miércoles, 25 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (3)


Irving dejó de hablar unos segundos para tomar otro trago de aquel excelente vino de Málaga que a las claras estaba haciendo sus inequívocos efectos en el escritor norteamericano. Con la lengua totalmente suelta y la razón sin el reflexivo freno propio de las cabezas despejadas y sobrias, reanudó su charla.

--De vuelta a América, mi ex..., mi vida no cambió mucho, ni la tomé demasiado en serio. La vida so... social me atraía más que nunca y le daba... y a ella dedicaba todo el tiempo de que disponía. Junto con algunos de mis hermanos y unos cuantos amigos hici..., fundamos una revista que nos reportó cierto éx...xito y contribuyó a que yo empezara a sentir vocación por la escritu... por la literatura. Fue justo cuando emprendí hacer una pra...parodia cómica de la guía de Nueva York. El resultado fue un libro titulado...eso... Una historia de Nueva York. El éxi... el triunfo fue abrumador y yo tenía sólo veintiséis años. Y ahora viene... espere... lo que yo quería decirle. Ese éxito que había obtenido se nubló de repente con la muerte de mi prometida Matilda. ¿A que esta fa..., este aspecto que tengo de soltero empedernido nunca le habría hecho pensar en algo seme... en algo así? Sí, mi querido amigo, yo también conocí un amor de esos que... que han nacido para durar toda una vida. Mi no... mi prometida era una joven muy bella, de ojos grandes y negros, como la joven de su pin... de su dibujo. Y de la noche a la mañana desapareció de mi vida sin dejar rastro. De ahí mi... mi fuer... mi insistencia en saber algo más de esa Aurora, de esa hermosa chi...gitana que usted ha tenido la suerte de eternizar en un magnífico dibujo y que tanto se pa... se parece a mi querida Matilda.

Irving guardó silencio presa de un enorme abatimiento.

Lanjarón no sabía qué hacer para consolarlo. Bebió otro trago de vino y se limitó a decir:

--Siento no poder decirle más de lo que le he dicho. Y no se puede imaginar siquiera cómo me gustaría a mí también saber más de esa chica.

--Pues hay que buscarla—dijo de repente decidido el escritor--, y cuanto antes empecemos a averiguar su paradero antes daremos con ella. ¿No le parece?

En aquel estado en que se encontraba Irving era muy difícil darle una contestación que pudiera satisfacerle o al menos tuviera visos de acercarse a ello.

--¿No es mejor que esperemos—dijo por toda respuesta-- a que llegue el nuevo día para hacerlo?

--No hay tiempo que perder. Mateo, que se conoce Granada como la palma de su mano, nos ayudará a encontrarla. Vamos.

Y se levantó decidido a dejar la habitación, pero dio un traspiés y fue a dar contra un baúl que estaba al lado de la puerta. Lanjarón le ayudó a recuperar la vertical y luego lo acompañó de nuevo hasta la silla que había ocupado anteriormente. El escritor mostraba el semblante pálido y sudoroso y respiraba afanosamente.

--Espérese aquí unos segundos mientras voy a buscar a Mateo—dijo el pintor.

Y salió de la habitación a un pasillo largo. Mientras lo recorría para desembocar en el patio de la fiesta flamenca, iban llegando a él más claras y altas las palmas y las voces que jaleaban al cantaor, así como las notas desgarradas de una guitarra.

Mateo, que a todo esto no perdía de vista la puerta del pasillo por si veía aparecer de un momento a otro a Washinton Irving en busca de ayuda, al ver a Lanjarón solo, salió a su encuentro preocupado.

--¿Le ocurre algo al escritor?

--Nada que no tenga remedio. Sólo está un poco cargado de vino de Málaga. Le espera en una habitación.

El señor Lorca acudió a ver qué pasaba y Lanjarón se lo explicó.

--Acompáñenme—les dijo--. Sé por dónde sacar al americano sin que nadie lo vea en ese estado.

Y entró en el pasillo seguido de Jiménez. El pintor iba a imitarlos cuando descubrió al fondo del tablao dos figuras que pareció reconocer al punto y que le hicieron latir violentamente el corazón: Aurora, vestida de bailarina, y el joven de las patillas y la guitarra en bandolera.

