miércoles, 10 de diciembre de 2008

LETRAS PARA EL OCIO

ALGUNOS COMENTARIOS MÁS SOBRE EL ARGOS

A Esteban acabé comentándole algunos detalles de su libro: la información sobre el silencio de la calle cuando la expulsión de los jesuitas, sobre la amenaza que corría el latín en aquella centuria por las malas traducciones que padecía en castellano; el caso de Joaquina Tomaseti, una intrusa en la literatura, hecha sólo para los hombres, a quien los censores impidieron la luz a su Espíritu de la Nación Española por carencia de método, de precisión y exactitud de ideas y a la que tildaron de aficionada a la lectura y a la poesía y dotada de algo de imaginación; la proliferación de escritos malos destinados a la oralidad como discursos, oraciones, exhortaciones, cartas, diálogos..., que nunca fueron imprimidos; el caso de Floranes (página 265); la disponibilidad de ciertos autores (casi humillación) ante los reparos de los censores, dando lugar así a la coautoría entre autor y censor, que proponía sustanciosas supresiones de texto y hasta modificaciones de peso; o el descarte que se hacía de la metáfora y en general de cuantos recursos expresivos enmascararan la realidad, y frente a la diversidad, variedad, nobleza y riqueza del lenguaje propias de siglos anteriores se defiende ante todo la propiedad de las palabras. Entre los pocos reparos que le hice a mi hijo respecto de su estilo fue el empleo preferente del "mas", como sustitutivo del "pero" adversativo, la alternancia de la primera persona del singular y del plural o la frase cacofónica de la página 219: "la policía regia exigía un sigilo...". De todos modos, y se lo dije también, gracias a él estoy aprendiendo mucho del siglo XVIII español y del método que seguía la Corona y el conjunto de personas que trabajaba para ella, desde el Consejo hasta el último juez de imprentas, para impedir que determinados documentos vieran la luz.










EL TIEMPO DE LO QUE LE FALTA AL TIEMPO

Lo que le falta al tiempo ya es pasado. Mi mujer me contó cómo terminaba la novela. Cádiz, el viejo pintor enamorado de Mazarine (y por lo visto amigo íntimo de su padre, a quien le prometió antes de morir que cuidara de ella), encuentra la muerte en la terraza del Arco del Triunfo apuñalado por Ojos Nieblos, que en el forcejeo se precipita al vacío y muere también. Mazarine tiene una niña (posiblemente de Cádiz); Sara Miller, la esposa de Cádiz, tras ver cómo su matrimonio va a la deriva y acompañar a su nuera hasta que esta queda tranquila con su marido Pascal el psiquiatra (que, como quedó dicho más arriba, resulta que es hijo de Cádiz y Sara, con quienes no solía relacionarse mucho), se marcha a Colombia. A todo esto La Santa ha vuelto a aparecer del mismo modo como desapareció... Es decir, una novela más, con erudición histórica incluida, pasiones humanas y concesiones a la magia y esoterismo (los cátaros, la secta de los Ars Amantis, el cofre con el libro de la historia de Sienne que sólo se abre recurriendo a combinaciones secretas...) de tantas como van apareciendo en estos últimos tiempos desde que Brown se hiciera famoso con su Código. Tras el último capítulo, el 113, la autora escribe un par de páginas para contar cuándo nació el libro; también se excusa de haber adelantado la vida de Giotto medio siglo y agradecer a una serie de personas su compañía. Oigamos el último agradecimiento: "Finalmente, quiero cerrar este libro dando las gracias a un maravilloso ser humano que desde hace 19 años me acompaña, estimula, aconseja, comprende y, sobre todo, me ama con un amor íntegro, el de verdad, el que siempre, siempre está. Gracias, Joaquín." (Sin comentarios.)









JOSEPH CONRAD

Conrad, Joseph Conrad es diferente. Más de ochenta años después de su muerte, sus escritos siguen vivos y siendo objeto de adaptaciones cinematográficas, simposios y lecturas incondicionales. Aventurero incorregible (a los 17 años se enroló en la Marina mercante francesa y participó en todo tipo de incidentes, políticos, contrabando de armas...), escribió relatos (uno de ellos, El regreso, es la historia que está leyendo mi mujer en el momento en que hago esta reseña) y novelas ambientadas tanto en tierra como en el mar (Nostromo, La línea de sombra, El corazón de las tinieblas, Un vagabundo de las islas, El agente secreto y un largo etcétera). Durante uno de tantos paseos como por Tossa damos mi mujer y yo ahora que estoy de baja (dos días en este pueblo de mar entre semana es gloria bendita; me causa un placer inmenso, casi delictivo, poder hacer lo que quiera sin contar con las agujas del reloj ni con los horarios fastidiosos de las clases) mi mujer me contó lo que hasta ese momento había leído de la historia de El regreso (Gabrielle se llamó la película que, dirigida por Chéreau, está basada en la novela de Conrad): que el protagonista, un hombre quisquilloso e intransigente con las anquilosadas normas de la sociedad y con una moral un tanto peculiar, Alvan Hervey, un día al volver a casa se encuentra con una carta de su mujer, la cual le acaba de abandonar por otro hombre. Y cuando ha pensado infinitud de cosas acerca del proceder de su esposa y de la situación en que ha quedado él, ve que, finalmente, aquella se arrepiente y regresa al hogar. Entre la pareja surge una discusión sobre el deber humano y otros temas morales que siempre gustaron al escritor ucraniano, en la que se retratan los caracteres de uno y otra totalmente diferentes.
"Conocía los pasos. No cabía ninguna duda. Ella había vuelto. Y a punto estuvo de exclamar:
"¡Naturalmente!", tan súbita e imperiosa era su percepción del carácter indestructible de aquella mujer. Nada podía destruirla, y sólo su propia destrucción --pensó-- podría mantenerla alejada de él. Ella era la encarnación de todos los breves instantes que cada hombre se reserva en la vida para soñar, para soñar sueños sublimes que plasman los más queridos y provechosos anhelos. Presa de un temblor interior, la escudriñó con la mirada. Era misteriosa, importante, encarnaba un sentido oscuro, como si fuera un símbolo. La miró con atención, inclinado hacia delante, como si en ella descubriera algo que nunca antes hubiera visto. Dio un paso en su dirección de modo inconsciente, y luego otro. Vio cómo ella hacia con su brazo un amplio gesto decidido, y eso lo detuvo. Había levantado el velo. Fue como si se hubiese alzado la visera de un casco."
Mi mujer acabó de leer el relato (incluido en su momento por Conrad en la colección Cuentos de inquietud) aquella misma tarde antes de cenar, y el desenlace, totalmente inesperado (esperado para la época: machista, hecha para el hombre), fue de mi agrado. En el relato hay dos páginas, las últimas, que no tienen desperdicio. Y, en especial, la última oración, definitiva, rotunda, emblemática y vinculada con el título del cuento: "Él jamás regresó."

No hay comentarios:

Publicar un comentario