LUGARES
Yendo en el autobús desde el aeropuerto de Marco Polo (ya puestos los pies en la tierra) a Piazale Roma, nadie podría asegurarme que el punto final del trayecto (esa es la suerte del viajero que sueña e imagina) pertenece absolutamente al dominio del agua.
Una parada en Ferrovia para ver las primeras góndolas bailando sobre el agua y cúpulas recortadas por esta luz lechosa de Venecia es el mejor aperitivo para lo que nos espera.
El hotel donde nos alojamos da a un canal pequeñito, el río de los Santos Apóstoles, aunque turbio, lleno de encanto y con la vista enfrente de un palacio desconchado que sigue hundiéndose, mientras en el cielo, sobre los tejados, asoma impertérrita la torre de la iglesia que lleva el mismo nombre del canal.
En Fabri, entre las tiendas de máscaras y objetos de cristal de Murano, no hay palomas; hay que seguir andando un poco más entre las sombras y sorteando a la gente para desembocar en el palomar más bello del mundo, la Piazza de San Marco.
En San G. Crisóstomo el mármol blanco de la capilla de los Lombardo se une a la plegaria de los feligreses mientras permanece en sombra y en silencio el resto del templo.
Callejear por Venecia mientras la noche invade en silencio cada rincón de la ciudad y las graves campanadas de los templos navegan por el aire es caminar sin percibir la deriva del tiempo.
“Por la noche, en el extranjero, el infinito se encuentra a la altura de la última farola.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
Amanece en Venecia otra vez, que es mucho, con un trozo azul de cielo sobre los tejados de las casas que brotan del canal y los desconchones del viejo palacio rosa de enfrente.
Los restos del Palazzo Rosa se ven por todas partes: en el portal, el embarcadero clausurado por una verja de hierro negro, las cabezas barbadas de dioses latinos en los arcos de los dos tramos de la escalera que conduce al hotel, las columnas adosadas… y en cuanto a nuestra habitación, aún pueden verse las ménsulas originales, los marcos estucados de las puertas, las ventanas y el techo altos, las fallebas que abren las hojas de las mismas, los marcos de mármol de los espejos, tras los cuales se ocultan las antiguas puertas que comunicaban entre sí las habitaciones del palacio según la moda del siglo XVIII, el piso pulido de piedras blancas y negras como el fondo cristalino de un arroyo… Lo único moderno que hay aquí es el cuarto de baño, que se ha robado al cubo de la habitación de ayer.
Los altos cortinajes de las ventanas son los telones de un teatro moderno que velan tras ellos la historia bella que nos espera impaciente al otro lado.
A los pies de la estatua de Garibaldi la vida se siente más justa.
En Santa María Formosa, la aparición de la Virgen al Rey es un hecho más de la vida cotidiana aquí en Venecia.
El verdadero milagro de Santa María dei Miracoli son estas luces increíbles que despiden los mármoles azules y blancos de su exterior.
Comiendo al sol, junto a San Polo, después de contemplar y admirar la Santa Cena de Tintoretto, es un privilegio que me enorgullezco de disfrutar por encima de cualquier papanatería.
En San Stae, Eustaquio para los amigos españoles, se nota también la influencia de Palladio, casi con mayor insistencia que en otros templos. Esta blanca y equilibrada frialdad de los elementos arquitectónicos sin apenas destacar detalles de belleza (aunque la belleza quizás resida en este solemne equilibrio de la arquitectura, donde la luz blanquecina inunda cada rincón del templo como si estuviera en la calle). Sobriedad, clasicismo. Hermanamiento sereno de la escultura con la arquitectura.
En la tumba del mecenas de la iglesia, el Dux Alvise Mocenigo, situada en mitad de la fría y silenciosa nave, aunque iluminada con una luz blanca y serena, dos esqueletos armados con la tétrica guadaña, flanquean esta elocuente inscripción: NOMEN ET CINERES UNA CUM VANITATE SEPULTA, mientras que en las cuatro esquinas de la lápida rectangular y en la parte inferior de la misma confirman el destino humano sendas calaveras blancas con sus respectivas y clásicas tibias cruzadas.