--¡Vayan ustedes!—exclamó--. Yo tengo que hacer algo aquí. Luego nos vemos.

Los otros siguieron su camino sin prestarle mucha atención y él se dirigió, dando un rodeo para que nadie notara su presencia, hacia la puerta por donde acababan de desaparecer aquellas dos personas. Pero cuando llegó a la puerta no encontró rastro de ellas. Se hallaba en una habitación normal y corriente de tantas como aquella casa parecía poseer. Volvió sobre sus pasos un tanto desconcertado para reunirse con Irving y Mateo, pero al único que encontró fue al señor Lorca, que al verlo le dijo:

--El escritor está mal. Mateo se lo ha llevado a La Alhambra por la puerta de atrás. El vino no hace falta que lo pague. Es un obsequio de la casa.




Lanjarón se lo agradeció y aprovechó la generosidad del dueño de la casa para preguntarle por la gente que cantaba, jaleaba, tocaba la guitarra y daba palmas en la fiesta flamenca del patio.

--Son gitanos del Sacromonte. Cada dos por tres los contrato para que alegren a los extranjeros que visitan nuestra ciudad.

--Me ha parecido ver entre ellos a una joven muy bella de grandes ojos negros que…

--Como no sea Aurora la muda…

--Aurora, sí.

--Pues es raro porque esta noche no ha podido venir.

--Me ha parecido verla entrar en la habitación que hay a un lado del tablao, acompañada de un que lleva una guitarra en bandolera.

--Es su novio. Pero ya le digo que hoy no han venido ni Aurora ni él.

Lanjarón achacó al vino aquella alucinación; pese a eso, insistió:

--Esa joven ¿es muda de nacimiento?

--No, claro que no. Todo sucedió de un modo increíble. ¿Quiere que le cuente la historia?

El pintor asintió. El dueño le hizo pasar a la habitación más cercana para estar más tranquilo y, una vez sentados, comenzó así su charla:

--Fue durante una visita que antaño hizo su familia a la Torre de Comares. En un momento en que sus padres se distrajeron, un hombre con turbante y chilaba se acercó a la joven y le dijo que, si quería ver el tesoro de Boabdil, él sabía una puerta secreta por la que acceder a la cueva donde se guardaban montañas de oro y plata y joyas y piedras preciosas que habían pertenecido al rey moro y su acaudalada corte. La chica, sorprendida ante tan extraña invitación, al punto contestó que no y buscó enseguida a sus padres para contarles lo que el hombre ataviado de moro le acababa de decir. Los padres lo buscaron y, al no verlo por ninguna parte, achacaron las palabras de la chica a su carácter inclinado a la fantasía y la ensoñación. Pero al día siguiente, después de una noche de no poder pegar ojo por lo que le había dicho el musulmán, Aurora acudió sola a la Torre de Comares sin duda empujada por la curiosidad, como sabe rasgo fundamental de las mujeres. Y al cabo de un rato de estar allí, el árabe se le acercó y le dijo: “Deduzco por tu presencia que estás decidida a ver el tesoro de Boabdil.” Y como ella asintiera, añadió: “Entonces ven mañana a medianoche cuando la campana de la Torre de la Vela dé las doce campanadas.” Así lo hizo Aurora, y nada más entrar en la Torre de Comares, el moro salió a su encuentro y la invitó a que la siguiera hasta la esquina oriental de la Torre. Allí desaparecieron los dos a través del muro como si éste fuera de agua. Una escalera descendente de piedra excavada al otro lado los condujo durante mucho tiempo hasta una gran gruta que había debajo de los cimientos de la construcción. Docenas de lámparas iluminaban como si fuera de día aquella caprichosa oquedad rocosa, donde destacaban dos montañas brillantes de objetos de oro y plata, y diamantes y piedras preciosas de todas clases. Aurora no podía creerse lo que sus grandes ojos negros le mostraban. El musulmán le dijo: “He aquí el tesoro de Boabdil. Escoge lo que quieras y adórnate el cuerpo con él. Será tuyo para siempre con una sola condición: que no digas a nadie lo que aquí has visto. Ni siquiera a tus seres más queridos.” Aurora, obedeciendo la invitación del moro, se acercó a una de aquellas montañas brillantes, eligió un collar de oro con incrustaciones  de esmeraldas y se lo puso al cuello. De vuelta a la escalera de piedra, el musulmán le volvió a decir: “Recuerda que no debes decir a nadie lo que aquí has visto si no quieres que la maldición de Boabdil caiga sobre ti.” Pero a Aurora le faltó tiempo para contar a sus padres, que eran muy pobres y a los que el conocimiento del lugar del tesoro podía convertir es sumamente ricos de la noche a la mañana, lo que había presenciado en la gruta subterránea de la Torre de Comares. Y no bien hubo acabado de hablar, cuando el rico collar que llevaba puesto se convirtió en una serpiente que, tras apretar fuertemente sus anillos entorno al cuello de la joven, se arrojó al suelo para desaparecer rápidamente por una de las múltiples resquebrajaduras que tenían las paredes de la humilde casa en que vivían. Quiso gritar, pero no pudo: se había quedado muda. Y hasta hoy.

