Por qué escribo poesía
He hablado aquí ya de mi amigo el seminarista y de las afinidades poéticas que con él guardaba, así como de dos poetas zamoranos conocidos, Hilario Tundidor y Claudio Rodríguez. Ahora le toca el turno de recordar a los amigos catalanes que conocí una vez llegado a Barcelona y de algunas aventuras artísticas y literarias que viví en su compañía.
Por entonces yo ya había tenido la suerte de conocer a un grupo de jóvenes catalanes a quienes gustaban el arte y la literatura (algunos de ellos pintaban buenos cuadros y otros gustaban de recitar poesía romántica) y por mediación de ellos descubrí una Barcelona entrañable donde los vinos con sardinas asadas y las visitas a los museos de la ciudad condal, así como los paseos por el Barrio Gótico en busca de nuevas sensaciones vitales y artísticas eran los principales protagonistas. Uno de los poemas, sin título, con que participé en Moira tenía que ver con una de esas tardes noches en que el grupo de amantes del arte y de la literatura nos perdíamos en el dédalo de callejuelas que hay en torno a la basílica gótica de Nuestra Señora del Pino. Creo que fue ahí cuando por primera vez el poema hablaba de la poesía y la satisfacción y el placer que recibe el poeta al escribir.
“Busco árboles que no están aquí,
en la mirada de cada día,
sino en la raíz de las cosas,
cuando aún no había alamedas
ni viento que hiciera temblar su plata.
Busco ríos más allá de los juncos,
de la humedad de las raíces,
del espejo de álamos y juncos,
ríos que lleven el agua de mi vida
a arboledas y ciudades arcanas.
Como palabras que en su magia
de emoción y de música,
y un algo de belleza escogida
luchan en vano para vestir los versos
con sus mejores galas.
Como almas perdidas en la sombra
que buscan afanosamente la escala oculta
que les lleve a la estancia de la luz más alta
y así encender el gozo, el placer infinito
a que aspira el poeta.
Con uno de esos amigos pintores me llevaba a las mil perfecciones. Vivía en mi mismo barrio y éramos como gemelos en los gustos y en nuestra forma de ser. Tenía un estudio en su casa y en él nos refugiábamos los dos para escuchar a los Beatles y las canciones ganadoras de los Festivales de San Remo en un viejo tocadiscos de su propiedad.
A él le confié la libreta rayada con poemas a lo Bécquer por un tiempo, periodo que se iba a convertir en vitalicio, si, al advertir que no aparecía por ningún sitio en mi casa, no se la pido en uno de nuestros últimos encuentros. Allí, en su estudio, envueltos por la música y cuadros por todas partes a veces hablábamos de pintores y poetas, y otras, mientras él pintaba, yo le recitaba poemas.
A petición suya creamos una tertulia que yo bauticé con la palabra Jíos, inspirada en otra griega, y en ella nos reuníamos siete u ocho personas para hablar de lo que más nos gustaba, escribir, leer, pintar y planear visitas a museos o viajes por los alrededores. Uno de ellos fue memorable. Me refiero al que hicimos a Sitges un día gris y frío de invierno. El tren que nos llevó iba casi vacío, pero nosotros lo llenamos con risas, conversaciones y planes para el futuro. Me habían pedido que escribiera un poema a Santiago Rusiñol para leérselo junto a la estatua que la población costera le había levantado cerca de la playa y de su querido Cau Ferrat, un modesto museo patrocinado por el Ayuntamiento de Sitges y dedicado a conservar y exponer la obra pictórica de Rusiñol.
Y allí estábamos los siete más asiduos de Jíos, con el alma encendida por la emoción, en el pequeño paseo que desciende de Cau Ferrat hasta el parterre donde se levanta la estatua de Rusiñol. Abrigados hasta las orejas, nos acercamos al bronce solitario del pintor y a los pies de su peana, saqué el cuaderno donde había escrito el poema y lo leí con toda la seriedad del mundo. Ahora sé que es un poema del montón, aunque para escribirlo me informé durante horas sobre el personaje. Y eso me lleva a la conclusión que siempre he mantenido, la de que lo más importante del poema no es lo que se dice, sino cómo se dice. Y la erudición muchas veces sobra en poesía.
A petición suya creamos una tertulia que yo bauticé con la palabra Jíos, inspirada en otra griega, y en ella nos reuníamos siete u ocho personas para hablar de lo que más nos gustaba, escribir, leer, pintar y planear visitas a museos o viajes por los alrededores. Uno de ellos fue memorable. Me refiero al que hicimos a Sitges un día gris y frío de invierno. El tren que nos llevó iba casi vacío, pero nosotros lo llenamos con risas, conversaciones y planes para el futuro. Me habían pedido que escribiera un poema a Santiago Rusiñol para leérselo junto a la estatua que la población costera le había levantado cerca de la playa y de su querido Cau Ferrat, un modesto museo patrocinado por el Ayuntamiento de Sitges y dedicado a conservar y exponer la obra pictórica de Rusiñol.