Hay un sitio en Venecia donde los libros de viejo navegan en una góndola varada que prefiere los sueños de la letra por donde pasa vigilante la imaginación.
Es fácil imaginar crímenes horrendos en estos sotoportegos y plazas que se quedan abandonados de repente al llegar la noche.
El suelo de la iglesia de San Pietro Martire de Murano aparece milagrosamente en el cuadro de la Madonna de Bellini, cuadro que, sin embargo, no se pintó para este templo.
Hasta una modesta perdiz (también una garza y un pavo real aparecen en el cuadro) ha venido para asistir a la escena de la entronización de la Virgen con el Niño ante San Agustín, el dogo Agostino Barbarigo y San Marcos.
Sólo por el Bellini, esta iglesia de San Pietro de Murano permanecerá en la memoria de quien la visite.
Pisar el suelo de Santa María y San Donato de Murano es andar por el tiempo de los mosaicos y el pensamiento de los antiguos.
Las teselas doradas del ábside de Santa María recogen la luz exterior y la derraman generosa sobre los frescos.
Hasta el Cristo adornado con cristales de Murano parece de ayer.
Suena en la mañana de la plaza el melancólico acordeón, a cuya música bailan los arcos milagrosos de Santa María y San Donato.
Comemos al borde del canal, sobre una plataforma de madera, en un restaurante que se llama Ai Pianta Leoni, curiosamente acompañados por gorriones y la vista imborrable del Campanile de San Pietro Martire.
Es una paradoja que el vaporetto tenga una parada en el Faro, lugar abierto a la luz que da la luz, camino de San Michele, lugar cerrado y abrazado al mundo de los cipreses y las sombras.
La columna de Colonna parece reírse de todas las leyes físicas, pero sostiene, en cambio, toda la luz de Murano.
“No queda más que leer o deambular en silencio, lo que viene a ser más o menos lo mismo, ya que, por la noche, estos estrechos callejones empedrados son como pasajes entre las estanterías de alguna inmensa, olvidada biblotecae igualmente silenciosos.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
La serpiente de agua, es decir, el Gran Canal, es el escaparate más bello del mundo.
En la Salute se cura uno de la ceguera cotidiana. Hay tanta luz blanca en su interior que hace pensar que las sombras son un invento del diablo.
En el Dorso Duro, la pintura de los canales y la luz esplendorosa de Venecia se instala en las galerías de arte como en su refugio más idóneo.
Las calles trazan líneas quebradas, como los caminos del alma, hasta llegar al corazón del Guggenhein.
En el patio del museo un tronco de luces en cascada asciende hasta las ramas de un árbol de verdad.
La Academia es un museo de ventanas abiertas al arte y la belleza. Pero hay una cerrada y negra en estos días que corresponde al hueco triste de La tempestad, de Giorgione.
En los pasillos solitarios de La Academia se mueren las conversaciones de ancianas amas de casa y jubilados que huyen de la excesiva belleza de las salas con los ojos saturados de tanto asombro.
Las puertas del museo no sólo sirven de entrada y de salida a los visitantes, sino que ellas mismas son soportes de pinturas que superan las aspiraciones de la vida.
“Este siglo merecerá ser recordado por haber dejado este lugar intacto.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
En la parte inferior de la fachada de San Zaccaría el mármol juega al ajedrez rosa, mientras que el resto asciende en curvas cada vez más elegantes y majestuosas hacia el cielo lechoso de la niebla.
San Zaccaría es el único templo de Venecia donde no se ven sus muros interiores: están completamente cubiertos de pinturas, técnica que recibe el nombre de teleri.
Bellini pintó su cuadro expresamente para San Zaccaría. Prueba de ello es que hasta las columnas pintadas son del mismo estilo que las de la iglesia: así la pintura es una sabia prolongación (mejor, un complemento) de la arquitectura.
Atravesando en vaporetto la laguna hacia San Giorgio Maiore, la niebla va despidiendo las siluetas de la fondamenta de San Marcos. Todo parece estar diciéndonos adiós lenta, suavemente, sin traumas.
