lunes, 30 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (y 4)


 
 
3.
 
El verano llegó, Dalgoruky volvió a Madrid y, en cuanto a Washington Irving, como el calor se volvió insoportable, pasó a habitar las habitaciones de los subterráneos del Palacio. Apenas salía de ellas, ocupado como estaba en reordenar los cuentos que formarían el libro sobre La Alhambra,  y sólo lo hacía cuando el sol se había puesto para bañarse en la alberca del Palacio.

Maduraron las granadas de la colina y las viñas de sus laderas dieron su fruto. El otoño trajo las lluvias y la exposición de Lucas Lanjarón, cuyos cuadros lucieron durante un tiempo en las paredes de la mejor galería de Granada. Entre las obras, al óleo sobre lienzo, llamaron especialmente la atención de los asistentes los retratos del escritor norteamericano, de la señora Antonia y de la bellísima Aurora. 

A la inauguración no asistió Irving porque antes de acabar el verano recibió la noticia de que había sido nombrado secretario de la embajada americana en Londres y allí tuvo que acudir para desempeñar el puesto designado. Sin embargo, mandó una carta al pintor deseándole todo tipo de éxitos y dinero suficiente para pagarle el dibujo de la bella gitana.

A vuelta de correo, Lanjarón agradeció las palabras del escritor y no sólo le mandó el cuadro al óleo de la muchacha (prefirió quedarse con el retrato hecho a lápiz porque le traía muy buenos recuerdos), sino el retrato del mismo Irving, como muestra de reconocimiento y amistad y en recuerdo de los días pasados juntos en Granada.

 

4.

Pasó el tiempo y entre el pintor y el escritor dejó de haber comunicación postal. Lanjarón recorrió media España exponiendo la obra de La Alhambrajunto con otra que fue componiendo allá donde iba; en Toledo, un cura viejo delante de una ermita con restos árabes en su fachada, y un rapazuelo pescando junto a un trozo de puente atravesado en medio del Tajo; en Segovia, dos jóvenes ataviadas con traje regional bajo un arco del Acueducto romano; y en Madrid, un mendigo envuelto en una manta a los pies de la Puerta de Alcalá. Y en estas exposiciones, como echaba de menos el cuadro de Aurora, incluyó el retrato a lápiz de la bella gitana, que se convirtió, para su satisfacción y orgullo, en el centro de todas las atenciones.

Al cabo de unos años regresó a Granada a su fonda de siempre. Y es lo que tiene el azar. No había pasado una semana de hallarse hospedado, cuando le llegó un ejemplar de Cuentos de La Alhambra. La sorpresa que se llevó fue enorme. Y lo primero que buscó fue la leyenda de Aurora la muda. Incomprensiblemente, y aunque repasó el índice una docena de veces, el cuento que le había referido a Irving y que éste le había prometido incluir en el libro no aparecía por ningún lado. Allí estaban la aventura del albañil, la leyenda del astrólogo árabe, la de las tres hermosas princesas, la del legado del moro, la de la Rosa de la Alhambra, la de las discretas estatuas y las que de sobra conoce todo buen lector del libro; pero de Aurora, la hermosa gitana que había quedado muda tras revelar a sus padres el secreto del tesoro de Boabdil, ni rastro. Un tanto decepcionado, el pintor pensó que alguna razón especial debía haber para que Washington Irving, faltando a su promesa, hubiera decidido no incluir en su libro esa leyenda.

Era un día lluvioso en que era imposible salir a tomar apuntes. De ahí que, resignado, y con el recuerdo del buen amigo escritor muy presente, se dispuso a leer el libro. Y otra vez el azar jugó un papel importante, y fue que al pasar las hojas cayó de ellas al suelo un papel doblado, escrito en su interior. Era una breve nota firmada por el propio Washington Irving dirigida a él.

“Mi querido amigo español:

Espero que sepa perdonarme, una vez se haya atrevido a hojear el modesto librito que le mando, el no haber incluido en él la leyenda de Aurora, del mismo modo que tampoco le menciono a usted en el libro como hago con nuestros comunes amigos Mateo Jiménez, la chiquilla y servicial Dolores o la buena de la Tía Antonia, entre otros. Y la razón es muy simple. Usted es una persona aparte, un genio pictórico cuya personalidad es tan señera que no necesita la tinta de imprenta para perdurar. Siempre lo llevaré en el corazón y más desde el día en que tuvo la feliz idea de enviarme la hermosa pintura de Aurora, la persona que más me evoca en este mundo el recuerdo de mi prometida Matilda, que me acompaña siempre con los ojos grandes y negros que me miran desde el cuadro que domina la pared de mi despacho. Y respecto de la leyenda de Aurora la muda, tampoco he creído necesario incluirla en el libro, pues a diferencia de las otras que pertenecen plenamente a La Alhambra, la de la bella y misteriosa gitana me pertenece sólo a mí y, con el permiso de usted, llevaré siempre conmigo en el fondo del alma, y no en las páginas de un libro, a la vista de todos los lectores. Gracias de nuevo por haber aparecido en mi vida en un momento tan importante de ella.

Y no descarto volver un día a España, a Granada, para darle un fuerte abrazo. Hasta la vista, amigo.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario