lunes, 23 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (2)


2.

 
 
Washington Irving, acompañado del príncipe ruso Dalgoruky y de Mateo Jiménez, regresó al Palacio cuando el sol enrojecía las cabezas apuntadas de los cipreses y la parte más alta de la Torre de Comares, lugar desde el que Lanjarón extasiaba su vista con los magníficos alrededores. Éste les oyó hablar durante unos segundos y dedujo que, tras asearse, se reunirían con los demás en la plazoleta de los Aljibes para iniciar la tertulia anunciada. Sin separarse de su cartapacio, descendió del cielo a la tierra por escaleras llenas de sombras y misterios sintiendo en su alma la voz de sus antiguos moradores.

Acompañado de la tía Antonia, que esperaba el momento adecuado para presentarlo a Irving, Lucas observó cómo Dolores preparaba en el patio la mesa y las sillas con abundancia de vino y limonada y algunas cosas para picar. Al poco tiempo aparecieron en escena un viejo soldado a medio vestir con su raído uniforme militar y cojeando visiblemente de su pierna derecha, y Mateo, con su inveterada capa marrón. Presentado el pintor a los recién llegados, se puso a hablar con ellos de las hermosas vistas que acababa de disfrutar desde la  Torre de Comares. Mateo intervino rápido.

--¿Desde la Torre de Comares? Pues ha de saber que entre sus muros tuvo lugar un hecho escalofriante relacionado con una bella mora que fue encerrada por su antiguo marido por fijar sus grandes ojos negros en un caballero cristiano. Y allí la dejó olvidada su cruel esposo tras ser tomada La Alhambra por el ejército de los Reyes Católicos.

Lanjarón le escuchaba atento, pero de repente su interlocutor cambió de tema.

--Sí, las vistas desde la Torre son muy sugerentes, mire donde se mire. ¿Se ha fijado en el valle del Darro? ¿El río que se desliza manso bajo puentes abovedados entre huertos y cármenes floridos? Algunos de esos blancos cármenes que destacan aquí y allá entre las arboledas y las viñas fueron en su tiempo retiros campestres para los moros que buscaban refresco en sus jardines. Y el río Darro fue famoso por sus arenas auríferas…

El artista se alegró enormemente de que justo entonces hicieran acto de presencia el escritor norteamericano y el príncipe ruso. Y más cuando la tía Antonia, tras presentarle a los recién llegados, los sentó junto a él al otro lado de donde estaba Mateo. Detalle que agradeció inmensamente. Minutos más tarde, el vino y la limonada empezaban a rodar por las gargantas de los presentes y a fluir entre ellos las conversaciones más variadas. Hasta que Irving, recordando algo, le preguntó a Lanjarón:

--Me dijo antes que usted era pintor, ¿verdad?

--Así es.

--¿Sería muy atrevido por mi parte pedirle que me muestre alguno de sus dibujos?

--Todo lo contrario, señor. Aunque mis bocetos son muy modestos, considero un honor enseñárselos.

Y abrió el cartapacio sobre la mesa, quedando a la vista el primero de los dibujos que había realizado aquella misma mañana. El escritor no quiso contemplar más. La simple visión del rostro sereno y misterioso de Aurora le llenaron con tanta vehemencia el alma de emociones y recuerdos, que se llevó la mano a la cabeza, frunció sus labios en un gesto inconfundible de tristeza y, sintiéndose enfermo de repente, se excusó ante todos para retirarse a sus aposentos.

La tía Antonia pidió a su sobrina que siguiera al señor Irving hasta sus habitaciones para ver si necesitaba algún tónico o remedio casero que pudiera aliviarlo momentáneamente. Después se dirigió a los circunstantes, que se habían quedado asimismo sorprendidos y apenados por la reacción del escritor norteamericano.

--Comprederán, señores, que hoy la tertulia no se celebre.

Lanjarón, profundamente afectado, echó una última ojeada al retrato de Aurora antes de cerrar el cartapacio y se despidió de la tía Antonia.

--Siento lo del señor Irving—dijo--. Mañana me pasaré por aquí para interesarme por su salud. Y a usted, gracias por sus atenciones, señora Antonia. Si necesita alguna cosa, ya sabe dónde me hospedo.

Y hacia allí se encaminó cuando las primeras sombras de la noche empezaban a extender su silencioso palio sobre la colina de La Alhambra.

