sábado, 1 de agosto de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Aquellos tiempos de Instituto








































Yo estudié el bachillerato (mejor dicho, los dos bachilleratos: el elemental y superior) y el Preuniversitario en el Instituto Claudio Moyano de mi tierra natal, en las mismas aulas y con los mismos profesores que mi hermano mayor o los conocidos poetas del lugar Hilario Tundidor o Claudio Rodríguez. En el Instituto viví mis mejores años de adolescencia y primera juventud (allí tuve mi primera novia y mis primeros amigos) y guardo de su estancia entrañables anécdotas. Ya adelanté en otra página de este blog que, durante el Preuniversitario y con objeto de reunir dinero para realizar nuestro viaje de fin de curso y despedida del Instituto, representamos un grupo de alumnos de Letras, y bajo la dirección de nuestro profesor de Francés, la pieza cómica Parada y fonda, de Vital Aza, en la que yo hacía de comisionista catalán. Pues bien, de ese inefable profesor de Francés, que se llamaba don Pedro (temo que su apellido se me haya borrado de la memoria para siempre, no su forma peculiar de enseñar), quiero traer aquí lo que ocurrió en una de sus clases. El caso es que frente a todo lo que tenía de buen profesor don Pedro, le faltaba una pizca de aliño personal, incluido el atuendo y su forma de llevarlo, y así era frecuente que el buen hombre llevara desabrochada la bragueta de su pantalón. Sigamos. Ese día, por las circunstancias que fueran, había más jaleo en clase que de costumbre y, concretamente había una alumna que no dejaba de hablar con su compañera de clase. En vista de ello, el profesor la amenazó varias veces con expulsarla del aula si persistía en su actitud distorsionadora. Pero ella no cejaba en su empeño pues algo muy importante debía de ser lo que
tenía que comunicarle a su vecina de al lado. Así que don Pedro, una vez más repitió su amenaza diciendo la frase mágica que todos esperábamos. "Señorita, que la saco." Y nuestra intervención a coro no se hizo esperar pensando en la bragueta desabrochada de nuestro profesor: "¡Sáquela, don Pedro, sáquela!"
Tuvimos un profesor de Latín que no acabó nunca conectando con los alumnos. Sus clases eran demasiado rígidas y su exigencia no tenía límites. Cuando hablaba no consentía en la clase ni el zumbido de una mosca. Ni cuando escribía el texto de César, por ejemplo, en la pizarra para que lo tradujéramos en un tiempo récord, parecía que tenía ojos en la nuca pues nadie se atrevía a mover un dedo. Pero el tiempo pasa y transforma la didáctica y el alumnado y también el temor y, desgraciadamente, el respeto a los profesores, y aunque el respeto al profesor de Latín, que yo sepa, nunca se perdió, el temor a las malas notas y a los correctivos disciplinarios sí, así que un día en que la clase andaba un poco revuelta porque, entre otras cosas, se acercaban las vacaciones de verano y, prácticamente, las calificaciones estaban puestas (faltaban algunos flecos, como trabajos de curso, traducciones extra y otros asuntos parecidos), un día, digo, de esos tontos que no faltan en la vida de los alumnos y los profesores (en la parte que a mí me toca los conozco muy bien), en el banco inferior del aula algunos compañeros estaban más por la lengua viva que por la muerta de la asignatura y no paraban de charlar. hasta que el profesor, con el ceño fruncido, a punto de perder los papeles (esto último por nada del mundo debe pasar; antes bien, conviene tragarse la bilis, armarse de paciencia y, con los ánimos más templados, tomar las medidas oportunas más tarde), gritó en dirección a los charlatanes: "¡Todo ese banco fuera!" Y dicho y hecho, pero literalmente. Es decir, se levantaron todos los alumnos que lo ocupaban y dos de ellos cogieron el banco por lols extremos y lo sacaron al pasillo. Tal cual. Las carcajadas no se hicieron esperar y, pasadas éstas, todas las miradas se pusieron a observar la reacción del profesor, que, para sorpresa nuestra, se limitó a sonreír para acabar diciendo: "Lástima que la inteligencia la usen sólo para eso".

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