martes, 15 de octubre de 2013

FRANCISCO BRINES ENTRE EL CANTO Y LA ELEGÍA


 

 

Cuando Antonio Machín Romero, autor del ensayo cuyo título coincide con el de la presente entrada, me pidió que le presentara su libro sobre Brines, acepté gustosamente por amistad y admiración, hacia el crítico y hacia el poeta; a Antonio lo conozco desde que en 2003 me mandó una carta solicitando vernos para hablar de Claudio Rodríguez, poeta paisano cuya obra frecuento a menudo, y sobre el cual acababa de publicar un magnífico estudio; y a Francisco Brines, desde que en 1997, año muy importante para mí por muchas razones, me entregó, en nombre del jurado del Premio de Poesía Taurina de Valencia, del que él era Presidente, el galardón del certamen por Toro de la noche; en dicha ocasión, mientras la ciudad disfrutaba de sus famosas Fallas, y en la sede de la Peña situada en la calle Convento de Jerusalén de la ciudad del Turia, hablamos de poesía y del mencionado Claudio Rodríguez, con quien Brines había coincidido algunos años atrás en Inglaterra, donde ambos ejercieron de Lectores de Español.

 

Una vez aceptado el compromiso de la presentación del libro, me metí en la piel de un lector cualquiera para analizarlo con la máxima objetividad posible.

En la mitad superior de la cubierta, encima del título Francisco Brines. Entre el canto y la elegía, una fotografía muestra a tres niñas, nietas de Antonio, jugando a la orilla del mar, clara alusión a ese Canto  y a esa Elegía del título: por un lado, la infancia, el juego, la inocencia feliz, el canto a la vida en su primera etapa; y, por otro, el mar, símbolo de la meta de la vida, de la muerte, último e irreversible destino del hombre, elegía a la fugacidad de la existencia y al paso inexorable del tiempo y sus insalvables consecuencias.

 

 

Y fue junto al mar de mi Tossa donde concluí la lectura del libro, lectura guiada sabiamente en todo momento por Antonio Machín Romero, soriano por más señas y dueño de un castellano sereno y castizo, profesor de Lengua y Literatura española jubilado y autor también de los estudios dedicados a los poetas Dionisio Ridruejo  y el citado Claudio Rodríguez, y al filósofo, jurista y pedagogo Julián Sanz del Río y al político y ensayista Tierno Galván.

 

En cuanto al libro presente, puedo afirmar que desde una postura objetiva, rigurosa y didáctica ha resultado un trabajo completísimo e imprescindible sobre Francisco Brines, no sólo sobre su vida y obra, que es lo habitual en este tipo de estudios, sino también sobre la actitud ética de compromiso del poeta con su propia vida y con la de los demás así como el modo de concebir la poesía y su propio proceso creador, incluyendo abundantes conocimientos sobre el estilo del poeta y sus principales recursos.

De todo ello se deduce el objetivo que ha buscado el autor con su exhaustivo trabajo, y es, como dice en el Prólogo, hacer más cercana al lector la obra poética de Brines y su mundo, estudiando su circunstancia particular y analizando, tras la lectura sosegada y atenta de todos y cada uno de los poemarios del poeta, las características centrales de su obra.

 

Y manejando con destreza de profesor y ensayista experimentado la extensa bibliografía que sobre el poeta incluye en el trabajo, comienza definiendo la obra poética de Brines como “una aventura vital” o “una biografía poética” que tiene como “espacio mítico” Elca, término del campo de Oliva donde nació el poeta, transcurrió lo mejor de su vida y descubrió la realidad física de su persona.

A lo largo de la obra de Brines hay, como no podía ser de otra manera, abundantes referencias a Elca. He escogido, sin embargo, como muy significativa, la que aparece en Palabras a la oscuridad (1966), libro donde se da una de las antítesis favoritas del poeta: la luz, representada por la palabra, en este caso la poesía, frente a la oscuridad o el fracaso de la vida, considerada como un ejercicio inútil.Es el poema Elca, que significativamente dedica a Juan Bautista Bertrán, su primer profesor de Literatura: “Ya todo es flor: las rosas / aroman el camino. / Y allí pasea el aire, / se estaciona la luz, / y roza mi mirada / la luz, la flor, el aire. / Porque todo va al mar: / y larga sombra cae / de los montes de plata, / pisa los breves huertos, / ciega los pozos, llega/ con su frío hasta el mar. / Ya todo es paz: la yedra / desborda en el tejado / con rumor de jardín: / jazmines, alas. Suben, / por el azul del cielo, / las ramas del ciprés. / Porque todo va al mar: / y el oscuro naranjo / ha enviudado su flor / para volar al viento, / cruzar hondas alcobas, / ir adentro del mar…” (Selección Propia, 92).

