viernes, 18 de mayo de 2012

El relato del mes


¿Dónde está el transatlántico?

 

Entre el prestidigitador y su loro de compañía había una especie de complicidad que ni ellos mismos sabrían explicar. Pero que a la hora de los momentos serios en los que el hombre de los juegos de ilusión se jugaba el oficio ante su público, el animal emplumado, unas veces por una causa y otras veces por otras, acababa estropeándole el truco chillando desde su alcándara que la paloma la tenía oculta en la manga izquierda o que la carta desaparecida estaba escondida en el doble fondo de la chistera. Y el público estallaba en carcajadas, mientras el prestidigitador agachaba avergonzado la cabeza y el empresario de turno acababa rescindiendo el contrato firmado con él. Por este motivo el artista se veía obligado a mudar de región y en todas sufría el mismo desenlace. Hasta que hubo un momento en que ninguna sala de fiestas de ninguna provincia solicitaba sus actuaciones. Pese a todo, el prestidigitador no se desprendió de su mascota y eso se debía sin duda a que le tenía verdadero cariño y a que el loro había sido en sus principios como artista testigo excepcional de sus primeros éxitos. Y la pobreza y el hambre se convirtieron en compañeros inseparables del prestidigitador y su loro. A éste se le veía consumido y desplumado y al hombre mal vestido y demacrado, y nada parecía venir a cambiar el deplorable estado de uno y otro. Hasta que un día el artista en paro leyó un anuncio en el periódico, según el cual un transatlántico atracado en el puerto de la ciudad requería los servicios de un mago para amenizar las noches de fiesta que durara el crucero. Los interesados debían presentarse en el barco aquel mismo día pues a la mañana siguiente se hacía de nuevo al mar. En cuanto leyó el anuncio el artista se arregló lo más decentemente que pudo y, sin decir nada al loro, se encaminó al transatlántico provisto de sus tres mejores trucos para convencer al encargado de programar las fiestas de a bordo. Y así fue. Tras la exitosa prueba y con el contrato firmado para salir al día siguiente con el resto del pasaje, volvió a casa más contento que unas castañuelas. El loro lo advirtió enseguida y se puso a agitar las desplumadas alas uniéndose al alborozo de su amo. Pero éste se arrimó a la jaula del pájaro y le soltó un sermón imponente sobre cómo debía comportarse durante la travesía, pues de ello dependía el que sus vidas empezaran a prosperar de nuevo, y desde luego nada de desvelar sus trucos de magia en plena actuación, si no quería que volvieran al actual estado. El loro parecía escuchar con muchísima atención las advertencias del prestidigitador, así que éste se acostó tranquilo pensando en que sus vidas mejorarían a partir del día siguiente, desde el momento crucial de presentarse de nuevo a un público sediento de ver sus juegos de magia. Al día siguiente subieron los dos a bordo por la rampa de embarque y ocuparon un camarote confortable. Llegó la noche y con ella la hora de la fiesta. Salieron los dos al escenario entre fuertes aplausos y el prestidigitador empezó a hacer su primer número ilusionista. El loro, en su jaula situada detrás de la mesa de los juegos, seguía con atención los movimientos rápidos de los dedos de su amo, y cuando éste se disponía a resolver la magia, farfulló con una voz estridente: “La paloma está oculta en la manga izquierda”. No hay que describir la cara que puso el mago ni la reacción del público. Descompuesto ante los abucheos de la gente, el artista se excusó ante el distinguido y, cogiendo la jaula del loro, abandonó el escenario. Aquella noche ni uno ni otro lograron pegar ojo en la soledad del camarote. Quizá eso les salvó de una muerte segura pues de madrugada se levantó un fortísimo temporal que hizo naufragar el transatlántico. Nadie logró salvarse, excepto el prestidigitador y su loro que, agarrados a un tablón de madera, lograron llegar sanos y salvos a un pequeño islote en medio del océano. Allí permanecieron unas horas sin decir nada, cada uno apresado por sus pensamientos. Hasta que el loro, sin poder aguantar más, agitó sus alas en señal de verdadera preocupación y le gritó con su acostumbrada voz estridente: “Tú ganas: me doy por vencido. ¿Dónde está el transatlántico?”

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