A solas en su cuarto, tendido sobre la cama y la mirada fija en el techo, le dio por pensar en lo ocurrido a Washington Irving con el dibujo de Aurora. Enseguida sus pensamientos se centraron exclusivamente en la bella joven. También en él había dejado profunda impresión. ¿Quién era realmente? ¿Qué secreto escondía? Tenía que volverla a ver y hablar con ella. Al día siguiente se levantaría con el alba y subiría a la colina de La Alhambra para intentar dar de nuevo con la hermosa gitana.

No bajó a cenar y, agotado por las emociones del día, apagó el velón de aceite dispuesto a dormir de un tirón si antes el pensamiento de Aurora no se lo impedía, tal como se imaginaba.

Hacía rato que estaba así, intentando conciliar el sueño, cuando sonaron los golpes de unos nudillos en la puerta de su habitación. Medio incorporado, preguntó quién era. El posadero, desde el otro lado de la puerta, le dijo que un señor distinguido, con aires de preocupación, le estaba esperando abajo.

--¿Quién es ese caballero?

--No lo ha dicho. Sólo dice que desea hablar con usted de un asunto muy especial.

--¿Viene solo?

--No. Le acompaña un hombre mal vestido.

--Dígale que enseguida bajo.

Lanjarón, sospechando quién era el caballero que quería hablar con él con tanta urgencia, se tiró de la cama, se vistió lo más deprisa que pudo y bajó al zaguán de la posada. Tal como se había imaginado, allí le esperaba Washington Irving, acompañado, ¿cómo no?, de Mateo Jiménez.

Tras saludar a ambos, preguntó al escritor cómo se encontraba.

Éste, sin cambiar el gesto de seriedad de su rostro, pálido como el papel, orlado por sus espesas patillas y melena oscura, le contestó:

--Eso no importa ahora. ¿Podríamos hablar en un lugar más tranquilo? Mateo dice que conoce uno en el Albaicín más que apropiado. Se ha prestado a acompañarnos hasta allí. ¿Podría hacerme ese favor?

Lanjarón, acostumbrado a estas aventuras nocturnas, aceptó gustosamente y, minutos más tarde, iban los tres subidos en una calesa que trepaba las cuestas del Albaicín tirada por un caballo. El trayecto duró poco. El coche se paró delante de una casa, de la que salían voces de ánimo, cantos, palmas y rasgueos de guitarras.

--Aquí es—dijo Mateo dirigiéndose a Irving--. Conozco muy bien al dueño y les atenderá como a reyes.

Bajaron los tres del coche y Mateo llamó a la puerta, a la vez que el coche reemprendía su marcha y doblaba la esquina próxima unas varas más arriba.

Una luna redonda como el brocal de un pozo iluminado derramaba su misteriosa luz fría sobre la ciudad y a duras penas alcanzaba el pavimento del Albaicín, cuando el dueño de la casa les abría al fin la puerta. Tras saludar a Mateo y luego a sus acompañantes, llegaron a un patio donde se celebraba una ruidosa fiesta flamenca.

Allí se quedó Mateo, mientras el señor Lorca, que así se llamaba el dueño del establecimiento, llevaba al escritor y al pintor hasta una habitación tranquila y solitaria, adonde no llegaba el bullicio de la fiesta.

--Aquí nadie les molestará—dijo--. ¿Desean tomar alguna cosa?

--Sí—dijo el escritor--. Tráiganos abundante vino de Málaga.

Se sentaron a una mesa de pino y el señor Lorca fue a buscar lo requerido. Entonces Irving miró fijamente a Lanjarón y dijo:

--Empecemos, si no le importa.

--Adelante.

--Es esa joven del dibujo, la de los ojos negros. Me gustaría saber dónde la ha conocido, de dónde viene, si vive o no aquí en Granada. Dígame por favor todo lo que sepa de ella. Y perdone que se lo pida así, tan de sorpresa y de modo tan urgente.

--No tiene por qué excusarse. A mí también me ha impresionado la misteriosa belleza de esa mujer.

--No me ha impresionado su belleza.

--¿Entonces?

--Le confesaré algo, mi querido amigo. Los rasgos que usted ha plasmado en el papel, esos ojos grandes, negros, llenos de melancolía, el contorno del rostro de esa joven que usted ha dibujado, el hoyuelo de la barbilla…, todos esos rasgos me recuerdan los de una persona que yo conocí hace ya algún tiempo, y…

La llegada del dueño del local con una gran jarra y dos vasos y un platito con pasas y nueces interrumpió las palabras del escritor, que guardó silencio al instante como picado por una serpiente venenosa. Los dos hombres esperaron a que aquél desapareciera de nuevo cerrando la puerta  tras sí para reanudar su conversación. Antes Irving llenó de vino los dos vasos, alzó el suyo para brindar y tras chocarlo ligeramente con el de Lanjarón, dijo:

--Por nuestro encuentro y por …esa joven de su dibujo.