 

La llamada de la poesía la sintió Brines a los 14 ó 15 años en el colegio de los jesuitas donde estudió Bachillerato. Allí, aconsejado por su profesor de Literatura, el citado padre Bertrán, se inició en ella a través de la lectura de Juan Ramón Jiménez, a quien permanecerá fiel hasta el final. Fue la poesía la que le sirvió de consuelo y refugiotras la crisis religiosa que sufrió por entonces, junto al amor a la vida que mostró siempre.

También leyó a Garcilaso, Quevedo, Bécquer, Antonio Machado, Rubén Darío y otros poetas españoles contemporáneos suyos, como José Hierro, quien facilitó su primera lectura poética en el Aula de Poesía del Ateneo de Madrid, que dirigía, cuando Brines estudiaba Filología Románica en la Universidad Complutense. También en Madrid entró en contacto con otros poetas como Vicente Aleixandre o Carlos Sahagún. Precisamente fueron estos dos últimos poetas quienes tuvieron mucho que ver con que Brines presentara al Adonais de 1959 su libro Las brasas (Aleixandre le ayudó en la ordenación del libro y Sahagún a mecanografiar el texto). Brines ganó el premio.

 
La aprobación del libro fue rápida, y uno de los lectores preferidos fue Luis Cernuda, que sería ya siempre su mejor maestro  y a quien le había mandado un ejemplar. A Cernuda lo había descubierto Brines en una Antología colectiva de Alfonso Moreno y enseguida quedó deslumbrado por la autenticidad del poeta del 27. A partir de ese momento le siguió la pista en otras antologías y revistas hasta localizar en Madrid en la librería Abril, que vendía libros prohibidos, Como quien espera el alba, poemario de Cernuda, de 1947, que fue un verdadero tesoro para Brines y para sus amigos valencianos, a quienes lo dio a conocer.

Fruto de esa devoción que creó en todos ellos el libro de Cernuda, fue el homenaje que le rindieron en otoño de 1962, a un año de la muerte del poeta, que vivía exiliado en México, en un número extraordinario de La caña gris, revista que dirigía Jacobo Muñoz, uno de esos amigos. La colaboración de Brines, una de las más extensas, junto con la de José Olivio Jiménez, gran conocedor de la obra poética de ambos, es un sincero reconocimiento de admiración al poeta sevillano y una declaración de principios de su propia poesía identificada en muchos aspectos con la de Luis Cernuda.

Desde entonces Brines ya no dejó de cultivar la poesía, aunque lo hacía sin prisas y con estudiada meditación.

 

Y llegaron nuevos libros y nuevos premios:

Palabras a la oscuridad (1966), que mereció ese añoel Nacional de la Crítica y al año siguiente el de las Letras Valencianas; hasta lograr en 1987 el Nacional de Literaturapor El otoño de las rosas, dedicado significativamente a sus grandes maestros, Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, libro donde aparece de nuevo la antítesis entre la vida y la muerte, entre la rosa, símbolo de belleza y plenitud, y el otoño, que representa la cercanía de la muerte. Paralelamente, el poeta acepta con serenidad que su vida sufra el paso inexorable del tiempo.

Y no olvidemos La última costa, que mereció el Premio Fastenrath del Ministerio de Cultura en 1998, y en el que la vida es comparada con una embarcación que, tras navegar entre la niebla y sufrir arriesgados accidentes, llega  a la última costa, fin de su navegación. Sin embargo, paradójicamente el poeta canta a la vida aunque sepa que se encamina a su inevitable final. Al año siguiente recibió el Premio Nacional de las Letras por la totalidad de su obra.

