domingo, 24 de mayo de 2009

REFLEJOS DE PRAGA

ANTES DEL VIAJE















DOS LIBROS AJENOS Y UN RELATO PROPIO


Relatos de Praga, de Rainer María de Rilke, es un libro que pese a su horrible traducción española (éstas son algunas lindezas del lenguaje que emplea la traductora: "la vieja andó", "encima suyo", "delante suyo", "no era dentro de él que lloraba", etcétera), incluye la historia del deforme Bohusch, callado y discreto en las reuniones de literatos a las que asistía pero que a la primera ocasión que tiene emite sus inquietudes sobre el presente y el futuro de Praga, la historia de su amada Frantischka o la de los fanáticos que se reúnen en el sótano de la casa de Bohusch y, lo que es más importantes para mí, las impresiones líricas y conmovedoras con que intenta describir su ciudad: "Al fondo de todo se halla, apretada entre el Laurenziberg y el Belvedere, en un panorama espléndido, Praga, este rico y gigantesco poema épico de la arquitectura."(págs. 39 y 40). "Yo conozco a mi madrecita Praga hasta el corazón, sí, y a mí ningún poeta me ha contado nada. Basta con crecer entre todas estas iglesias y palacios. Dios sabe que no necesitan que nadie hable por ellos, hablan por sí solos, quiero decir. Basta con que a uno le guste escuchar. ¡Oh! la de historias que saben" (pág. 54).
Del libro me quedo, más que con las historias que cuenta Rilke, con estas dos citas sobre Praga y con el parrafito siguiente que el autor deja escrito en el Prólogo: "Del pasado sólo poseemos aquello que amamos. Y queremos poseer todo lo que hemos vivido."




Praga mágica es un libro curioso donde los haya que recoge relatos de escritores en lengua alemana que crearon y convivieron en la capital checa y que recibieron el nombre de "Escuela de Praga". Entre esos escritores figuran Ronald Cross, Rainer María Rilke, Paul Leppin, Leo Perutz, Alfred Kubin, Max Brod o Franz Kafka. Y entre los relatos incluidos en el librito destacan los titulados ¡La guillotina para los poetas!, El fantasma del barrio judío, La condena, La madre del asesino o La casa de los nueve diablos. Tras su apasionante lectura, apunto a continuación tres impresiones recibidas.




1.
Con la guillotina se intentó acallar la lengua de la poesía y empezaron a rodar bajo la fatídica cuchilla las cabezas más líricas de Praga, la de Adler, la de Max Brod, las de los hermanos Capek, la de Paul Leppin, la de Kafka...
Y cuando todos los poetas fueron guillotinados, Europa amaneció al día siguiente cubierta con una espesa manta de silencio, muerta también como aquellos poetas. Y es que arrebatar al mundo sus poetas es como condenar a los jardines a un invierno eterno.




2.
El corazón de plata que sostienen los huesos de la mano de Santo Tomás cae al suelo del altar de la iglesia de su mismo nombre, al final de Nerudova en Mala Strana. Entonces el oro que se esconde bajo las baldosas sale a la plaza y se convierte en polvo. Y en el momento en que la ciudad, entristecida, abate sus torres, un hombre solitario cruza cabizbajo el puente de Carlos hacia el miedo y el absurdo. Antes de desaparecer por el pasadizo del Clementinum rumbo a la Ciudad Vieja, mira atrás por última vez. Es Franz Kafka.




3.
Ahí, a un paso de la isla de Kampa, en la zona de Mala Strana, se hallaba la casa de los Nueve Diablos y su moradora, la anciana que la cuidaba. En un aposento secreto de la casa había un cuadro ovalado con el retrato de un caballero; en realidad, un mago; mejor, un alquimista al que acudían algunos rabinos de Josefof en busca de fórmulas mágicas. Uno de estos rabinos, el judio Low aprendió del extraño caballero que, según contaba la cuidadora de la casa, era el dueño de la misma y que se ausentaba de ella durante largas temporadas sin que nadie supiera adónde iba, aprendió Low algunas estrategias antes de crear su famoso Golem.



Por último, hablando del Golem, antes de partir hacia Praga, mientras leía por enésima vez las páginas de mi guía favorita sobre la capital checa, se me ocurrió este pequeño relato sobre el judio Low y la criatura de su extraña invención.

