20. Destellos
El tiempo pasó velozmente. Y llegó un día, al final de la estancia de Ortega en el hospital, en que por fin hablamos con toda sinceridad y sin paliativos del atentado que habíamos sufrido los tres y en el que desgraciadamente el Indiano había perdido la vida. Por la ventana de su habitación veíamos un grupo de almendros florecidos y eso era señal de que el invierno se alejaba poco a poco. Ortega me dijo:
--No te lo había dicho antes, pero el Indiano en un momento de la fiesta me dio la llave de la taberna y me dijo que si le pasaba algo me hiciera cargo de sus libros y sus papeles antes de que ellos echaran la puerta abajo y lo destruyeran todo. Sospechaba de que algo no iba bien cuando Figueras lo invitó a la matanza del cerdo en su finca de Sarriá. Y ahora que yo me encuentro así, te puedes encargar tú de recoger sus cosas. Me dijo que las tenía todas metidas en un paquete azul.
Y me dio la llave.
Cuando salí de allí, me di cuenta de que el asunto se iba embrollando cada vez más y que yo, curiosamente, me había convertido, en contra de mi voluntad, en una pieza demasiado importante para resolverlo. Estaba realmente abrumado.
Pero aun así estaba dispuesto a todo, habida cuenta de lo que le había pasado al pobre Indiano, y me fui directamente a la taberna del Indiano a cumplir con mi misión. Desde la esquina eché una ojeada para ver si había moros en la costa y vi que la calle estaba totalmente tranquila y desierta. Una vez que abrí la puerta, la cerré con llave a mis espaldas y a la luz que entraba por la ventana de la calle miré a mi alrededor y descubrí, a un lado del mostrador, una caja grande de color azul entre otras más pequeñas y de diversos colores. Intenté abarcarla para levantarla del suelo y comprobar cuánto pesaba, pero su peso y su tamaño eran excesivos para mi flaca y endeble constitución.
Recordé que a veces había visto al pobre Indiano acarrear las cosas de la taberna de un lado para otro en una carretilla y me puse a buscar el artefacto por todos los rincones del establecimiento, hasta que lo descubrí en un cuarto contiguo a la taberna, tras la puerta de detrás del mostrador. Lo saqué fuera y con no pocos esfuerzos logré colocar la caja azul sobre él. Luego, con la ayuda de unas cuerdas que encontré en el cuarto la amarré todo lo fuerte que pude. En ese momento escuché unas voces en la calle junto a la puerta y dejé la operación para poner toda la atención en lo que oía. Eran claras voces de hombres. Dos para ser más exactos. Uno le decía al otro:
--Podíamos tirarla abajo, pero a la luz del día es muy arriesgado hacerlo.
El otro le respondió:
--Sé que por la calleja de atrás hay un patio con las tapias no muy altas. Podíamos saltar por allí y buscar alguna ventana por donde acceder a la taberna. ¿Quieres que probemos?
--El cura nos ha dicho que no demos ningún paso en falso. Mejor que lo dejemos para la noche.
Y los oí marcharse calle abajo. Esperé un tiempo prudente para salir con mi mercancía. Un vecino me vio salir de la taberna, pero como me conocía de haberme visto otras veces no sospechó lo más mínimo y yo me quedé tranquilo.
Al llegar al portal de mi casa, me llevé una alegría muy grande porque en ese momento entraba el casero a cobrarme el alquiler del mes y se ofreció gustoso a ayudarme a subir la carga hasta el piso. Le pagué y le di las gracias por su ayuda.
--¿Una herencia?—me preguntó sonriendo mientras señalaba la caja azul. Me puso la respuesta en bandeja.
--Algo así—le dije--. Un tío mío acaba de morir y la viuda me envía unos cuantos libros y unas cosas que el hombre quería que yo conservara.
Se fue diciendo que si la vida se traducía en regalos de terceros era más llevadera.
No toqué nada. Esperaría a que a Ortega le dieran el alta en el Hospital. Así que dejé la caja azul atada a la carretilla y arrimé ésta a un rincón de la pared de mi dormitorio, junto al baúl de las cosas que más quería.
Al día siguiente, por la tarde, fui a ver a Ortega al Hospital y comprobé con alegría que ya andaba por el pasillo valiéndose de un bastón. Aunque también lo noté un poco más delgado y pálido.
--Como ves—me dijo--, ya estoy casi listo. He perdido unos kilos y estoy algo más demacrado. La cama come mucho. Pero pronto podré comer a mis anchas y volveré a ser el de siempre.
Me reí con él y luego le dije que ya tenía las cosas del Indiano en mi piso.
--Un problema menos.
--¿Alguna novedad por aquí?—le pregunté.
Entonces Ortega me dijo:
--¿Sabes quién ha venido hoy a verme?
Negué con la cabeza.
--El señor Figueras.
Mi indignación fue instantánea, pero Ortega me pidió que me calmara.