Bajo la niebla y desde la isla de San Giorgio, San Marcos es apenas una insinuación de arcos y leyenda. Y el Campanile, ni eso. Sólo una ausencia lírica.
En San Giorgio domina el gigantismo de Palladio: naves, bóvedas, ventanales de termas, columnas agrupadas… mientras que el suelo, ese suelo de baldosas rosas y blancas de la mayoría de los templos venecianos restituye las cosas a su serenidad.
El altar mayor está protegido por dos magníficas obras de Tintoretto: La recogida del maná y la Santa Cena.
Detrás del altar nos espera el teatro del coro, cuyos personajes de madera ejecutan en silencio su papel eterno.
En isla de la Giudecca una gaviota se asoma a la fondamenta para ver llegar a los vaporettos y está inquieta porque el suyo no acaba de llegar.
En Santa María del Rosario (Gesuati) por fuerza los ojos se van al techo de la iglesia, donde Tiépolo nos muestra la excelsa aparición de la Virgen a Santo Domingo.
Las columnas de mármol rosado de las capillas oponen su tono de ternura a la blanca frialdad de la única nave de la iglesia.
Le Putte (las musas) de Antonio Vivaldi tocan sin música sus instrumentos de cuerda al pie de un árbol gigantesco, mientras suena monótona la canción del agua de la fuente cercana.
“Una manera de mirar esas fachadas es desde una góndola: así se ve lo que ve el agua.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
San Sebatiano posee dos joyas insuperable: en un costado de la nave el órgano que construyó Veronese junto con sus pinturas, y la sacristía, toda ella adornada con lienzos suyos.
Sentado en la terraza del Colleoni, con una copa de cerveza delante, la plaza de San Zanipolo se ve como una postal viva: al fondo, el mural de los leones, arcos y columnas elegantes del Hospedale; haciendo ángulo recto con él, la fachada de San Giovanni, y en primer término, la estatua colosal de Verrochio.
Yendo en el autobús desde el aeropuerto de Marco Polo (ya puestos los pies en la tierra) a Piazale Roma, nadie podría asegurarme que el punto final del trayecto (esa es la suerte del viajero que sueña e imagina) pertenece absolutamente al dominio del agua.
Una parada en Ferrovia para ver las primeras góndolas bailando sobre el agua y cúpulas recortadas por esta luz lechosa de Venecia es el mejor aperitivo para lo que nos espera.
El hotel donde nos alojamos da a un canal pequeñito, el río de los Santos Apóstoles, aunque turbio, lleno de encanto y con la vista enfrente de un palacio desconchado que sigue hundiéndose, mientras en el cielo, sobre los tejados, asoma impertérrita la torre de la iglesia que lleva el mismo nombre del canal.
En Fabri, entre las tiendas de máscaras y objetos de cristal de Murano, no hay palomas; hay que seguir andando un poco más entre las sombras y sorteando a la gente para desembocar en el palomar más bello del mundo, la Piazza de San Marco.
En San G. Crisóstomo el mármol blanco de la capilla de los Lombardo se une a la plegaria de los feligreses mientras permanece en sombra y en silencio el resto del templo.
Callejear por Venecia mientras la noche invade en silencio cada rincón de la ciudad y las graves campanadas de los templos navegan por el aire es caminar sin percibir la deriva del tiempo.
“Por la noche, en el extranjero, el infinito se encuentra a la altura de la última farola.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
Amanece en Venecia otra vez, que es mucho, con un trozo azul de cielo sobre los tejados de las casas que brotan del canal y los desconchones del viejo palacio rosa de enfrente.
