martes, 8 de octubre de 2013

UNA VEZ QUE DEJÉ DE SER NORMAL


 
Yo he sido siempre un hombre corriente, y nada especial me debe la humanidad. Todo lo contrario: si alguna vez fui algo más de lo normal fue gracias a los avances de la técnica. Y ahora que recuerdo, esa vez sucedió cuando me operaron de cataratas. Yo nunca antes había pasado por un quirófano, y aunque mi paso por él fue rapidísimo, apenas media hora, la experiencia que viví  tras la operación me marcó para siempre pues nunca he dejado de recordar lo ocurrido al día siguiente cuando mi mujer me destapó el ojo operado ni he dejado de tener pesadillas desde entonces.

No me detendré en el proceso previo a la operación ni a la operación misma, pues son cosas que muchas personas de mi edad han vivido en su propia piel, quiero decir en sus propios ojos. Así que voy al hecho singular que me ocurrió cuando mi mujer, siguiendo las indicaciones del oftalmólogo que me operó, me retiró con sumo cuidado el vendaje que tapaba mi ojo derecho para ver si todo había ido como se esperaba.

Recuerdo que tenía acorchada media cabeza, la que correspondía al lado del ojo operado, y que al tacto no sentía, lo que resultaba una sensación que me llenaba de angustia. Angustia que desapareció cuando mi mujer me lo dejó al descubierto. Sin embargo,  al mirar hacia el marco de la ventana para ver lo de siempre, es decir, la copa del magnolio del jardín y la parte más alta de la casa de enfrente, comprobé que la percepción de la realidad del ojo operado no tenía nada que ver con la del otro, y, lo más extraordinario, que un ser superior miraba por él.

Mientras mi ojo normal se limitaba como siempre a percibir las líneas y los volúmenes, los colores, los brillos y los matices del árbol del jardín y del remate del edificio de enfrente, mi ojo recién operado me aumentaba de tal modo los objetos y me los acercaba tanto a mi retina, que tenía la viva impresión de que era yo quien los atravesaba limpiamente y me metía dentro de ellos. Para decirlo de una vez, sólo en décimas de segundo ese ser superior que miraba por mi ojo operado había atravesado la copa del magnolio y penetrado en el altillo de la casa.

Estaba, lo que se dice inconscientemente, alucinando. Y sonreí embargado de una inmensa emoción. Mi mujer me preguntó si todo iba bien. “No puede ir mejor”, contesté sin dejar de sonreír. Nos abrazamos celebrando así el éxito de la operación y me dispuse a aprovecharme de mi nuevo poder, aunque, eso sí, no dejaba de experimentar el desasosiego que me producía la insensibilidad y acorchamiento de la mitad de mi cabeza. Y ese mismo día el poder de mi ojo derecho alcanzaría alturas insuperables y llevaría al ser superior que miraba por él a límites extremos. Sucedió en la persona del primer amigo que vino a verme para interesarse por mi salud.

Alfredo, así se llama este amigo, ha trabajado toda su vida como contratista de obras y durante la época de la burbuja del ladrillo logró amasar una suculenta fortuna. Ahora lleva tres años jubilado y ha sufrido en poco tiempo dos anginas de pecho que le han metido el miedo en el cuerpo de tal modo que desde el último ataque no ha vuelto a fumar un cigarrillo, a tomar un sorbo de café ni a probar una gota de alcohol. Así que lleva una existencia de ermitaño, en la que apenas sale de casa si no es para acercarse al quiosco de la esquina a comprar el periódico o hacer alguna visita de compromiso como ésta que me disponía a contar.

Al abrirle la puerta evité mirarle. Me limité a estrecharle la mano y a invitarle a pasar. Alfredo me saludó con una voz lenta y cansada y echó a caminar con pasitos cortos hacia el comedor. Allí se sentó en el sillón que encontró primero y yo en el que había enfrente teniendo la precaución de no fijar mis ojos en su persona. Tomó aliento y me preguntó por mi operación. Le contesté con los ojos cerrados que todo iba bien, salvo que aún sentía media cabeza insensible, fría y acorchada. Entonces me dijo que ahora se explicaba por qué no le  había mirado ni una sola vez a la cara desde que le había abierto la puerta.

“Pero sí podrás echar… una ojeada a la aguja… que llevo en la corbata”, dijo de tres intentonas. Y tras tomar un respiro añadió en cuatro turnos: “Eso no… te causará… ningún… daño”. Confieso que la curiosidad me venció y no tuve otra opción que mirar la aguja de su corbata. Ahora me alegro de haberlo hecho porque sin duda le salvé la vida. Le miré la aguja atentamente y mientras mi ojo normal vio lo que realmente era, un delfín de oro con el ojo de circonita, mi ojo derecho atravesó en décimas de segundo la corbata, la camisa, la piel, los tejidos del pecho de mi amigo hasta tropezar en un émbolo que, formado en una vena superior, impedía que la sangre siguiera su camino vital hacia el corazón.

Aparté la mirada del pecho de Alfredo y, sin atender a su reacción, descolgué el teléfono. Acto seguido marqué el número de Urgencias y a la voz que me atendió dije rápido y claro: “Manden una ambulancia al número 12 de la calle Argentina. Peligro de infarto. Sí, al número 12. Gracias.” Y colgué. Mi amigo se movió inquieto en su sillón antes de preguntarme: “¿Vas a sufrir un infarto?” Le puse una mano en el brazo para pedirle calma y luego dije: “No, yo no. Tú. Lo acabo de ver con este ojo.” Y le señalé el recién operado.  “¡No me asustes!”, dijo llevándose instintivamente una mano al pecho. “Es mejor asustarse que morirse”, dije mientras notaba que mi media cabeza había empezado a adquirir cierta sensibilidad.

Momentos después oímos acercarse por la calle la sirena de la ambulancia. Alfredo permanecía quieto con los ojos cerrados y con una mano puesta sobre el lugar del pecho en que, por los gestos de dolor, ahora sentía realmente la presión. Llamaron al timbre. Eran los del SAMUR. El médico atendió al paciente durante unos minutos. Luego pidió a sus acompañantes que se lo llevaran al Hospital para terminar el proceso de recuperación y nos miró a mi mujer y a mí diciendo. “Si no es por ustedes, no habríamos llegado a tiempo”. Le sonreí mientras comprobaba que mi vista, las de los dos ojos, era la de un hombre normal, salvo la pequeña diferencia de nitidez y brillo que me proporcionaba el ojo recién operado.
 

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