viernes, 14 de noviembre de 2008

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

19.
“Aquí, sin estación, vuela distante
el pájaro del alba.”


En un descanso de la lluvia a la que este mayo de tu muerte, Antonio, parece no querer renunciar, salimos de casa para estirar las piernas por los alrededores de nuestro barrio. Tantos días encerrados en casa no es bueno para el espíritu. Y bajando por la avenida Argentina, vacía de gente, tal vez por miedo a que los nubarrones que se ciernen sobre nuestras cabezas no se rompan de nuevo en otro aguacero parecido a los que estos días nos tienen acostumbrados amenazando convertirnos en ranas. Decía que, bajando por la solitaria avenida Argentina, en la esquina de la glicinia, ya sabes a cuál me refiero (en el momento en que redacto estas notas el dueño de la casa acaba de quitarla), me pareció ver un cuerpo parecido al tuyo que desaparecía por ella, ladeada la cabeza, el paso inclinado hacia adelante, las piernas combadas… Se lo dije a Nasi y me miró comprensiva. Será debido a que aún está muy reciente tu marcha y no la acabo de asumir del todo. Seguramente era un vecino que, temeroso de la lluvia, buscaba amparo en una de aquellas casas de la calle que desemboca en la nuestra, Canarias. Buen nombre para hacer una rima, ¿eh Antonio? Era una costumbre que hacíamos nosotros. Recuerdo que cuando vivía en la avenida Primavera, llegué a hacer una ripiosa redondilla que solía repetir a menudo delante de los asistentes a la tertulia que acabábamos de fundar. Decía:
“Vivo en verso, como ves:
Avenida Primavera,
Dieciséis, cuarto, primera,
Cerdañola del Vallés”
Y ahora, mientras caminábamos Nasi y yo hacia el quiosco de los periódicos, se me ocurrió versificar sobre Canarias.
“Conmigo nadie se mete
en ínfulas literarias,
Pues vivo en calle Canarias,
Número noventa y siete.”
Los versos deben de parecerte horrendos, ¿verdad? Sólo se trata de un juego. Las primeras gotas cayeron en el paseo de tierra del quiosco. Nos dimos la vuelta esperando lo peor, pero fue una falsa alarma: no hubo más gotas de momento, aunque el cielo se iba poniendo más negro cada vez. Subimos por Canarias y a la altura de la calle de la esquina de las glicinias, descubrimos en la puerta de tu casa a Celestina hablando con la mujer de al lado. Le dimos un beso cariñoso. Se ha quedado más delgada y apocada. Es lógico. Habla muy despacio, como con miedo de despertar la mala suerte. Ha estado, nos dice, arreglando con tu hija los papeles de tu defunción. Por eso estos días no la encontrábamos en casa. Nos ha invitado a pasar, pero hemos preferido dejarlo para algo más adelante. Hemos hablado otra vez de tu última noche, y nuestros ojos han vuelto a brillar de pena. Luego ha salido a colación la broma que te dije hace unos días sobre guillotinar mis libros. Fue una broma horrible, lo sé. Pero nadie iba a pensar que esto ocurriera. Entonces Celestina me ha dicho que cuando quiera pase a guillotinar los libros. Y ya no nos ha dado apenas tiempo de quedar porque las gotas, ahora más grandes y seguidas, han empezado a reventarse en las baldosas de la acera. Antes de despedirnos le hemos vuelto a decir que cualquier cosa que necesite no tiene más que decírnoslo. La lluvia nos ha cogido de lleno a pocos metros de nuestra casa, y aún sonaban en nuestros oídos las palabras.de Celestina:
--No sé cómo llamar por teléfono. No distingo ningún nombre. Como no sé leer.
Esto sucedía el domingo.
Hoy lunes, en el Instituto, el conserje ha sido muy amable al cortarme cinco ejemplares de El cuaderno de Sísifo para llevarlos si puedo esta semana a Barcelona, a la sede del Depósito Legal, que está en la calle Villarroel, 91. Para el resto ya pasaré algún día, cuando Celestina esté más serena, por tu casa. Por la que fue tu casa. ¿Cómo me se sentará volver a entrar en tu refugio? ¿Qué sensaciones me asaltarán cuando enfile el pasillo de las habitaciones para atravesar el armario donde construiste, siguiendo tu peculiar manera de hacer las cosas, los escalones ocultos que dan a la terraza de atrás, la del palosanto? Yo no sé si cuando entre en tu despacho me quedaré igual o tu espíritu generoso saldrá a mi encuentro y me enseñará secretos de tus últimas inquietudes literarias.
Con qué claridad recuerdo ahora una de aquellas tardes en que salíamos de casa para ver cómo ibas con tu obra. Te limpiabas las manos de cemento con los faldones de la camisa que vestías para hacer de albañil y, tomándote un respiro, pedías a Celestina que preparara algo de beber. Nos sentábamos en la terraza a medio construir y me contabas los secretos de ingeniería con que te habías valido tú solo para alzar una viga de hierro. Con un gato del coche, ladrillos del nueve, tablas y, Antonio, mucha maña, habías colocado ya en su sitio, tras muchos días de repetir con paciencia la misma operación, la viga de turno. Me enseñabas las baldosas en diagonal y el tiro y los desagües que habías previsto para que el agua de las lluvias no hiciera charcos. Un poeta albañil o un albañil poeta, o muchas profesiones y poeta encima. Que eso habías sido tú hasta ese momento. Pero lo de albañil lo llevabas con mucha honra, sobre todo, desde que te empeñaste en ampliar la vivienda para hacer un nuevo despacho, más ventilado que el otro, el del garaje, donde la humedad y la carcoma se daban la mano para echarte de él cada día con más urgencia. ¿Recuerdas la broma que te hacía al llegar a aquella puerta oscura, llena de años y de agujeros de carcoma? Seguro que sí. Te decía: “Hazte a un lado, Antonio, que detrás de esa puerta te aguarda Al Capone. (Por lo de las balas que habían acribillado la madera.)
A lo que iba. Con muchos meses a la espalda y mucho esfuerzo, que a punto de herniarte estuviste más de una vez, lograste terminar la estancia que debía ser tu definitivo despacho, una habitación amplia y luminosa con una ventana hermosa que te ofrecía una vista abierta a la autopista por el lado de Aiscondel, la empresa donde tantos años estuviste trabajando. En ese despacho nuevo, instalaste un ordenador y estanterías nuevas, unas de obra y otras de madera, donde al fin pudiste ordenar muchas de tus cosas, colecciones de cartas, libros de los amigos y conocidos, cuadernos manuscritos, revistas culturales y poéticas, en algunas de las cuales había colaboraciones tuyas, conchas, minerales, trofeos literarios y un sinfín de cachivaches, producto de tu afán por coleccionarlo todo.







