lunes, 25 de mayo de 2009

REFLEJOS DE PRAGA

DURANTE EL VIAJE





Primer contacto con Praga





Tras dejar la maleta en el hotel, en el corazón de la Ciudad Vieja (cerquísima la magia arquitectónica de Nuestra Señora de Tyn), entramos en contacto con el aliento vital y antiguo de Praga. No sabemos muy bien por dónde vamos, pero la vista dominante del Castillo nos lleva al otro lado del Moldava por el Puente de Iván. Cuestas empinadas por donde suben y bajan los tranvías y, finalmente, una escalinata interminable nos lleva al parque del Castillo, desde el cual se disfruta de una panorámica excepcional de Praga sobre la que se cierne una luz especial, que quizás es la que proyectan nuestras emociones. Bordeando el parque accedemos al recinto mágico del Castillo donde destaca la catedral de San Vito (mosaicos, gárgolas, dorados y demás elementos de cuento). Es inevitable recordar la capilla de San Wenceslao con la aldaba de bronce a la que se agarró en el momento en que era asesinado por su hermano Boleslao. Lo miramos todo y todo va dejando en nuestros corazones un poso de unicidad y belleza: la torre de Dalivor con su tejado cónico y su escudo de armas y sobre todo la historia triste del condenado a muerte por proteger a siervos proscritos, el hombre que le da nombre a la torre y que aprendió, según la leyenda, a tocar el violín, a cuyos acordes acudía la gente a oírle tocar y a llevarle comida y bebida que desde una ventana le hacía llegar colgándola de una cuerda). La plaza de las fuentes, el Callejón del Oro (llamado así por los alquimistas y en una de cuyas casitas, de color azul y señalada con el número 22, vivió una temporada Kafka en compañía de su hermana favorita Ottla), los simpáticos y marciales cambios de la guardia, las esculturas (las negras y doradas sobre todo), el ruido de los chorros del agua de las fuentes (aquella singular que canta junto a San Vito)... De regreso bajamos por Nerudova: el águila, la rueda, los dos soles, el cisne, la herradura, los violines (cada fachada tiene un símbolo) y al fondo la sensación de atravesar de nuevo el Moldava sobre el puente más emblemático de Praga, el de Carlos, lamentablemente en obras pero lleno de encanto (los puestos de arte y baratijas, las negras estatuas que lo flanquean, las orquestas improvisadas, los turistas haciendo de oro los relieves de San Juan Nepomuceno en busca de la suerte...). Estamos borrachos de arte y cansados de caminar...



Acabar en Carlova
sentados en un bar
frente al Teatro de la Fantasía,
cuando el sol de la tarde estalla
en la piedra negra del Puente de Carlos,
con una pivo checa entre los dedos,
después de haber subido hasta San Vito
y leer la voz de Kafka en el Callejón del Oro,
con la vista puesta en los peatones
que pasan sin parar camino de la música
o del arte o del simple no hacer nada
(sino hacer todo porque en Praga
se vive aunque uno no quiera),
con el alma dormida en el trascurso
de esta hora sin tiempo,
con la espuma en los labios...
certifico que sigo estando vivo,
que no sueño
(aunque parezca que todo aquí es un sueño de belleza).



Por la calle de Neruda
baja el mundo cuajado de cristales.
Las fachadas
muestran águilas y violines que no vuelan,
que no tocan músicas aladas,
pero tras los visillos de algunas ventanas
se asoman fugazmente rostros sin edad,
que un día existieron en las cartas de Rilke
o en las canciones de John Lennon.
Hoy he visto unos dedos ardiendo
con las pavesas de un cigarrillo
mientras el humo desdibujaba
unos ojos soñadores
de querer descender calle abajo
y cogerse a mi brazo... Y todo es
esta magia
de estar caminando por un sueño.

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