 

Su brillante carrera poética y profesional obtuvo el broche de oro en 2001 al ser elegido académico de la RAE para ocupar el sillón X, vacante desde el fallecimiento de Buero Vallejo. Sin embargo, debido a un infarto que sufrió dos años más tarde, no leyó su discurso de ingreso hasta 2006, cuyo título deja a las claras la admiración y el reconocimiento que siempre había sentido por Cernuda: Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda.

En él afirma entre otras cosas del poeta sevillano que lo que más le importó siempre fue desvelar en su poesía la verdad del hombre que era él y reconocerse a sí mismo en cada poema, y “que tal vez no haya en nuestra época contemporánea un poeta en España que equilibre con tanta intensidad los dos componentes esenciales del hombre: cuerpo y espíritu. El mundo racional (pensamiento meditado, que es fruto directo del espíritu), el mundo sensorial (tan agudo, intenso y delicado que se expande del cuerpo) y el mundo afectivo (que es el impulso de abrazo o rechazo hacia lo que queremos ser, dependiente de los mundos racional y sensorial, que en Cernuda aparece con fuerza desusada). Estamos ante una obra cimera por la plenitud con que se presentan en ella los tres posibles componentes de la poesía.” Mundo racional, sensorial y afectivo presentes en la propia poesía de Francisco Brines.

 

Antonio Machín Romero afirma certeramente que Brines es un poeta total que ha hecho de la poesía su razón de ser y a la que se ha entregado en cuerpo y alma; y que por todo ello es motivo permanente de su reflexión. Y nos recuerda al respecto las palabras del poeta: “Estimo particularmente, como poeta y lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda más intensos.”

Son muchos los poemas donde insiste en ello, pero prefiero destacar el poema Cuando yo aún soy la vida, perteneciente a Aún no, 1971, libro que aumenta la visión negativa del vivir, pesimista a lo Quevedo y lleno de los contrastes del Barroco: vida-muerte, luz-sombra, amor-soledad, olvido-recuerdo, juventud-vejez, eternidad-vacío, realidad-apariencia…

He aquí dicho poema: “La vida me rodea, como en aquellos años / ya perdidos, con el mismo esplendor / de un mundo eterno. La rosa cuchillada / de la mar, las derribadas luces / de los huertos, fragor de las palomas / en el aire, la vida entorno a mí, / cuando yo aún soy la vida. / Con el mismo esplendor, y envejecidos ojos, / y un amor fatigado. / ¿Cuál será la esperanza? Vivir aún; / y amar, mientras se agota el corazón, / un mundo fiel, aunque perecedero. / Amar el sueño roto de la vida / y, aunque no pudo ser, no maldecir / aquel antiguo engaño de lo eterno. / Y el pecho se consuela, porque sabe / que el mundo pudo ser una bella verdad.” (Selección Propia,161)

 

Y de este modo, con la desenvoltura y amenidadque proporciona el dominio del idioma castellano y el rigor científico y profesional de quien conoce a la perfección el terreno literario que pisa, Machín Romero hace avanzar su ensayo sobre los pilaresque lo sostienen hasta el estudio pormenorizado de cada uno de los libros del poeta.

Pilares que reciben títulos como: Generación (la de Claudio Rodríguez, Valente, Sahagún, Biedma, Goytisolo y González, entre otros, que establece un equilibrio entre la poesía de denuncia y la poesía imaginativa, y además la búsqueda de la dignificación del lenguaje y la belleza para transmitir una emoción intensa); La poesía no es comunicación (sino medio de conocimiento de lo que el poeta experimenta mientras crea el poema); La poesía es moral (“te permite asentir al que tú no eres, y esa es su moral, la moral de la tolerancia”); Visión del mundo (el destino de todo lo humano es el olvido y que sólo la poesía misma y el amor inmenso a la vida puede salvar al poeta, aunque suene paradójico); Sentimiento o compromiso trágico (“fundado en el rechazo de la moral cristianade resignación ante la muerte y en un sentido materialista y trágico de la vida”); Distanciamiento (sólo tiene de íntimo aquello que es común a todos los mortales)  y Temas.

 

Ya adelantamos que Machín Romero acierta al calificar a Brines de poeta metafísico, porque sin duda el tema fundamental de su poesía es el tiempo, acompañado de la infancia, el amor, la vejez y la naturaleza, que, paradójicamente, es la única que se renueva cíclicamente y por lo tanto no se acaba nunca.

