora Llonc no debía de haber averiguado nada porque no le había llamado por teléfono para decirle alguna cosa sobre el particular. La cuestión fue que el detective vio al muchacho coger el metro en Cataluña después de dar varias vueltas por las calles de los alrededores como intentando despistar a un presunto perseguidor. Un par de veces había mirado hacia atrás, pero el detective conocía bien su oficio y logró no despertar sospecha alguna en el chaval. Éste, finalmente, cogió el metro dirección Plaza España y se apeó en la Estación de Sans.
La película de su memoria se esfumó de repente cuando al llegar al andén vio por el reloj colgado del techo que el tiempo que le quedaba para la hora del avión se había reducido notablemente. Si no llegaba pronto el tren del aeropuerto la cosa iba a ir demasiado justa. Caminó unos pasos por el andén y reparó en un hombre que, sentado en un banco, estaba muy enfrascado en la lectura de un libro. Se asomó disimuladamente por detrás para ver qué estaba leyendo. (Deformación profesional, chico, ¡qué le vamos a hacer!). No lo averiguó. Entonces apareció en el túnel el tren del aeropuerto, circunstancia que obligó al atento lector a levantarse del banco y cerrar su libro. Fue cuando vio la cubierta con el título y el autor. No podía creerlo. Otro lector de Camilleri. ¿Qué tiene este novelista que no tengan otros? Sagacidad y simpatía para contar, eficacia en los diálogos, dosificación de la intriga, lenguaje directo y muy actual, sin paliativos… Pasmado por la coincidencia, entró en el tren detrás del hombre. La novela en cuestión era La luna de papel. La recordaba vagamente. Pero eso no era lo importante. Lo importante era que el hombre le miraba a él como si lo conociera de siempre, como si supiera que él también leía a Camilleri. El detective sonrió. El hombre se acercó a él y en un susurro de voz le dijo, mientras apuntaba con la mirada a cierta parte del cuerpo del detective:
--Lleva la bragueta abierta.
El detective borró de golpe la sonrisa de su boca. Dijo “gracias” en un hilo de voz y se retorció cómicamente para subirse la cremallera con todo el disimulo de que fue capaz.
La llegada a la terminal se convirtió en un cúmulo de carreras y sudores por llegar a tiempo a la puerta de embarque. Si hubiera llevado una maleta mayor, no habría cogido el tren. El hecho de no tener que facturarla le solucionó el problema. En el avión le tocó por compañera una mujer joven que olía a perfume caro, era guapa y desenvuelta. Le pareció en seguida una profesora, abogada o perteneciente a un oficio parecido, con estudios, inteligencia sobrada y saber estar, tanto como para pasar de él olímpicamente, pese a que a las primeras de cambio respondió a su saludo cortésmente y con una sonrisa arrebatadora.
Más tarde, cuando la azafata pasó sirviendo algunas bebidas, ambos compañeros de viaje se atrevieron a intercambiarse frases enteras. (No sueñes en ningún ligue con ella, iluso.) Se presentaron, aunque él sospechó que la joven inventaba datos sobre la marcha, y lo sospechó porque, entre otras cosas, él lo había hecho. (Siempre fingiendo. ¿Cuándo vas a dejar a un lado tu oficio?) Ella le había dicho que se llamaba Clarisa. Pero ¿quién se llama así hoy en día? (Se llama como una monja. Sor Clarisa. ¡Ay, doña Inés del alma mía! Aquí tienes a tu Don Juan.) ¿De qué se quejaba? Si él le había dicho que era escritor y que iba a recoger un premio que acababan de otorgarle. (¡Tan fantasma como siempre! A ver cómo sales de ésta, Florencio.) Luego se entregaron durante unos minutos a sus respectivos quehaceres: ella, a revisar su agenda y apuntar unas notas, y él a leer la novela de Camilleri. De vez en cuando y sin mover la cabeza miraba de reojo a las rodillas de su compañera. Lo que pasara entre Guiditta y el senador Filippone de la novela le traía al pairo, lo mismo que los negocios del hombre invisible que aparcaba en la parte de atrás de la casita donde estaba alquilada Amalia Sacerdote para encontrarse con ella antes de ser asesinada. Ahora lo que le importaba era vivir la proximidad de la bella y moderna monjita que viajaba a su lado (Cada vez te pareces más a un adolescente, Florencio. Deja de soñar.) Pero justificaba aquello porque andaba falto de un buen polvete. (¡Hala! Ahora te acabas de convertir en un vulgar macarra.) Después descubrió, o por lo menos le pareció descubrir, que Clarisa le miraba también de reojo. Entonces miró a la joven de repente y se encontró con su mirada, una mirada azul y limpia que nunca antes había visto.
--¿Le gusta Camilleri?—preguntó ella.
Qué pregunta. Sin embargo, no supo ni qué contestarle ni cómo hacerlo. Acababa de descubrir en la mejilla derecha de la joven un trío de pecas totalmente sugeridoras.