LA PIEDRA DEL GOLEM

Cuando al rabino Low le mostraron aquella piedrecilla roja que un súbdito checo había traído de su viaje a Jerusalem, una idea cruzó veloz el cielo de su mente. Llevaba días esperando algo así, después de que hubiera creado con arcilla un ser con forma humana al que llamaba Golem y que todavía no había dado señales de vida. Había leído en un viejo códice que estas figuras humanoides raras veces llegan a adquirir rasgos vitales si no es con la ayuda de ciertas piedras que se crían en Tierra Santa. Había probado también aplicar fórmulas mágicas para conferir vida a su criatura sin que hubiera conseguido nada positivo hasta la fecha. Y aquella tarde de invierno en Praga, a la vista de la piedrecilla roja recién llegada de Jerusalem, se le ocurrió algo que aún no había probado. Tras despedir a la visita, acudió a su escritorio para abrir el arcón donde el Golem dormía sin vida allí dentro. Alzó la tapa y fijó sus ojos en la criatura de barro. Luego tomó el códice de las fórmulas mágicas y lo abrió por una página que conocía muy bien y, haciendo un hueco en el lugar de la boca del Golem para incrustar en él la piedrecilla roja de Jerusalem, musitó la fórmula que animaba a tomar vida a los seres inanimados sin prestar demasiado caso al viento inoportuno que se acababa de colar en la estancia y le cambió de página al códice momentáneamente; resuelto el problema, añadió la frase: “Y que esta piedra, que ha estado en contacto con el suelo que pisó el Omnipotente, venga a darte el impulso final para que vivas, hables y obedezcas a tu amo.” No bien hubo acabado de pronunciar la fórmula, cuando el Golem abrió los párpados de barro y dejó ver unos ojos sanguinolentos que se clavaron profundamente en los del rabino. Después el movimiento vital fue llenando todos sus miembros hasta permitirle incorporarse dentro del arcón que le había servido de tumba. Finalmente, brotó de su interior una voz cavernosa que dijo: “Manda, amo, que yo te serviré.” El rabino Low no acababa de dar crédito a sus ojos. Vivamente emocionado, sólo se le ocurrió decir, mientras cerraba la ventana y echaba una ojeada alrededor: “De momento, limpia y ordena el escritorio.” A partir de ese momento el Golem sirvió fielmente al rabino en las tareas domésticas y en otras que nada tenían que ver con el quehacer casero. Hasta que un día, sobrepasando sus funciones de criado, abrió en ausencia del rabino la puerta de su escritorio a una visita inoportuna que puso en serio riesgo la seguridad de Low. Sin embargo, armado de paciencia y después de reponerse de un falso testimonio que, valiéndose de un documento que el rabino guardaba celosamente en su escritorio, le había levantado aquella visita inoportuna, perdonó al olvidadizo siervo no sin antes obligarle a prometer que en lo sucesivo se limitara a cumplir con las funciones para las que había sido creado. Pasó un tiempo y el Golem se olvidó de las recomendaciones de su amo, permitiendo que un sicario de su enemigo practicara en los escalones de la vivienda una trampa en la que cayó el rabino con tan mala fortuna que se quebró una pierna y un brazo. De nada le sirvió al siervo deshacerse en disculpas solicitando el perdón de su amo. Pues éste, pasado el tiempo de su convalecencia, aprovechó una noche en que el Golem dormía profundamente en su arcón para arrancarle de la boca la piedrecilla de Jerusalem y llevarla colgada al cuello hasta el día de su muerte. Luego mandó a un albañil de confianza emparedar el arcón con el desobediente siervo dentro en un rincón de la buhardilla y nunca más volvió a oírse hablar del Golem. Salvo los días de vendaval en que se oían en la calleja contigua alaridos horribles confundidos con los aullidos del viento. Dicen los que conocen bien el final de la leyenda que, al morir el rabino Low, la piedrecilla roja de Jerusalem desapareció de su cuello y que en otro lugar de Praga, al otro lado del Moldava, el acérrimo enemigo del rabino se hacía servir por una criatura de aspecto humano cuya procedencia nadie conocía. Hoy, con el paso de los siglos, y una vez que nadie puede negar que haya esparcidos por el mundo centenares de Golem, el atento visitante del Cementerio Judío de Praga, puede descubrir sobre la tumba del rabino Low un montoncito de guijarros rojizos.

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