 Somos tiempo, el tiempo que gastamos, el tiempo que nos gasta y el que finalmente nos quitará el ser.

Efectivamente, el paso destructor del tiempo, aunque va haciendo al hombre más reflexivo, también lo hace más pobre en su relación con la vida. No en balde Brines justifica su quehacer poético así: “Una de las motivaciones más frecuentes en mí es la necesidad de ese intento desvalido de fijar el tiempo que se nos escapa, de salvar esos momentos de dicha o de dolor que tan precariamente nos pertenecen y que, en definitiva, somos nosotros mismos”.

Relacionado con el tiempo, está el tema de la infancia, pues para Brines es el tiempo de la dicha absoluta, de la vida en plenitud, de la inocencia, de ahí que vuelva una y otra vez a ella cuando aparece en él el sabor amargo de la vida. En esto reside el canto y la elegía que modulan el significado de su poesía.

Y el del amor, en cuanto es el acto más intenso de la vida pero se transforma en el acto en que la desposesión, el vacío, se hace más evidente. Pues considerado desde la pasión, se transforma en símbolo de la carencia última, “es el ardor apagado”, es el que anuncia cómo se va apagando la vida.

Y el de la vejez, que nos anuncia la muerte, la irrealidad, la sombra, la nada. Deduce muy bien Machín Romeroque la aceptación de la vida, el amor y la propia poesía como un engaño es la consecuencia de la vejez.

Finalmente, está la naturaleza que, frente al hombre que es mortal por definición, permanece inmortal en sus ciclos constantes, del morir y renacer con el otoño y la primavera. Es además testigo inexorable del apagamiento del ser humano. La naturaleza es para Brines, junto con la poesía, el principal referente de permanencia frente a su propia transitoriedad.

Donde mejor se ve lo que estamos diciendo es en el poema Continuidad de las rosas, perteneciente al libro Insistencias en Luzbel, 1977, en el que la experiencia de la nada (tema presente en la primera parte) y la experiencia de la vida (tema de la segunda) son irreconciliables; aun así, el poeta se aferra desesperadamente a la poesía, porque componer poesía, dice, es “insistir en esa dimensión esencialmente engañosa de la existencia”. He aquí el poema anunciado: “Donde viste la luz, sigue la luz, / y allí donde los cuerpos estuvieron / siguen las olas mojando las arenas; / donde oliste la flor, zumban abejas / nuevas, y otros veleros tiene el mar. / En el lugar donde absorto viviste / el engaño del mundo: tu inocencia, / los mismos astros permanecen…” (Selección Propia, 189)

 

Concluyendo ya, hemos podido advertir en los poemas leídos lo esencial de la poesía de Brines en cuanto a su vestidura. Son poemas que adoptan la forma clásica y serena, de contención, sin altisonancias ni quejas, aunque muchas veces no faltan los tonos elegíacos, como buen discípulo de Quevedo y de Cernuda. Los versos, heptasílabos y endecasílabos la mayoría, avanzan con elegantes encabalgamientos y sin agruparse en estrofas, hasta formar el poema, donde las evocaciones tienen un lugar predominante y la claridad expresiva priva sobre cualquier otro aspecto. Respecto al sujeto lírico de cada poema, que suele arrancar casi siempre de una anécdota personal, Brines se vale indistintamente de las tres personas gramaticales, y así, aunque domina el empleo de la primera persona (caso de los dos primeros poemas leídos), a veces para evitar exceso de subjetivismo aparece un identificado con el poeta (como en el poema tercero), o un él con el mismo valor (los ejemplos más abundantes se hallan en Las Brasas, su primer libro).

Y en cuanto al fondo, él mismo nos lo resume así: “En mi poesía hay un centro que lo devora todo, que lo arrastra, y que tiene que ver con una idea: la del mundo como pérdida.” Pero lo canta. El poeta tiene así muy presente lo que dijo Machado: “Se canta lo que se pierde.”

Y esto es algo de lo mucho que dice el ensayista en su magnífico libro. Ahora sólo falta que el seguidor de Brines entre en sus páginas y aproveche el regalo que nos hace el autor al proporcionarnos tantos y tan bien coordinados conocimientos sobre la vida y la obra del poeta de Oliva.

 

                             

                                                      Ateneo barcelonés, 14 de octubre de 2013

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