--Me gustas mucho. Perdón. Quiero decir que Camilleri me gusta mucho. Sus novelas, ésta por ejemplo, y otras, todas… tienen algo que enganchan al lector a la primera de cambio. Sus diálogos son tan naturales, tan directos… y tiene una forma magistral de describir situaciones…
--¿Cómo se titula?
--La muerte de Amalia Sacerdote.
--¿De qué trata?
Ese no era modo de preguntar. Además, tampoco en esta ocasión encontró palabras para responder. Aquella mirada de cielo profundo…
La voz en off del comandante se oyó resonar en el vientre de la nave para decir que estaban llegando a Valladolid.
Y los dos pasajeros interrumpieron su conversación. Él pensó que debía emplearse más a fondo la próxima vez que intercambiaran nuevas frases para lograr que Clarisa se sincerara más con él y le abriera su corazón. (Demasiadas pretensiones, chico. Confórmate con lo que hay.) Por primera vez creyó que valía la pena seguir hablando con ella, acercarle su corazón. Y en cuanto a Clarisa, a juzgar por la sonrisa que no dejaba de volar por la comisura de sus labios, parecía comulgar con esa misma sensación.
Florencio vio una ocasión de oro cuando, caminando hacia las cintas de los equipajes, Clarisa hizo un comentario sobre la posibilidad de alquilar un coche para trasladarse a Zamora. Tocó la rana de madera que siempre llevaba en el bolsillo para que le diera suerte y le dijo:
--¿Vas a Zamora? ¡Qué coincidencia! Yo también. Si quieres puedes venir conmigo en el coche que tengo alquilado. Será más divertido.
Ella al principio rehusó el ofrecimiento, pero luego aceptó poniéndole condiciones que el detective aceptó enseguida. (Todo con tal de viajar contigo, muñeca. Deja de imitar a Marlowe, fantasma.)
Estaban tan pendientes uno del otro que no advirtieron la presencia de Amando que, con un equipaje pequeño delante de sus rodillas, les espiaba desde el bar del aeropuerto medio oculto tras una columna. Se levantó para seguirles de lejos hasta la oficina del Renta-Car. Vio al detective recoger las llaves del coche que los llevaría a Zamora y a continuación él hizo lo mismo. Al cabo de unos minutos conducía su coche a una cincuentena de metros del Opel que llevaba a los dos entrometidos hacia la salida de Valladolid por avenidas de tráfico denso para enfilar la autovía de Zamora.
Llovía un agua fina que acharolaba el alquitrán de la autovía. Durante los primeros kilómetros hablaron, sin detallar demasiado, de los motivos de sus respectivos viajes a Zamora. Y a las primeras de cambio, el detective se convenció de que la chica le atraía cada vez más. Respecto de la historiadora, actuaba con más prudencia, en especial después de lo que le había pasado en Barcelona con aquel otro hombre grande y vestido de negro que la había amenazado de muerte. Pero a medida que pasaban los kilómetros y la conversación se volvía más fluida, empezó a ver en su acompañante a un chico divertido, algo pagado de sí mismo, eso sí. Pero su intuición femenina le decía que podía contar con él. Era en lo importante bastante formal y en casi todo…divertido. Sí, esa era la palabra que mejor le cuadraba: divertido.
Al entrar en Zamora por el Alto de los Curas, promontorio que desemboca en una de las avenidas principales de la ciudad, Clarisa ya sabía que Florencio era de fiar, aunque no había acabado diciéndole el verdadero motivo de su presencia en la ciudad del Duero.
--¿Conoces Zamora?—le preguntaba Florencio.
--Un poco, pero hace muchos años que no venía.
--Tengo el hotel entre dos puentes. El Puente de Hierro…
--¿Y el Puente de Piedra?
--Sí. ¿Conoces la zona?
--No mucho.
--Pues en esa zona está mi hotel.
--En cambio, el mío…, quiero decir mi alojamiento, está al otro lado del río.
--Te llevo. No tengo prisa. Hasta mañana por la mañana no debo presentarme en el Simposio.
--¿De verdad que no te causa ningún trastorno?
--De verdad. (Estar a tu lado, es estar en la gloria.)
Sonó el móvil de Clarisa.
--Sí, tía, acabo de llegar. Un buen amigo me lleva en su coche hasta casa…Ya te contaré… Sí, sí, no está mal—Miró a Florencio y sonrió--… En cosa de cinco o diez minutos, como mucho… Hasta luego, un beso—guardó el móvil--. Era mi tía. Ahora al llegar a la rotonda del fondo de la avenida giras a la izquierda; la cuesta baja hacia el río. Ya te iré indicando.
--¿Qué te preguntaba de mí tu tía?
--¿Y cómo sabes eso?
--Por la conversación.
--Pues las cosas que preguntan las tías por los hombres que van con sus sobrinas.
--¿Y tú que le has dicho?
--¿No lo has oído?
--Sí, pero quiero oírlo otra vez.
--Pues te vas a quedar con las ganas. Sigue conduciendo.