--Lo he visto verdaderamente afligido—dijo--. Venía a pedir perdón por lo que había pasado.
Yo no acababa de entenderlo.
--Por lo visto—continuó diciendo Ortega-- tú tienes que ver mucho en todo esto. Resulta que ese señor que tú reconociste, ese Esquerra o como se llame, mandó a dos secuaces, durante la comida, que serraran a medias el eje de las ruedas del coche y las varas de los caballos para que con el traqueteo del viaje saltara por los aires y todo pareciera un accidente. Pero al verte le pareció reconocer en ti al hijo adoptado de la familia Dalmau i Grau, y siguiendo tal vez otras órdenes, dispuso todo para que Figueras, en el momento en que decidiéramos despedirnos de la fiesta de la matanza, se ofreciera a acompañarnos hasta Barcelona en un coche de su propiedad con la excusa de que iríamos más cómodos en él. Para intentar arreglar el desaguisado. Pero nosotros nos adelantamos.
A mí me pareció la explicación un tanto rocambolesca. Y pregunté:
--¿Pero no querían deshacerse del Indiano a toda costa?
Ortega me contestó que, dado que yo estaba por medio, Esquerra, que no deseaba tener ningún problema con tu familia adoptiva, decidió cambiar de plan y esperar a una nueva ocasión en que el Indiano estuviera solo para deshacerse de él.
--De todos modos la traición de Figueras está ahí. Él fue quien llevó al Indiano a la fiesta totalmente engañado, y sin ningún género de dudas es cómplice de su asesinato. Y no olvides que nosotros mismos pudimos morir en el atentado. Mírate a ti. Estás vivo de milagro.
--Tienes razón. Pero, insisto, parecía realmente arrepentido de todo cuanto ha pasado.
--A lo mejor sólo quería comprobar tu estado de salud.
No se quedó Ortega muy tranquilo. Luego me pidió que le acompañara a la habitación porque estaba algo cansado y me despedí hasta dos días más tarde en que volvería a visitarlo. Entonces Ortega me dijo que el alta se la darían al día siguiente y me pidió que fuera a recogerlo, si podía, para ayudarle a llegar a casa. Me alegró saberlo y le prometí estar allí al día siguiente para hacer por él lo que hiciera falta.
Cuando dejé el hospital empecé a darle vueltas seriamente al hecho de la presencia de quien fuera mi padre adoptivo en toda aquella historia de persecuciones, incendios y muertes, y, sin embargo, una pregunta me asaltó la cabeza de forma acuciante: “¿Por qué, pese a todo lo que había pasado hasta ese momento, el señor Dalmau no quería que yo muriese?”
Al día siguiente me presenté en la imprenta de Valentí para decirle que Ortega salía del Hospital Valentí dejó escritas unas indicaciones al oficial y, cogiendo unos opúsculos recién imprimidos, me acompañó al centro sanitario. A medio camino me dio un ejemplar y dijo:
--¿Recuerdas la charla del profesor Cabré en el Ateneo?
Le dije que sí.
--Pues éste es un ejemplar de una obrita suya cuya impresión me encargó ese mismo día.
Recordé el momento en que, tras la conferencia, el profesor le había entregado un paquete.
--Como podrás comprobar cuando lo leas—dijo--, se trata de una pequeña colección de pensamientos, sentencias, frases que tienen que ver con la literatura y la forma de ser de nuestro siglo. Chispazos propios de la intelectualidad del profesor.
Le eché una mirada al título y comprendí al instante las palabras de Valentí. Destellos de este siglo al que muchos estudiosos llaman de las luces.
En el Hospital se portó con Ortega la mar de tranquilo, como si lo hubiera estado viendo todos los días. Habló con él del atentado que habíamos sufrido de vuelta a Barcelona y lo hizo como lo haría alguien que lo había sufrido también. Hasta no pudo evitar que se le empañaran los ojos al escuchar de labios de Ortega los pormenores del grave suceso que le había causado la muerte al Indiano y a él casi la vida.
Luego le regaló un ejemplar de Destellos y estuvimos hablando del profesor Cabré hasta que una monja trajo el alta médica a Ortega.
Poco después, caminábamos por la Rambla a paso de tortuga para no obligar a Ortega a hacer esfuerzos innecesarios. De pronto éste le preguntó por su vida nueva, y Valentí se echó a llorar otra vez. Me extrañó mucho su conducta, pero no me atreví a preguntarle la razón de aquella tristeza repentina.
Y ya en casa de Ortega, a la que nos había invitado su dueño, con vino y queso a discreción, Valentí se despachó a gusto.
--Hace unas cuantas noches tengo un sueño repetido. Se me aparece el carretero con las manos manchadas de sangre y los ojos cerrados. Le pregunto qué quiere y entonces abre los ojos con espanto, pero no me dice nada. Luego empieza a caminar hacia mí y se evapora delante de mi cara dejándome en la nariz un fuerte olor a podrido. Y eso, una noche tras otra.
