martes, 20 de agosto de 2013

DE VELÁZQUEZ A QUEVEDO


 
 

Me pide vuestra merced que le recuerde detalles de mi vida relacionadas con mi obra pictórica y, como es natural, empezaré por el principio, es decir, por los años en que fui aprendiz de pintor. Y todo sucedió de la forma más sencilla. Como mi padre viera que emborronaba los libros y cartapacios de mis primeras letras con dibujos de todo tipo, encontró más acertado ponerme en la escuela de Francisco de Herrera el Viejo. Éste era como artista muy buen pintor, pero como hombre tenía el carácter de un basilisco; así que muy poca gente lograba convivir bajo su mismo techo. Con decirle que su hija por no aguantar su condición desabrida y áspera se metió monja y su hijo huyó a Italia tras robarle, se lo digo todo. Los discípulos tampoco aguantamos mucho sus intransigencias e insultos, y yo mismo, cansado de que recriminara mis formas y procederes en repetidas ocasiones y sin causa conocida, abandoné el taller no habiendo cumplido aún los catorce años para ingresar en el de Francisco Pacheco.
Los dos Franciscos sólo se parecían en el nombre pues este segundo era un modelo de sabio sencillo y generoso que no dudaba en trasmitirnos a los discípulos cuanto sabía de técnicas y modos pictóricos, a la vez que nos daba ánimos cuando alguna parte del proceso de la pintura emprendida se nos resistía.

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