jueves, 6 de noviembre de 2008

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

15.


“¿Quién espera
con los brazos abiertos nuestro arribo?
Y estamos al principio.
Si tardamos
puede que la estación esté cerrada.”


En 1981 me trasladé a vivir a Cerdañola después de haber comprobado durante años que me costaba cada vez más salir de Barcelona por las mañanas camino del trabajo y llegaba a él con los nervios de punta. Como el Colegio donde daba clases se halla muy cerca de San Cugat, buscamos durante un tiempo un piso en esta ciudad para vivir, pero al fin nos decidimos por otro de Cerdañola, más asequible y cercano también al Colegio. Entre otras cosas, aquella decisión resultó muy beneficiosa para que nuestra amistad se fortaleciera, Antonio, y pudiéramos llevar a cabo las ideas comunes que nos bullían por aquel entonces en la cabeza. Una de ellas fue crear una tertulia poética en el Ateneo de la ciudad, cuyas autoridades se mostraron siempre inclinadas a favorecer nuestras inquietudes literarias. Una de las primeras cosas que hicimos fue invitarnos a nuestras respectivas casas. Yo vivía en la avenida de la Primavera y tú ya en la calle Canarias, en una casa que te habías ido construyendo a lo largo de muchos años, con no poco ingenio y mucho esfuerzo. Recuerdo el día en que fui con mi familia a tu casa. Me costó dar con ella porque entonces estaba a las afueras, rodeada de viñas y había pocos puntos de referencia para llegar a ella. En uno de tus libros, creo que en La mosca, apuntaste en la contraportada unas notas para que no nos perdiéramos. Argentina, derecha, calle en obras, pendiente, mitad de Londres… Con aquellas indicaciones y tras preguntar a un solitario paseante por el número 54 de la calle Canarias, tu refugio, dimos finalmente con la verja de la entrada. Dos machones pintados con cal lo decían por partida doble: 54. Llamamos al timbre y esperamos. Sonó la llave de la puerta del porche y luego el roce de la madera sobre el cemento. Siempre ha sonado igual. Y apareciste tú, con tu figura inconfundible: cabeza ladeada, piernas combadas y tu paso inclinado hacia adelante. La tarde fue completa. Y mis hijos quedaron encantados. Cuando arrimados a la campana de la chimenea del comedor vieron que no había señales de fuego ni de humos, me dijeron:
--Papá, una chimenea sin fuego.
Entonces tú, sonriendo, les pediste que se asomaran a su interior. Así lo hicieron los niños y enseguida vinieron hacia mí con la boca abierta y ojos sorprendidos.
--Papá, papá—dijeron excitados--, hay dentro una escalera.
Efectivamente, había incrustados en la pared unos escalones de hierro, como grapas gigantescas, que invitaban a subir a un mundo de misterio.
--¿Queréis subir? –les preguntaste a sabiendas de que te iban a decir corriendo que sí--, pues venid detrás de mí.
Por supuesto que te siguieron y yo detrás de ellos, mientras Celestina y Nasi se quedaban abajo charlando. Un mundo fascinante nos aguardaba arriba, en los sobrados de la casa. Lo primero que vimos, cuando encendiste las luces, fue una maqueta gigantesca que ocupaba la mayor parte del cuadrado de la estancia. Era una maqueta de trenes, con montañas artificiales, estaciones, cambios de agujas, vías que se cruzaban, puentes y acueductos ocupados por vagones y máquinas de todo tipo. Alucinante. Sólo había que mirar a los chicos para constatar las emociones que la vista de la magnífica maqueta ferroviaria podía provocar. Arrimados a un borde de la plancha de madera que servía de soporte a todo aquel mecanismo mágico, mis hijos esperaban (y yo también, Antonio) el milagro de ver moverse los trenes por aquel entramado de vías, estaciones, túneles y puentes, a un solo gesto del artífice de aquella maravilla, tú y sólo tú. Por eso, cuando como un dios cotidiano diste movimiento y vida a la maqueta, y despertaron las luces, y sonaron las sirenas, y los trenes empezaron a circular por las vías y a subir puentes y atravesar túneles y detenerse unos segundos en las estaciones, el sueño de la infancia se me despertó de pronto. No tengo que añadir que mis hijos, que estaban viviendo todavía el sueño inmortal de la infancia, al ver todo aquello, saltaban de alegría y soltaban todo tipo de exclamaciones. Recuerdo que tú no dejabas de sonreír viéndolos disfrutar, sobre todo, cuando les dejaste unos segundos en sus manos el control de aquella vida de los viajes en miniatura. Nunca te lo agradeceré bastante, querido amigo. Y cada vez que, con el paso de los años, volvía a subir a aquel mágico desván para contemplar los libros, cuadros, objetos y cachivaches que guardabas tan celosamente allí, y veía muda y quieta la maqueta de los trenes, me acordaba de aquel día en que mis hijos fueron tan felices.
Ahora los dos son mayores. Javier está casado y va a tener un hijo. Esteban, doctor en la Universidad de Huelva, sigue adiestrando en la Historia del Derecho y las Instituciones a alumnos cada vez menos esforzados y más dados a la desidia. Y cuando el otro día les decía en sendas conversaciones por teléfono que te habías ido para siempre, uno y otro se acordaron de cuando subieron de niños por la escala de la chimenea de tu casa hacia un mundo de sombras y aventuras, de cuadros que de repente resucitaban bajo la luz escasa de las bombillas y de trenes que partían de nuevo hacia los puentes y túneles de magia entre montañas de cartón piedra y personas de juguete que esperaban eternamente en los andenes de las coloreadas y minúsculas estaciones, mientras pitaban tímidamente para no despertar el ensueño. Uno y otro se acordaban escasamente de nuestras charlas sobre libros pero no habían olvidado la estrecha relación que había entre nosotros, la complicidad que hacía que nos entendiéramos a pesar de nuestras diferencias de edad, de cultura y de posicionamiento ante la vida.