Emocionado por la leyenda, el pintor le dio las gracias por todo al señor Lorca y se retiró a su posada. El día había sido bastante agotador y necesitaba dormir un rato. Minutos más tarde antes de caer en brazos de Morfeo planeó acercarse, ya con la mañana avanzada, a La Alhambra para hacer una visita a Washington Irving, a quien seguramente le gustaría oír la leyenda de Aurora la muda.

A media mañana entraba en el Palacio Real. El sol empezaba a apretar. La señora Antonia le salió al encuentro y se adelantó a su pregunta.

--Si busca al señor Irvin, no está.

--¿Se ha recuperado?

--Gracias a Dios. Mi sobrina me ha contado que llegó medio muerto.

--Son los efectos de una simple borrachera, señora Antonia. Con dormir unas horas basta. ¿Y ahora dónde está?

--Ha ido con ese señor ruso de endiablado nombre y con Mateo a las ruinas que usted mencionó ayer a buscar a una persona.

--Pero ese Mateo ¿no es un hombre casado y con hijos?

--Con siete nada menos. Pero no hace más que decir que necesita el dinero para darles de comer y el señor Irvin le paga bien sus servicios. Dice que le ha prometido una buena cantidad a cambio de las leyendas que le ha contado de La Alhambra, con las que el escritor piensa hacer un libro que publicará muy pronto.

--Les esperaré aquí, si a usted no le importa.

--Claro. De nuevo Lorenzo va a apretar hoy de lo lindo. ¿Le digo a Dolores que le traiga una limonada?

--Con el botijo me conformo.

Mientras duró la espera, Lanjarón dibujó a la tía Antonia sentada en una silla de anea y con botijo en el regazo. Cuando hubo terminado, se lo enseñó. Al verlo, la buena mujer, le dio un beso.

--Es usted un genio, hijo. ¿Lo convertirá en cuadro para su exposición?

--Estaré encantado de ello.

--¿Piensa dibujar también al señor Irvin?

--Si lo consiente, claro que sí.

Al poco rato aparecieron el escritor y sus acompañantes, y al ver el primero el dibujo de la señora Antonia, alabó la labor del pintor. Éste se lo agradeció  y acto seguido le preguntó si su búsqueda en las ruinas había obtenido resultado positivo. Irving le respondió decepcionado que ninguno.

--¿Ha venido a hablar conmigo de ello?—añadió.

--De algún modo, sí.

--Pues hagamos una cosa. Me ausento unos instantes a refrescarme un poco y enseguida me reúno con usted en esta misma estancia.

Y mientras desaparecían el príncipe ruso y el escritor por un lado, y Mateo Jiménez por otro, la tía Antonia pidió a su sobrina que preparara un refrigerio para dos personas.

Poco más tarde se hallaban los dos sentados a una mesa de mármol cubierta de frutas y limonada hablando de la bella joven gitana. Lanjarón le contó la leyenda que a su vez le había referido el señor Lorca sobre Aurora la muda, y el escritor quedó profundamente impresionado.

--Bellísima historia—dijo--. La incluiré en mi libro de los cuentos de La Alhambra. Deeste modo eternizaré a Aurora, que tanto me recuerda a mi querida Matilda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario