Cuatro Migueles han sembrado de gloria la literatura española: Miguel Cervantes, Miguel de Unamuno, Miguel Hernández y Miguel Delibes. Él último acaba de irse a reunirse con los otros tres en el lugar que le corresponde. Vallisoletano de siempre, amigo de su tierra, la familia, la infancia y la caza, nos ha alegrado a muchos la vida con sus novelas, desde La sombra del ciprés es alargada, la primera, hasta El hereje, la última. En todas ellas nos ha dejado el sello de su humanidad y rara es la que no enfrenta la vida del campo a la de la ciudad, la vida sencilla y sin adelantos a la del progreso. En mi eterno homenaje a Delibes (en este blog pueden leerse muestras de mi incondicional admiración por el escritor castellano), quiero destacar un párrafo de la para mí su mejor novela, El camino. Pertenece al último capítulo, cuando Daniel, el Mochelo, tras evocar en los capítulos anteriores la hermosa aventura vivida en su aldea junto con sus amigos Roque, el Moñigo y Germán, el Tiñoso, recapacita sobre el sentido que tiene la vida para él y sobre el camino que le espera en la ciudad donde se hará un hombre de provecho por decisión de su padre. Acaba de morir Germán y su muerte le ha impactado enormemente. He aquí las palabras del narrador omnisciente refiriéndose al sentimiento que experimenta Daniel (alter ego de Delibes en su infancia) al tener que despedirse por la fuerza de su pueblo.
"A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales aparcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno."
Es decir, todas las pequeñas cosas que lo habían mantenido ligado a su querido valle, a sus amigos, a los personajes del pueblo, a las pequeñas aventuras vividas allí y que constituían el verdadero sello de la infancia, que desaparecía de golpe ante la inmediatez de incorporarse a la vida de la ciudad para hacerse un hombre de provecho. ¡Cosas que separan tan rotundamente los mundos tan distintos de los niños y de los adultos!
Hasta siempre, Delibes. Gracias por tus sabias palabras.
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