Y se echó al coleto un largo trago de vino. Su acompañante bebió también y dejó el vaso sobre la mesa. No así el escritor, que volvió a beber hasta acabar el vaso y a llenarlo de nuevo para seguir bebiendo. Luego dejó el vaso ante él y con ojos ligeramente achispados miró al artista como al amigo de quien espera sabrosas confidencias.

--Insisssto—dijo con lengua torpe--. ¿Qué sabe de la… de esa gi… de esa joven?

--Temo que mi respuesta no le ayude mucho.

--Prue… póngame a prueba.

--Sólo sé que se llama Aurora y que está viviendo unos días en compañía de unos gitanos. Precisamente me encontré con ellos la pasada mañana en las ruinas que hay junto al camino del Generalife. Después de posar todos sus miembros para mí, me despedí de ellos. Eso es todo lo que puedo decirle.

Un tanto decepcionado, Irving bebió de nuevo y volvió a llenarse el vaso. Sus ojos azules, soñadores habitualmente, empezaban a mostrar el inconfundible brillo de la ebriedad, y su mirada se perdía indecisa.

--Una gitana…--balbució--, y de nombre Aurora… No puede ser. Entonces, ¿debido a qué impulso…, debido a qué.. fuerza sobrenatural, al ver su dibu…, su retrato, me ha venido…, he recordado el ros…, la cara de una persona muy querida para mí?

Y bebió de nuevo. Luego su mirada erró vacilante por entre las cuatro paredes de la estancia sin fijarla en ningún sitio. Lanjarón, mientras se llevaba el vaso a los labios, contemplaba con tristeza el cambio de ánimo que el escritor había experimentado en tan poco tiempo.

--Perdóneme ahora a mí por hacerle esta pregunta: ¿a quién, si puede saberse, le recuerda la joven de mi dibujo?

Washinton Irving se pasó la punta de la lengua por los labios, apoyó la cabeza sobre una mano para fijar la mirada en Lanjarón y, con voz entrecortada a medias por la emoción de los recuerdos y por los efectos del vino, dijo:

--Deje que...que le cuente algo de mí. Desde siempre... desde niño fui... he sido siempre un... un soñador, más atento a la lectura de libros...de libros de viajes y a las velas... veleidades de la fantasía y la ... y la imaginación que... que al estudio metódico y concienzudo. Con decirle que...que este mi carácter solitario y soñador, junto... unido a mi gusto por la música y el teatro, hizo que mi padre, que... que nunca me llegó a comprender, me llamara el filo... el filósofo, se lo digo todo. Filósofo, fíjese.  Menos mal que siempre me sen... me sentí apoyado por mi querida madre, que tenía un carácter muy parecido al mío. Además gocé del cariño de mis hermanos, de ellos aprendí a contar con... con la familia para resolver cualquier problema que tuviera alguno de... de nosotros. ¿Por dónde iba?... Veo que voy a perder el hilo de la historia que quiero contarle... Sí, ahora sé qué le... qué le tenía que decir. Perdone que dé un rodeo antes de centrarme. A los  quin... a los dieciséis años di por terminada mi forma... mi formación escolar y como disyun... como alternativa a ingresar en la universidad, esco... me decanté por el estudio de leyes; pero no, no.. por aquí no llego a ningún sitio. Quiero... le quiero decir que... que seguí siendo un mal estudiante y ja... y  nunca me llegó a gustar la abogacía. Aún así, empecé a trabajar de oficial de... juzgado, en una oficina y a traba... a colaborar con un hermano mío en el periódico que acababa de fundar. No sé si entiende usted por dónde voy y... y adónde quiero llegar. Pero el caso es que, por entonces caí enfermo, y mi familia, preocupada por este motivo, se esfor... hizo un gran esfuerzo económico y me envió a Europa para ver si en el viejo continente hacía... me curaba. Conocí a gente famosa, frecuenté el teatro, la... y la ópera, acudí a museos y galerías de arte, estu... aprendí lenguas y observé la naturaleza y a los hombres y, en especial, a ellas... a las mujeres.

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