Los restos del Palazzo Rosa se ven por todas partes: en el portal, el embarcadero clausurado por una verja de hierro negro, las cabezas barbadas de dioses latinos en los arcos de los dos tramos de la escalera que conduce al hotel, las columnas adosadas… y en cuanto a nuestra habitación, aún pueden verse las ménsulas originales, los marcos estucados de las puertas, las ventanas y el techo altos, las fallebas que abren las hojas de las mismas, los marcos de mármol de los espejos, tras los cuales se ocultan las antiguas puertas que comunicaban entre sí las habitaciones del palacio según la moda del siglo XVIII, el piso pulido de piedras blancas y negras como el fondo cristalino de un arroyo… Lo único moderno que hay aquí es el cuarto de baño, que se ha robado al cubo de la habitación de ayer.
Los altos cortinajes de las ventanas son los telones de un teatro moderno que velan tras ellos la historia bella que nos espera impaciente al otro lado.
A los pies de la estatua de Garibaldi la vida se siente más justa.
En Santa María Formosa, la aparición de la Virgen al Rey es un hecho más de la vida cotidiana aquí en Venecia.
El verdadero milagro de Santa María dei Miracoli son estas luces increíbles que despiden los mármoles azules y blancos de su exterior.
Comiendo al sol, junto a San Polo, después de contemplar y admirar la Santa Cena de Tintoretto, es un privilegio que me enorgullezco de disfrutar por encima de cualquier papanatería.
En San Stae, Eustaquio para los amigos españoles, se nota también la influencia de Palladio, casi con mayor insistencia que en otros templos. Esta blanca y equilibrada frialdad de los elementos arquitectónicos sin apenas destacar detalles de belleza (aunque la belleza quizás resida en este solemne equilibrio de la arquitectura, donde la luz blanquecina inunda cada rincón del templo como si estuviera en la calle). Sobriedad, clasicismo. Hermanamiento sereno de la escultura con la arquitectura.
En la tumba del mecenas de la iglesia, el Dux Alvise Mocenigo, situada en mitad de la fría y silenciosa nave, aunque iluminada con una luz blanca y serena, dos esqueletos armados con la tétrica guadaña, flanquean esta elocuente inscripción: NOMEN ET CINERES UNA CUM VANITATE SEPULTA, mientras que en las cuatro esquinas de la lápida rectangular y en la parte inferior de la misma confirman el destino humano sendas calaveras blancas con sus respectivas y clásicas tibias cruzadas.
Hay un sitio en Venecia donde los libros de viejo navegan en una góndola varada que prefiere los sueños de la letra por donde pasa vigilante la imaginación.
Es fácil imaginar crímenes horrendos en estos sotoportegos y plazas que se quedan abandonados de repente al llegar la noche.
El suelo de la iglesia de San Pietro Martire de Murano aparece milagrosamente en el cuadro de la Madonna de Bellini, cuadro que, sin embargo, no se pintó para este templo.
Hasta una modesta perdiz (también una garza y un pavo real aparecen en el cuadro) ha venido para asistir a la escena de la entronización de la Virgen con el Niño ante San Agustín, el dogo Agostino Barbarigo y San Marcos.
Sólo por el Bellini, esta iglesia de San Pietro de Murano permanecerá en la memoria de quien la visite.
Pisar el suelo de Santa María y San Donato de Murano es andar por el tiempo de los mosaicos y el pensamiento de los antiguos.
Las teselas doradas del ábside de Santa María recogen la luz exterior y la derraman generosa sobre los frescos.
Hasta el Cristo adornado con cristales de Murano parece de ayer.
Suena en la mañana de la plaza el melancólico acordeón, a cuya música bailan los arcos milagrosos de Santa María y San Donato.
Comemos al borde del canal, sobre una plataforma de madera, en un restaurante que se llama Ai Pianta Leoni, curiosamente acompañados por gorriones y la vista imborrable del Campanile de San Pietro Martire.
Es una paradoja que el vaporetto tenga una parada en el Faro, lugar abierto a la luz que da la luz, camino de San Michele, lugar cerrado y abrazado al mundo de los cipreses y las sombras.
La columna de Colonna parece reírse de todas las leyes físicas, pero sostiene, en cambio, toda la luz de Murano.
“No queda más que leer o deambular en silencio, lo que viene a ser más o menos lo mismo, ya que, por la noche, estos estrechos callejones empedrados son como pasajes entre las estanterías de alguna inmensa, olvidada biblotecae igualmente silenciosos.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
La serpiente de agua, es decir, el Gran Canal, es el escaparate más bello del mundo.