Ortega y yo nos miramos. Le pregunté:
--¿Lo sabe alguien más?
--Sí, por supuesto la señora Milá, a quien ya conocéis, y Ofelia.
Me sorprendí al oír mencionar el nombre de esta última.
--Sí, a Ofelia también se lo he dicho. Ofelia tiene ciertos poderes, no sé cómo decirlo, como si adivinara cosas que van a suceder o supiera ver mejor que las personas normales las cosas que parecen escapársenos de nuestra comprensión cotidiana. Bueno ya lo veréis con vuestros propios ojos. Para el martes próximo hemos previsto llevar a cabo en la tertulia de la señora Milá una reunión con Ofelia para que nos explique el significado de ese sueño que me acosa cada noche sin descanso.
--¿El martes próximo?—preguntó Ortega.
--Si no tenéis nada importante que hacer, me gustaría que vinierais.
Ortega y yo nos miramos de nuevo.
--Supongo que podré acercarme—dijo Ortega, y me miró interrogándome.
--Sí, también iré—contesté no muy convencido.
Quedé con él en vernos en mi piso por la noche. Luego me ofrecí a acompañar a Valentí hasta la imprenta. Tras despedirme hasta el martes siguiente y darle recuerdos para Ofelia si la veía antes, eché a caminar hacia el puerto dando un rodeo. Frente al mar, empecé a leer los Destellos del profesor Cabré.
La verdad es que, en contra de lo que me había dicho Valentí del librito, encontré pocos chispazos en aquel mar de frases sueltas, inconexas y escritas un poco así, al azar, como quien va recordando ideas y las va dejando caer sin mucho convencimiento sobre el papel. He aquí algunas:
“El arte, siguiendo a Aristóteles, debe servir de perfeccionamiento moral y, por lo tanto, debe ser comprendido por todos”.
“Nada puede ser bello que no sea razonable”.
“Ya que el fin del arte es educar, debe prescindir de los caprichos de la imaginación y de la fantasía y ajustarse a una expresión sencilla y equilibrada que recibe el nombre de buen gusto”.
“El fin primero y más universal de las Ciencias y las Artes liberales es enseñar, aprovechar y deleitar”.
“La insignia de la Real Academia Española es un crisol puesto al fuego, con el lema “limpia, fija y da esplendor”, aludiendo a las tareas fundamentales de la institución con respecto al idioma”.
“Las obras de Villarroel suelen nacer, como decía él mismo, ‘entre cabriolas y guitarras”.
“Ideológicamente, este siglo aparece saturado de influencias extranjeras”.
“En el fondo, nuestras letras de ahora no se han despegado mucho de la íntima ligazón clásica de los dos siglos anteriores”.
“La Poética de Luzán y el Teatro crítico de Feijoo representan un esfuerzo por orientar hacia una cultura más nueva lo viejo y lo caduco”.
“La expulsión de los jesuitas ha desperdigado escritores de verdadero mérito como Hervás, Arteaga, Montengón o el Padre Isla”.
“La obra sainetera de Ramón de la Cruz representa una clara resistencia frente al gusto oficial afrancesado, tan poco de acuerdo con el espíritu tradicional español”.
“Nicolás Fernández de Moratín en el aspecto tradicional de su poesía se muestra como discípulo de Garcilaso, Herrera, Lope o Quevedo y, en otro orden de cosas, como un entusiasta de las glorias nacionales”.
“Pero en el aspecto afrancesado, sigue la moda de atacar a los grandes dramaturgos del siglo anterior, como Calderón, y ha contribuido, entre otras barbaridades a prohibir los Autos Sacramentales”.
“La nota característica del arte literario de nuestro siglo es el prosaísmo”.
“La vuelta a la vida del campo ha dado origen a la poesía bucólica”.
“Todo lo que ofrece algún interés en el pasado o en el presente, en las Ciencias o en las Artes, en la vida o en las costumbres, es objeto de la atención de Feijoo”.
“El problema que ha centrado siempre el mayor interés es el preceptivo”.
“En la obra literaria debe predominar más la razón que la fantasía y el sentimiento”.
“Luzán basa el origen y la esencia de la poesía en principios básicos y filosóficos”.
“La poesía ha de tener siempre un fin docente”.
“La epopeya ha de servir de lección y educación a los reyes y magnates por su valor militar”.
“Entre otras supersticiones inconcebibles en nuestro siglo, Feijoo ataca las de la piedra filosofal, la creencia en sátiros y nereidas, la fe en exorcismos o milagrerías dudosas, la confianza en brujas y curanderos y todo aquello que lleve a confundir la ciencia con la superchería”. Etcétera.
Pensé escribir un pequeño trabajo con lo que diera de sí una lectura más atenta de los Destellos y mandarlo al Diario como la colaboración de ese mes.
Pero tampoco dejaba de dar vueltas al sueño de Valentí y su importancia y a todo aquel revuelo que había montado alrededor de él. Si el Padre Feijoo levantara la cabeza…
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