20.

“Lanzar al mar un mensaje en una botella
es igual que editar un libro y dejarlo en cualquier esquina.”



Las cosas en Viernes Culturales nos iban de perlas. Y nuestra amistad también. Carreta era el tercero del trío de nuestras charlas interminables, sobre todo, de las tuyas, Antonio, que no podías callarte y nadie podía hacerte callar. Ni siquiera tu inseparable Carreta. A lo mejor yo llegaba al Ateneo un poco tarde y ya estabais enzarzados en discusiones literarias, que si este soneto tiene estrambote o aquel tiene un verso cojo, que si la lluvia es un tema romántico y la rosa uno barroco, que si Miguel Hernández había muerto por abandono en la cárcel de Alicante y Antonio Machado de puro cansancio en Collioure un día azul que tenía un sol de la infancia, qué sé yo. Y entonces a mi llegada os deteníais, rojas las caras de porfiar, y me obligabais a tomar partido por uno de los dos. Recuerdo una vez que hablabais de una décima que atribuíais uno a Lope de Vega y otro a Quevedo.
--A ver, Matea—te decía yo un poco para oírte cómo decías los versos--. Recítame esa décima.
Y tú, corriendo como siempre, la fulminaste. Me quedé con algunas palabras y rimas de la composición. Entonces le pedí a Carreta que la dijera más despacio. Ni aún así. Hacíais competición para ver quién atropellaba más las palabras. Pero con lo recitado por uno y por otro, deduje que la décima en cuestión no era ni de Lope ni de Quevedo, sino de Calderón. Casi me coméis. La discusión de dos se convirtió en una discusión de tres. Al final no tuve otro remedio para apoyar mi opinión que enseñaros una Antología de Calderón con la composición de marras, la que empieza:
“Cuentan de un sabio que un día
Tan pobre y mísero estaba,
Que sólo se sustentaba
De unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía…” Etcétera.
Cosas nuestras. Nunca la sangre llegó al río. En realidad, éramos los tres que mejor nos aveníamos del grupo primigenio, y del futuro también.
Esto ocurría en 1982. Uno de los años más fecundos de tu creación literaria, como ya he dicho en otra parte. En octubre de ese año, un día de lluvia ininterrumpido, llegaste al Ateneo empapado como una sopa. Traías el paraguas en una mano y una cartera de cuero en la otra.
--Esto no es lluvia ni es nada—dijiste ante la cara que puse al verte llegar de ese modo.
Dejaste el paraguas en una silla y, apoyando la cartera sobre la mesa, sacaste de ella un librito de los tuyos, de color azul grisáceo, y lo dejaste delante de mí. Leí el título, Triángulo epicéntrico, dividido en dos partes: el nombre “triángulo” hacía equilibrio sobre el vértice superior de un triángulo equilátero sin cerrar, y el adjetivo “epicéntrico” se extendía bajo la línea que formaba la base del triángulo. No me dio tiempo a decirte ni a preguntarte nada porque ya te habías adelantado para decirme que era un libro repetido. Aún entendía menos.
--Quiero decir que es un libro que engloba tres anteriores de este mismo año y que ya tienes: La muñeca que perdió el apetito, Viaje a la ingle de una señora e Historia del silencio.
--Vamos, una trilogía lírica.
--Algo así. Si quieres lo lees y si no quieres pues no lo lees. Lo que sí cambia es el prólogo, que como verás, es de Esther Bartolomé. Es lo mejor del libro, lo comprobarás enseguida.
