domingo, 15 de septiembre de 2013

DE QUEVEDO A VELÁZQUEZ


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 





Dejando para el final de mi epístola la contestación a lo que me pide vuestra merced en la suya, debo antes referirme a dos nombres que me ha recordado en ella y que corresponden también a dos personajes de difícil memoria para mí, el derrochador de la patria el conde-duque de Olivares y el poeta de la noche Luis de Góngora, que asimismo atentó alevosamente contra la poesía castellana.

El primero, Gaspar de Guzmán, contrariando a la etimología de su apellido (“buen hombre”), mientras estuvo de valido de nuestro rey Felipe IV (otro que tal baila), se dedicó a vaciar las arcas del Reino, olvidándose del españolito de a pie, consumido por el trabajo y los impuestos. A él, en un momento en que sólo quedaba el esqueleto de aquella España imperial (ahora ya sólo falta enterrarlo), le dediqué los tercetos que siguen:

“Señor Excelentísimo, mi llanto
ya no consiente márgenes ni orillas;
inundación será la de mi canto.

Ya sumergirse miro mis mejillas
la vista por dos urnas derramada
sobre las aras de las dos Castillas.

Yace aquella virtud desaliñada
que fue, si rica menos, más temida,
en vanidad y en sueños sepultada.”

El segundo, ese capellán narigudo llamado Góngora, fue mi peor enemigo en la vida de las letras y en la vida en general. Me ponía a bajarme de un burro cada vez que oía a alguien cerca de él pronunciar mi nombre. Decía de mí, entre otras lindezas, que era un acérrimo mal hablado y un enfermizo perseguidor del clero, y que de tanto hablar de la muerte olía a podrido. Y debe saber vuestra merced yo nunca he sido manco, digo mudo, en esto de escribir versos; así que ni corto ni perezoso, le contesté con un soneto burlándome de su enorme nariz; en el primero de sus tercetos digo:
 
“Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto;
las doce tribus de narices era.”

Y con otro soneto me mofé claramente de su nocturna forma de escribir:
 
“Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri aprenderá gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica armonía…” etcétera.

Y ahora vayamos a ese Pacheco que vuestra merced menciona en la suya. Se trata de Luis Pacheco de Narváez, que llegó a ser maestro mayor de esgrima de Felipe IV y fue muy popular en Madrid en las dos primeras décadas de nuestro siglo; era demasiado estricto con las reglas de la espada, y en cierta ocasión, tras la aparición de su obra Cien conclusiones sobre las armas, se charlaba acerca de su contenido. Y como yo no estaba de acuerdo con la afirmación que se hacía en ella de que un determinado lance era imparable y no tenía por lo tanto posibilidad de respuesta, le dije que era falsa y me ofrecí a demostrárselo allí mismo. La concurrencia nos invitó a que probásemos con las armas en la mano quién tenía la razón, y Pacheco se mostró remiso a cruzar su espada conmigo arguyendo que la ciencia que emanaba del libro era del todo incontestable y que allí habían ido para hablar y no para usar la espada. Parecía que todo iba a acabar de ese modo, y yo mismo me convencí de que acaso fuera mejor así, pues ya había quedado clara mi victoria sin necesidad de desenvainar las espadas. Pero la insistencia de los presentes hizo que los dos acabáramos echando mano de ellas. El lance terminó inmediatamente con un golpe de mi espada en el sombrero del maestro, lanzándoselo al suelo y dejándole en ridículo en la reunión.

No me lo perdonó nunca, de modo que, si hasta ese momento yo había sido uno de los mejores esgrimistas de la Corte en labios del acreditado Pacheco, a partir de ese momento me convertí en el peor espadachín de Madrid por obra y gracia suya. No le hice caso y le dediqué el siguiente pareado:

“Sin espada en el cinto el gran Pacheco,

que una vaina sin fruto está más hueco.”

Vanitas vanitatis.

Sin embargo, no acabó todo ahí. Pues para que vuestra merced quede enterada, Pacheco fue uno de los que me denunció a la Inquisición por mis escritos irreverentes y blasfemos. En eso se parecía a Góngora.

Casi olvido el motivo de esta carta, y es preguntarle sobre los cuadros que pintó vuestra merced en Sevilla, antes de efectuar su primer viaje a Madrid. Si se dedicó a pintar preferentemente temas religiosos o profanos, que duda tengo de ello.

Finalmente, y antes de despedirme, debo recordarle que también a mí me retrató vuestra merced, y con el hábito de Santiago, del que me siento tan orgulloso.

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