viernes, 28 de noviembre de 2008

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

22.
“Cuando nadie se acuerde
de gritar pan
y justicia no sea
el fracaso de los diccionarios.”


Fue también en 1982 cuando la Casa de Andalucía de Via Layetana homenajeó a Jurado Morales. Dos poetas de renombre nacional amigos del homenajeado, Carlos Murciano y José García Nieto, ya lo sabes, dedicaron sendos parlamentos a elogiar la figural humana y literaria de Morales. ¿Recuerdas el día? Estaba lloviendo y fuimos juntos. En la sala descubrimos a otros contertulios, como Vicente, Esther o Juan Pastor. En el escenario habían puesto, a un lado de la mesa presidencial un gran retrato de Jurado, de más joven, apoyado en un caballete. Tras el acto académico nos fuimos unos cuantos, acompañando a Morales y a los dos poetas de Madrid que habían hecho su semblanza, a celebrar otro acto culinario. Fue, ¿recuerdas?, en el restaurante Cinco Villas, que estaba (no sé si seguirá estando frente al antiguo estadio del Español). Ocupábamos la mesa, además de nosotros con nuestras respectivas esposas, Encarna o Esther, una de las dos (que la memoria me falla ahora), Carreta (seguro) y tal vez Rincón y su mujer. La cena transcurrió entre bromas y risas y escasas concesiones a la poesía (como suele ocurrir en estos casos) y hasta con cierto orden y compostura, pero en los postres, la cosa se desmadró y la gente empezó a desfilar por las mesas en busca de relaciones. Recuerdo que tú eras muy dado a todas esas cosas, lo contrario que yo, que más bien soy demasiado reservado (así me va). A tu vuelta a la mesa traías dos o tres direcciones y palabras de Murciano. Recuerdo que tu comentario fue:
--Cuando los dioses del Olimpo se alejan demasiado dejan de considerar a los tristes mortales como nosotros.
Lo de “dioses del Olimpo” se refería a los dos poetas consagrados, que en realidad eran el centro de la reunión, en vez del modesto Jurado, que era el verdadero homenajeado. Carreta respondió:
--Ellos se lo pierden. Porque muchas veces necesitan de los mortales para subsistir.
Poco antes de las despedidas, ya en la puerta del restaurante, crucé unas palabras con García Nieto, que milagrosamente recordaba mis Cangilones. En el coche, de regreso a Cerdanyola, comentamos la jugada y tú me dijiste que lo habría dicho por contentarme. Y volvió a salir lo de los dioses del Olimpo.
Supongo que ahora podréis hablar de vuestras cosas allá arriba García Nieto y tú. De sonetos y metáforas sobre la vida y la muerte. De Garcilaso, a quien él admiraba fervorosamente, y de Quevedo, a quien tú profesabas una devoción particular. Del autor del Buscón y de la Epístola satírica y censoria aprendiste muy bien aquello de
“No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca, o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.”
Con el tiempo adoptaste como EXLIBRIS las cuatro primeras palabras de ese terceto universal, es decir, NO HE DE CALLAR, para sellar tus libros, como veo ahora en este que tengo entre las manos. Se trata de las ya mencionadas memorias, Andanzas y desventuras del llamado Raspa de las Santanas. Es una corona circular en cuyo centro aparece la bicha de Balazote, que por otra parte es figura constante en las cubiertas de todas tus obritas. Entre la palabra EXLIBRIS del arco superior de la corona y las de NO HE DE CALLAR, que ocupan el inferior, hay, a la derecha, una ramita de laurel. Y sobre la bicha, las iniciales de tu nombre y tu primer apellido, AM, la primera montada sobre la segunda. La razón de que aparezca en tus libros esa figura ibérica con cuerpo de toro y rostro humano con barba, seguramente con significación funeraria, es que apareció a finales del siglo XIX en Balazote, población cercana a tu natal Albacete. Me lo contaste un día que esperábamos Carreta, tú y yo, a que llegaran los contertulios del Ateneo. Nos decías que cada ciudad tiene su emblema para el que ha nacido en ella. Para ti era la bicha de Balazote. Y no había más que hablar. En cuanto a mí, te diré que he puesto en la parte inferior de la cubierta de El cuaderno de Sísifo la silueta negra de una ranita, preferencia que ya contaré si sale al caso y que tú conoces muy bien.
En Andanzas cuentas cosas de la guerra que vivió tu familia y tú mismo cuando eras muy niño. Tengo el libro abierto por la página 69 y leo en ella la semblanza que haces de tu padre. “Sin ser un líder, contaba con la amistad y el aprecio de los que podían serlo y con el respeto de los que culturalmente eran inferiores a él.” A continuación, con una ternura digna de elogio, cuentas que tenía en casa unos veinte libros gruesos y otros más delgados y que en la pared del pasillo de casa había colgado un mapa de España y “con hebras de lana de distintos colores señalaba cada mañana la situación de los frentes con sus avances y retrocesos, a tenor de lo que las amañadas noticias aportaban.” Dentro de las adversidades de la guerra hubo en vuestra familia momentos de respiro, en los que tu padre se reunía con sus amigos para jugar y hacer bromas. En uno de esos paréntesis de paz y diversión sales a relucir tú, que eras, como cuentas, el juguete de la reunión. “Canta, Antoñito, canta, solían decirme. Y allí estaba yo cantando, con sorprendente memoria para ser tan chico, todas aquellas canciones que el anarquismo había compuesto contra la opresión fascista: ‘Si los curas y frailes supieran / la paliza que les van a dar…’ O lo último entonces: ‘La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar…’ Supongo que la entonación debía de ser infame, pero el aplauso general me lo ganaba siempre.”