Y allí estábamos los siete más asiduos de Jíos, con el alma encendida por la emoción, en el pequeño paseo que desciende de Cau Ferrat hasta el parterre donde se levanta la estatua de Rusiñol. Abrigados hasta las orejas, nos acercamos al bronce solitario del pintor y a los pies de su peana, saqué el cuaderno donde había escrito el poema y lo leí con toda la seriedad del mundo. Ahora sé que es un poema del montón, aunque para escribirlo me informé durante horas sobre el personaje. Y eso me lleva a la conclusión que siempre he mantenido, la de que lo más importante del poema no es lo que se dice, sino cómo se dice. Y la erudición muchas veces sobra en poesía.
“En Aranjuez, pintando
sus famosos jardines,
--otoños que navegan
sobre estanques silentes,
amarillos y ocres
que caen a los senderos
donde siembran amores
fieles enamorados--.
En Aranjuez, pintando
primaveras y estíos,
ateridos inviernos
con tus pinceles sabios,
encontraste la muerte,
tan lejos de tu tierra.
Tu tierra catalana,
aquí, en Sitges, te eleva,
junto al Mediterráneo
y el Cau Ferrat un himno
de bronce duradero.
Y nosotros venimos
a cantarte a tus plantas,
a decirte, solemnes,
que admiramos la magia
pintada de tus lienzos.”
Luego, helados y tras echar un breve vistazo al acero agitado del Mediterráneo, volvimos al abrigo del Cau Ferrat con el pretexto de adivinar entre sus paredes algo de la esencia personal y creadora de Rusiñol. Desde dentro, a través de sus grandes ventanales pudimos ver a gusto el mar y sus olas coronadas de espuma cabalgando incansablemente hacia el oro sucio de la playa que queda delante del pequeño jardín donde se levanta la estatua del pintor. Sus cuadros, que ya conocíamos por las reproducciones que habíamos visto en los libros de arte, nos miraban distraídos desde sus ventanas de color barnizado. La dramática escena de la mujer tendida sobre el lecho, cuyo título acentúa el dramatismo: La morfina, me inspiró unos versos o medio versos que apunté en los espacios blancos de un catálogo del Museo. Me quedé rezagado anotándolos frente al cuadro mientras mis amigos comentaban otras obras de Rusiñol y algunas de Ramón Casas, Regollos o Picasso, que allí se guardan también. Las estufas iban a todo meter y allí dentro habíamos empezado a ser otras personas. Poco nos duró el bienestar y aquel gozo especial que nos infundía el estar viviendo parte de la vida de Rusiñol y aquellos otros artistas que anunciaban un arte moderno en España.
En aquel grupo de Jíos había también un pintor que amaba las poesías de Espronceda y aprovechaba cualquier ocasión para recordarnos a los demás los versos atribuidos al poeta romántico por excelencia referidos al poema titulado Desesperación.
“Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas,
la tierra iluminar.
Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar;
y allí un sepulturero
de tétrica mirada,
con mano despiadada
los cráneos machacar.” Etcétera.
Recitaba con pasión aunque un poco atropellado, con lo que nos quedábamos un poco a oscuras, como la noche del poema, sin luna y sin estrellas. Pero lograba en nosotros diversas emociones que iban desde la admiración hasta la reprobación, sin olvidar miedo e incluso el asco. Pero nos acostumbramos a las intervenciones de nuestro amigo. Otras veces tiraba del Canto a Teresa y la cosa cambiaba cuando recitaba los versos que empiezan
“¿Por qué volvéis a la memoria mía,
Tristes recuerdos del placer perdido,
A aumentar la ansiedad y la agonía,
De este desierto corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría,
Le quedó al corazón sólo un gemido,
Y el llanto que al dolor los ojos niegan,
Lágrimas son de hiel que al alma anegan.”
Muchas veces sacaba a relucir el tema sobre quién era mejor, si Bécquer o Espronceda. No me gustaba discutir sobre eso. Yo siempre intentaba hacerle ver que cada poeta muestra una actitud diferente hacia el modo de concebir la poesía. Si Espronceda era el poeta romántico por antonomasia, exaltado, apasionado, incontinente, de extensos poemas y léxico grandilocuente, en el lado opuesto se encontraba Bécquer, de expresión más contenida, de poemas más breves, más comedido y, por ello, más profundo y emotivo. Si Espronceda gritaba su amor y su queja a todo el mundo, Bécquer los susurraba al oído de una mujer o de un confidente amigo. Esos eran mis argumentos, que de ningún modo convencían a mi amigo el pintor, quien defendía a capa y espada la dicción sonora y rotunda de su querido poeta, así como la riqueza y amplitud de su temática, que iban más allá del amor, para tocar otros de tipo social y reivindicativo. Eran sus razones y yo las respetaba, pero me seguía quedando con la expresión sentida y breve, pero eficaz, de las Rimas.
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