16.

“La estación es tranquila.
Vuelan pájaros.
La tarde es un crepúsculo
interminable
y el relieve del músculo perfecto.”


En uno de tus libros más recientes, titulado Coleccionista compulsivo, confiesas tu afición por los trenes. “Recuerdo que en aquellos tiempos de mi primera evaporada niñez, dices en esa obrita de 2005, con las latas de sardinas vacías que recolectábamos en los estercoleros cercanos a nuestra casa, algunos niños construíamos largos convoyes de pequeños vagones en miniatura, en un intento de copiar los antiguos y largos trenes que teníamos siempre cerca de nosotros. Agujereábamos con un clavo las latas en sus dos extremos y las uníamos con un alambre a la lata que ejercía de locomotora. Ya estaba hecho el tren; ahora sólo faltaba tirar de él con un cordel que atábamos a la lata que hacía de locomotora. Aquellos trenes arrastrado sobre el suelo de arena de las entonces no asfaltadas calles, o en los solares de los extramuros próximos a las explanadas por donde RENFE había extendido sus vías, eran, a nuestro infantil entender, copia de las distintas unidades que con mercancías pasaban ante nuestros ojos y llenábamos nuestros “vagones” con tierras de diversos colores y texturas, areniscas, piedrecillas, semillas varias, huesos y cáscaras de frutos, residuos en fin de cualquier derribo, incluso carbonilla de las propias vías.” Y en otro sitio aludes a esos trenes que duermen bajo el polvo en el altillo de tu casa esperando tal vez que las manos de tus nietos Carlos y Alejandro vuelvan a circular un día. “Ya comentaba en el primer capítulo mi afición por el ferrocarril y las humildes latas de sardinas con las que construía mis primeros trenes. Señalaba también la existencia en el altillo de mi casa de bastantes trenes en miniatura a distintas escalas e intentaré ampliar ahora tal referencia, así como las causas que me llevaron a embarcarme en tamaña empresa. Cuando adquirimos un pequeño piso en Albacete, descubrí que desde sus ventanas podía divisar con mucha nitidez los trabajos ferroviarios en la zona que llaman las Playas, con muchos cambios de agujas de las innumerables vías en que suelen trasegar a diario infinidad de vagones, descomponiéndose unos convoyes para organizar otros que marcharán a destinos diversos y con materiales de todo tipo. Desde las ventanas de mi piso que dan a la estación, distante unos cien metros, veía todos los días ese trajín de cambiar de vías a unas y otras unidades, las cuales eran ante mis ojos como juguetes. Al poco tiempo expusieron en un comercio de electrodomésticos de la calle del Rosario una maqueta ferroviaria a escala N en la que las locomotoras y los vagones eran aproximadamente del tamaño de un plátano. Así que allí fui y me quedé extasiado ante aquellos trenes en miniatura. Hubo después otros comercios que exponían en sus escaparates maquetas con trenes a los que yo solía ir a preguntar y a interesarme por los precios que tenían las unidades expuestas, en el mismo Albacete y también en Cerdañola y Barcelona. En muchos de estos establecimientos fui adquiriendo alguna locomotora, algún vagón, algún accesorio que estaba de oferta, incluso algún convoy completo, pensando a la vez dónde irlo colocando. También fui conociendo a otros coleccionistas, que eran los que me iban proporcionando las primeras gangas y chatarras de las que querían desprenderse. El siguiente paso fue construir en la mayor habitación de la casa, entre el tejado y la primera planta, sobre un tablero de tres metros sesenta de largo por ochenta y seis centímetros de ancho una maqueta exacta de las explanadas ferroviarias de Albacete, con sus trece carriles que se bifurcan en otros que se dirigen hacia los almacenes, talleres y cocheras de aquel magno complejo, transitado a todas horas por trenes de viajeros y de mercancías…” Tal como lo cuentas lo vi plasmado en realidad. Los tapetes con las vías, las estaciones, las montañas de cartón piedra, los puentes, las casitas, los pasos a nivel, las rampas, los túneles… Y ahora, como ya he dicho, quedarán a merced del polvo y el abandono si otras manos no le ponen pronto remedio.