23.
“…No es tanto
el arte por el arte
como ese amor –medido y desmedido—
por el Hombre…”


He vuelto a Tossa este fin de semana que cierra mayo y abre junio. Y desde la playa, bajo un cielo cubierto amenazando lluvia, te sigo escribiendo esta carta que no sé cuándo acabaré. El jueves, tras las clases, me fui a Barcelona con cinco ejemplares de El cuaderno de Sísifo para hacerme con el número del Depósito Legal correspondiente. Los llevaba guillotinados porque el conserje del Instituto tuvo la amabilidad de cortármelos. Me acompañaba mi hermano Nato, ¿recuerdas?, el maestro, aquel a quien conociste en dos o tres ocasiones de recitales poéticos en Barcelona y, sobre todo, durante el homenaje a mi profesor y amigo Castro Calvo en la Casa de Aragón de la calle Goya. Juan Antonio Usero hizo de maestro de ceremonias y luego alternamos el turno de palabras varias personas relacionadas con el homenajeado, todas mucho más importantes que yo, como los profesores Serrano y Blecua, que fueron compañeros de Castro en los años mejores de la Universidad y profesores míos allí a mediados de los sesenta y a quienes admiraba profundamente. Yo en aquella ocasión no hice más que promover el homenaje pues ya hacía un tiempo que iba por casa de Castro, allí en la calle Diputación, muy cerca del Paseo San Juan, a hacerle compañía después de que el viejo y querido profesor sufriera una embolia que lo mantenía encerrado y solitario en casa. Recuerdo que entre la gente del público os habíais camuflado los compañeros de la tertulia de Jurado, entre otros, Milagros, Vicente, Carreta y tú. Al acabar el acto, que tuvo lugar en la Sala Costa, aquella sala que años más tarde ocupamos nosotros para homenajear al propio Jurado, a un año aproximado de su muerte. Con qué osadía desfila la muerte y la separación de los amigos en el relato de los recuerdos. En una mano caben el pasado, el presente y el futuro. Ahora, mientras escribo estas notas viendo pasar gaviotas con gritos lastimeros hacia la montaña, considero que tantos amigos como tuve (tú uno de los más importantes) ya sólo sois recuerdos, hitos emotivos en las líneas de una página. Y mañana, otro día, yo también seré motivo de recuerdo para otros dedos que tecleen las letras de un portátil mientras su corazón pronuncia con cariño mi nombre.
Cuando pedaleo camino del estanque de los patos y noto en mi cara el viento del bosque, pienso en ti. Cuando bailo una cumbia en la pista del Don Juan, abrazado fuertemente a Nasi, me acuerdo de ti y de Celestina. Y cuando baje de nuevo a Cerdañola al acabar este fin de semana para reiniciar la recta final del curso, siempre tendré en mi mente este impulso de hablar del tiempo que aún existe en mi memoria, aunque ya no exista en el tiempo del reloj, para sacar a relucir lo que fuiste tú mientras fuiste, Antonio Matea, Poeta del barro.







24.
“Desperté al tiempo que la aurora.
Con una sensación de haber nacido
de golpe, sin aviso,
sin nada de cigüeña…”


Otro poeta amigo nuestro, Vicente Rincón, nos regaló, ¿recuerdas?, Presencia de Argos, un bello poemario que la Colección Ángaro publicó en Sevilla ese mismo año de 1982. Es un sentido homenaje a su perro Ulker, contrapunto del Argos mítico. A ti te gustó mucho la manera como se define Vicente a sí mismo en sus versos:
“Soy hombre que desayuna nuevas esperanzas”
“Vengo de un cielo gris que desconoces,
De un camino que se queda sin camino…
Vengo de muy lejos, desguazando sentimientos.”
“Quisiera indefinirme, conservar la luz,
Compartir la paz así gozada,
Dar muerte a la muerte insatisfecha…”
“Yo pretendo alcanzar
Las distancias que llevo dentro.”
“Hay que entender la vida como un milagro.”
A mí me gustó la edición del libro. Tanto que me moví para que Vicente hablara con el director de la Colección para que incluyera en ella un poemario que por entonces yo estaba preparando. ¿Te acuerdas de La dura vida amada? Decías de algunos de sus poemas que se veía que yo había madurado tanto que había conseguido despegarme algo de Zamora. Luego vimos que no era del todo cierto. Que aún llevaba jirones de la tela zamorana en mi vida entre la ropa actual y catalana que me vestía. Esto último me lo dijiste tú. Que aún llevaba trozos de la vieja ropa de mi ciudad natal colgando bajo el vestido actual de mi vida en Cataluña, tan distante y distinta de aquella otra. Estuve todo el año puliendo y puliendo aquellos poemas existenciales, cotidianos que trataban de mi tierra natal y de mi tierra de adopción, pero también de inquietudes y dolores personales y también del amor. Te quedaste con unos versos que hablaban de la casa de Zamora, ¿recuerdas? y los recitabas como Dios te daba a entender, que yo me cabreaba en broma al oírte. ¡Hay que ver cómo me destrozabas, Antonio, aquellos versos que un día me habían salido del alma!
“La casa de Zamora
no tiene primavera.
El invierno más triste
se esconde tras sus puertas,
y en el desván no hay sueños,
ni aceitadas de fiestas
bajo el dulce baúl
de la sala materna…”
Pero te lo perdonaba en el fondo porque lo hacías con buena intención. Todo lo hacías con buena intención, aunque estropearas un poema, una relación personal o una ocasión pintiparada para entablar una nueva. Pero tú eras así y había que aceptarte como eras. Luego hablando se daba uno cuenta de que si habías metido la pata había sido por tu afán de hablar sin pensar. Antonio, más de una vez tenías que haberte olvidado de las palabras de Quevedo que formaron luego el EXLIBRIS con que sellabas tus obritas artesanales .

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