LA NOTICIA









El Tour pasa por Tossa de Mar


























































































Después de cuarenta y cuatro años el Tour de Francia vuelve a tener una etapa que acaba en Barcelona. Concretamente, la sexta, cuyo punto de partida es Gerona. El recorrido no podía ser más atractivo pues, dejando aparte las dos ciudades que sirven de principio y fin al mismo, cuya belleza nadie discute, parte de la ruta se asoma al mar y corre paralela a él durante bastantes kilómetros, algunos de los cuales pertenecen a la Costa Brava y entre ellos a Tossa de Mar. Yo he tenido la suerte de ver pasar la serpiente multicolor por las primeras rampas de la montaña que separa Tossa de Lloret. Y mientras rodaban las bicicletas por delante de mí, pude reconocer, entre otros, a Alberto Contador, nuestra baza singular para ganar la edición de 2009, a Lance Armstrong, ganador de siete tours, y a Sastre, vigente campeón de la ronda gala. Horas más tarde vi por la televisión la llegada de los ciclistas a Barcelona en medio de una abundante lluvia, que provocó algunas caídas, antes de llegar a las rampas de Montjuic, donde estaba la meta. La llegada fue al "sprint" y resultó vencedor el noruego Hushovd, seguido de nuestro Óscar Freire. La clasificación general sigue igual: primero, Cancellara; segundo, Armstrong; tercero, Contador. En la séptima etapa, que llega a Andorra, habrá posiblemente los primeros importantes movimientos de cara a la clasificación final. Veremos.










En la fiesta, la muerte

































Como sabemos, estos días se celebran en Pamplona los famosos Sanfermines. Pues bien, si hasta el momento (tres encierros) no había que lamentar ninguna víctima mortal, hoy 10 de julio, durante el cuarto encierro, un toro rojo de la ganadería Jandilla (ya tienen fama estos toros de haber causado mucho peligro años anteriores) llamado Capuchino ha corneado a un joven de Alcalá en el cuello y tras seccionarle la aorta y la cava le ha causado la muerte casi instantánea. La trágica cogida la hemos podido ver en el Telediario de las tres de la tarde y hemos quedado consternados. De nuevo la fiesta se tiñe de muerte. A partir de hoy la familia de ese joven corredor llorará su pérdida. Per mañana sonará de nuevo el chupinazo que dé salida a un nuevo encierro. Los toros corriendo por Estafeta hacia la plaza y una multitud de corredores y otros que no lo son volverán a arriesgar su vida. Todas las fiestas son así: es el juego interminable de la vida y la muerte. Aunque una pregunta me sigue rondando la cabeza. ¿No podría evitarse tanto riesgo innecesario?