17.

“Si pensamos un rato en nuestra historia,
qué bella geografía es un espejo.”


Aquel año de 1981 fue para nosotros y nuestras ideas literarias altamente movido. Deseosos de seguir con la tradición de la tertulia de Jurado (aunque durante muchos años más, hasta que el poeta cayó muy enfermo, seguimos asistiendo a su tertulia), creamos una en el Ateneo de nuestra ciudad. Y como nos reuníamos los viernes de cada semana, le pusimos el nombre de Viernes Culturales. Nos reuníamos en una salita cercana a la emisora y empezamos siendo cuatro: Carreta, Encarna, tú y yo. Carreta trabajaba entonces de guarda nocturno de unas obras y cada vez que nos veíamos nos leía los poemas que durante la noche, acompañado sólo por la voz incondicional de un pequeño transistor y el silencio sin fronteras del entorno, roto intermitentemente por los ladridos de algún perro atemorizado, bosquejaba en unas hojas cuadriculadas. Eran poemas muy fogosos y vitales que abarcaban cataratas de versos. Encarna entonces era maestra y de su trabajo sacrificado y lento surgían unos poemas brevísimos, de contenido muy sustancial, altamente reflexivos sobre el amor y la soledad (Encarna hacía años que era viuda y vivía en una casa que le había cedido el Ayuntamiento en compañía de un hijo de la edad del mío mayor). Tú trabajabas de capataz en Aiscondel, y a ratos, usando el reverso de recibos y albaranes, escribías versos con aquella letra tuya apuntada y nerviosa, versos que hablaban noblemente de la condición obrera y lo difícil que es seguir adelante entre las zancadillas que surgen de cualquier esquina habitada por el hombre.
Luego, a una invitación que publicamos en la revista municipal de entonces, se nos fueron juntando gente del pueblo, hombres y mujeres de vida sencilla con una nota común, que fueran amantes de la literatura y la poesía en particular y de las artes en general. Uno de los primeros en acudir a la llamada fue un compañero tuyo del trabajo, Arbués, hombre con inquietudes y abierto a todo tipo de sugerencias culturales. Después vivieron otras personas, artistas, amas de casa, jubilados, la mayoría al principio con muchas ganas de hacer cosas (una revista donde publicáramos nuestros pequeños trabajos, exposiciones de pintura, recitales, presentaciones de libros, excursiones…), pero a medida que avanzaba el tiempo y las cosas se complicaban, fueron desertando. Uno de los que no tiraron la toalla fue el historiador Miquel Sánchez, que hasta el día de hoy sigue siendo uno de nuestros mejores puntales.
El quinteto formado por Encarna, Miquel, Carreta, tú y yo, siguió en la brecha hasta fundar, dos años más tarde, el premio de poesía Viernes Culturales, y cuajar en uno de los grupos literarios más solventes de la población.
Sin embargo, tengo que decir que con el tiempo aquellos primeros escarceos de ilusión y de planes para el futuro, fueron cambiando de manera sustancial. Y, como sabes muy bien, lo que empezó siendo un grupo preferentemente castellano y apolitizado, se fue convirtiendo en un trampolín para hacer volar la cultura y la poesía por vientos catalanizados. Carreta, tú y yo, defendíamos con uñas y dientes las razones por las cuales habíamos creado el grupo, abierto a todos, sí, pero con unos aglutinantes necesarios para no perder el norte de nuestros deseos. Encarna al principio siempre estuvo a nuestro lado, pero con la llegada de otros miembros, catalanoparlantes y comprometidos con la política del Ayuntamiento de la población, fueron introduciendo nuevos aires. Y así, el premio de Poesía, que también creamos nosotros tres y que se hizo originariamente para premiar a poemarios en castellano, poco a poco pasó a premiar dos libros, uno en castellano y otro en catalán. La cosa estaba clara. El Ayuntamiento, que era quien pagaba, pretendía, primero, que el premio llevara el nombre en catalán y, segundo, que ofreciese la oportunidad de ser concedido a un poemario escrito en la lengua de Verdaguer.