En la Salute se cura uno de la ceguera cotidiana. Hay tanta luz blanca en su interior que hace pensar que las sombras son un invento del diablo.
En el Dorso Duro, la pintura de los canales y la luz esplendorosa de Venecia se instala en las galerías de arte como en su refugio más idóneo.
Las calles trazan líneas quebradas, como los caminos del alma, hasta llegar al corazón del Guggenhein.
En el patio del museo un tronco de luces en cascada asciende hasta las ramas de un árbol de verdad.
La Academia es un museo de ventanas abiertas al arte y la belleza. Pero hay una cerrada y negra en estos días que corresponde al hueco triste de La tempestad, de Giorgione.
En los pasillos solitarios de La Academia se mueren las conversaciones de ancianas amas de casa y jubilados que huyen de la excesiva belleza de las salas con los ojos saturados de tanto asombro.
Las puertas del museo no sólo sirven de entrada y de salida a los visitantes, sino que ellas mismas son soportes de pinturas que superan las aspiraciones de la vida.
“Este siglo merecerá ser recordado por haber dejado este lugar intacto.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
En la parte inferior de la fachada de San Zaccaría el mármol juega al ajedrez rosa, mientras que el resto asciende en curvas cada vez más elegantes y majestuosas hacia el cielo lechoso de la niebla.
San Zaccaría es el único templo de Venecia donde no se ven sus muros interiores: están completamente cubiertos de pinturas, técnica que recibe el nombre de teleri.
Bellini pintó su cuadro expresamente para San Zaccaría. Prueba de ello es que hasta las columnas pintadas son del mismo estilo que las de la iglesia: así la pintura es una sabia prolongación (mejor, un complemento) de la arquitectura.
Atravesando en vaporetto la laguna hacia San Giorgio Maiore, la niebla va despidiendo las siluetas de la fondamenta de San Marcos. Todo parece estar diciéndonos adiós lenta, suavemente, sin traumas.
Bajo la niebla y desde la isla de San Giorgio, San Marcos es apenas una insinuación de arcos y leyenda. Y el Campanile, ni eso. Sólo una ausencia lírica.
En San Giorgio domina el gigantismo de Palladio: naves, bóvedas, ventanales de termas, columnas agrupadas… mientras que el suelo, ese suelo de baldosas rosas y blancas de la mayoría de los templos venecianos restituye las cosas a su serenidad.
El altar mayor está protegido por dos magníficas obras de Tintoretto: La recogida del maná y la Santa Cena.
Detrás del altar nos espera el teatro del coro, cuyos personajes de madera ejecutan en silencio su papel eterno.
En isla de la Giudecca una gaviota se asoma a la fondamenta para ver llegar a los vaporettos y está inquieta porque el suyo no acaba de llegar.
En Santa María del Rosario (Gesuati) por fuerza los ojos se van al techo de la iglesia, donde Tiépolo nos muestra la excelsa aparición de la Virgen a Santo Domingo.
Las columnas de mármol rosado de las capillas oponen su tono de ternura a la blanca frialdad de la única nave de la iglesia.
Le Putte (las musas) de Antonio Vivaldi tocan sin música sus instrumentos de cuerda al pie de un árbol gigantesco, mientras suena monótona la canción del agua de la fuente cercana.
“Una manera de mirar esas fachadas es desde una góndola: así se ve lo que ve el agua.” (J. Brodsky, Marca de agua.)
San Sebatiano posee dos joyas insuperable: en un costado de la nave el órgano que construyó Veronese junto con sus pinturas, y la sacristía, toda ella adornada con lienzos suyos.
Sentado en la terraza del Colleoni, con una copa de cerveza delante, la plaza de San Zanipolo se ve como una postal viva: al fondo, el mural de los leones, arcos y columnas elegantes del Hospedale; haciendo ángulo recto con él, la fachada de San Giovanni, y en primer término, la estatua colosal de Verrochio.
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