EL COMENTARIO





Esperadme en el cielo











De la periodista Maruja Torres (Barcelona, 1943), antes de ganar los premios de novela Planeta y Nadal, conocía apenas los escándalos de sus declaraciones descalificadoras acerca del PP publicadas en algunos periódicos años atrás. Y ahora, después de leer el libro que le dio el Nadal de 2009, sé algunas cosas más, que paso a exponer. En primer lugar, vaya por delante la constatación de que en Esperadme en el cielo es un claro homenaje a los escritores barceloneses en lengua castellana Manuel Vázquez Montalván y Terenci Moix, amigos de la periodista. De ahí que por las páginas del libro desfilen multitud de personajes reales relacionados con el mundo de la literatura, el arte y la cultura en general, incluida la lengua (no en balde se cita varias veces en ellas, en las páginas del libro quiero decir, el Diccionario de doña María Moliner, que, por otra parte, se utiliza para ocultar el supuesto testamento que la periodista ha redactado). Y es que en Esperadme en el cielo hay muchos datos históricos, geográficos, viajeros, cinematográficos, literarios, artísticos, autobiográficos... y reseñas periodísticas con alguna que otra opinión sobre política internacional. Es decir, de todo, menos trazas novelísticas. ¿Dónde está la novela aquí? ¿Dónde la narración? Es verdad que se cuenta un encuentro en el más allá con dos amigos del barrio del Raval de barcelona, que le sirve a la narradora para evocar escenas vividas por los tres en épocas diferentes de sus vidas, pero poco más; de argumento muy poco, de evolución psicológica de los personajes, menos, como no sea lo que ya el lector sabe de Vázquez Montalván ( las novelas cuyo personaje central es el detective Carvalho, sus gustos gastronómicos, su poesía o su compromiso político, entre otras cosas), y de Terenci Moix (su afición por el cine o su amor por el mundo milenario de Egipto). El tempo de la narración apenas existe, lo mismo que el juego de la ficción, y no digamos nada de los elementos fantásticos que el lector tiene que aceptar como el citado encuentro de la narradora con los dos amigos recientemente fallecidos en un cielo inmortal pero sin Dios, los vuelos sobre alfombras mágicas, los cambios de vestuario y escena propios de cuento (no en balde la narradora unas veces es Alicia en el país de las maravillas y otras Wendy en el paisaje imperecedero de Peter Pan) o, por no alargar esta enumeración, la conversación que mantiene la protagonista con el Ángel Caído del parque del Retiro madrileño. Y la explicación de todo ello lo encuentra el lector en la última página del libro: lo vivido durante el libro por la autora en realidad ha sido soñado (artificio pobre además de pueril); durante la firma de ejemplares en la Feria del Libro de Madrid se ha quedado dormida. En resumen, lo que se presenta como una novela, ganadora además de uno de los premios más prestigiosos de nuestro panorama literario, no es más que un conjunto de textos que, por separado, y sin la parafernalia del coma, del testamento o de los viajes sobre alfombras mágicas por medio mundo emulando al ladrón de Bagdad con que se adorna el libro, podrían formar el sentido homenaje periodístico de una colega a dos amigos de siempre con motivo de la reciente desaparición de ambos. O sea, una declaración de cariño a dos escritores que fueron algo así como el maestro de la declarante. Y todo hay que decirlo, entre esos textos hay párrafos con cierta calidad literaria. El siguiente habla así de las raíces y del modo de ser de los tres amigos: "Habíamos nacido en el Barrio. Veníamos del Barrio. Éramos el Barrio. Hijos de una posguerra y de una geografía concreta, llevábamos el más amargo antojo de la Historia de nuestro país tatuado en la espalda. Pertenecíamos a las calles de aquella niñez. Y eso lo cambiaba todo" (página 23). Otros pasajes son pinceladas turísticas sobre ciertas ciudades, como el que habla de Beirut en la página 168: "El empuje turístico levanta hoteles de lujo extremo, barrios enteros se convierten en escenario de saraos permanentes, entrecruzadas sus calles por el cañamazo de lugares de nocturno esparcimiento cuya clientela se intercambia. La ciudad se libra alegremente a los magnates de la época. resulta muy virgen todavía, muy ingenua... Se apresta a convivir, esta capital de la frivolidad, con lo más politizado y revolucionario del mundo árabe, semilla de inteligencia que germinó aquí gracias a la apertura con que la prensa reflejaba las opiniones más radicales y contrapuestas, y al extraordinario empuje de las editoriales libreras, las más avanzadas de Oriente Próximo." Pero para construir una novela, eso no basta; hay que crear un mundo ficticio que parezca verdad. Y en Esperadme en el cielo sólo se habla de verdades, de personajes reales con nombres y apellidos como si fuera un libro de memorias (que tampoco) al que se ha querido dar un barniz de cuento fantástico (con el handicap que resulta emplear el sueño como motor de los acontecimientos).



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