18.

“La rosa convertida en poesía.”

A finales de año, unos cuantos miembros de la tertulia Azor de Barcelona, tal vez los más antiguos, fuimos invitados por la Editora Nacional, cuya sede estaba entonces en la calle de Muntaner, 221, a dar un recital de poesía. Participamos en ese recital, entre otros, el prematuramente desaparecido José Antonio Espejo, amigo y colega mío, como sabes, Esther Bartolomé, Encarna Fontanet, Milagros Martín, Mercedes Rubio, José Carreta, Vicente Rincón, tú y yo. ¿Lo recuerdas? La Sala de Actos, roja como la pasión, rojo el alto zócalo de las paredes, rojas las butacas… estaba a rebosar. Antes de comenzar nuestro turno de intervención, Carreta, tú y yo, nos reunimos para hablar de la lectura, ¿recuerdas? Medio en broma medio en serio os hice prometerme que leeríais lentamente vuestros versos y que pronunciaríais las palabras con cariño. Con un gesto de asentimiento nos deseamos suerte. Cuando le tocó la primera tanda a Carreta leyó con cierta calma y sin atropellarse apenas un hermoso poema sobre la trágica muerte de Federico García Lorca. Supo trasmitir la emoción que impregnaba los versos y la gente aplaudió agradecida. Lo mismo te ocurrió a ti, que leíste la mar de bien, despacio e intentando proyectar los sentimientos del poema que habías elegido para la ocasión, un poema que cantaba al modo de fray Luis las alabanzas de la aldea, tu tierra albaceteña al fondo, frente a las preocupaciones, las prisas y las envidias de las ciudades grandes como Barcelona. Pero en el segundo turno de intervención, quizás embriagados por los aplausos del público de la primera vez, os olvidasteis pronto de lo que un lector de poesía debe tener siempre presente, y es pronunciar los versos con claridad y suficiente lentitud y entonación como para que el oyente asista sin prisas y sin confusiones al verdadero fluir de los versos. No sé si te acordarás, Antonio, de tu poema. Era un soneto de Sonetos en gris mayor, el titulado Meditación, una composición bellísima, llena de emoción, en cuya lectura es preciso andar con mucha calma y hacer hincapié en algunos versos. Ya en el primero, “Vida diamante y corazón de loco”, atropellaste las dos sílabas dentales con que se cierra la primera palabra y se abre la segunda, “Vida diamante” y sonó algo así como “vidiamante”. El primer soneto pasó volando, como una cadena de olas. Yo te hacía gestos con la mano para que fueras más despacio. Pero parecía que querías pasar como una locomotora sobre el soneto. De manera que cuando se acercaba a tu garganta el primer terceto, ya sabía yo que se iba a desmoronar entre tus dientes. “La rosa das, que espina es del camino”, se convirtió en un silbido prolongado e ininteligible donde lo único que destacó fueron las dos últimas sílabas, “mi no”, como si hubieras dicho que contigo no iban ni las rosas ni las espinas. Cuando al final de la lectura, comentamos la jugada, sonreíste levemente y con un gesto de cansancio repetiste el segundo terceto de memoria y me pareció una confesión acertadísima:
“Rendido estoy como aspa de molino,
Yo que, ansiando volar, siempre fui tarde
Y, sabiendo esperar, me precipito.”

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