Después fueron llegando los demás y a todos les fuiste dando un ejemplar de tu libro. La última, como casi siempre, fue Encarna. Luego empezamos la tertulia.
Hoy, aunque es mayo todavía, llueve como entonces, aunque ahora la lluvia es más esperada que antaño pues los pantanos de Cataluña estaban bajo mínimos y aún está caliente el tema del minitrasvase del Ebro, contra el que trinan algunos sectores de la sociedad, en particular los agricultores de Aragón y otras comunidades españolas. Y ante mí tengo de nuevo Triángulo epicéntrico. No tenías razón cuando me decías que lo mejor del librito es el prólogo que te hace Esther, aunque también es muy bueno y certero, sobre todo, cuando afirma que es una decisión acertada reunir los tres títulos en un solo libro. Aunque La muñeca que perdió el apetito trata la decadencia física, Historia del silencio reconstruye los momentos más humanos de una vida, la tuya, Antonio (ahí está ese febrero de tu nacimiento como referente ineludible a la vez que lírico de tu trayectoria vital), y Viaje a la ingle de una señora describe bellamente el recorrido moroso por el cuerpo de la mujer amada. Y es que, querido Matea, estas tres obritas que forman el libro son sendas confesiones tuyas donde nos abres el libro sencillo y sincero de tu alma. Y si no, leamos detenidamente estos versos pertenecientes a La muñeca que perdió el apetito:
“Yo, poeta del barro,
Pesado como un plomo,
Iba tejiendo lilas
En sus ojos de nácar.
Ella…
Ella era mi vida…”
O estos otros de El viaje a la ingle de una señora:
“Hay cosas, en los viajes, imprevistas,
Pero viajar es ver,
Estar ausente
Un rato de problemas cotidianos,
Coger unas maletas y hacer juegos
Con sueños y esperanzas…”
O estos otros de Historia del silencio:
“Queda la poesía.
La poesía que es bálsamo;
Nacida del dolor,
La novia que no grita,
La hija del uno para el uno.
Mi todo.
La historia del silencio.”
Y ahora tú eres silencio.









21.
“¿Quiénes somos?
¿Pájaros atrapados
soñando la esperanza?”



Hoy, miércoles 28 de mayo, a dos semanas de tu silencio involuntario, vuelvo del Instituto a comer a casa, en el jardín. El día está entre Pinto y Valdemoro, pero comer al aire libre es una bendición, siempre que el clima nos dé una tregua. El jardín, que tú conoces muy bien, se encuentra, con las aguas que están cayendo, mejor que nunca. Los evónimos a reventar; la aralia, salvaje; el prunus, tan grande que tengo que cortarle varias ramas para que no se vaya de viaje a los jardines de los vecinos y los invada impunemente; la erica del centro pide a gritos un recorte sin miramientos… Mientras comemos, Nasi me cuenta que ha pasado, de vuelta de la compra, por tu casa y ha hablado un buen rato con Celestina. Dice que la encuentra más tranquila, decidida a quedarse en casa sola para intentar abrirse camino poco a poco hacia la normalidad. Eso sí, con ayuda de tu nuera, que la lleva y la trae al médico cuantas veces lo necesita. Dice también que Jorge subirá cada fin de semana para pasarlo en su compañía. Y que ya hay previsto, se conoce que tú hiciste bien las cosas antes de irte, que venga por horas una asistenta del Ayuntamiento para ayudarla en cosas puntuales de la casa o a llevarla de paseo si es preciso. Nasi le ha pedido que se mueva, que salga aquí y allá, que venga cuando quiera a nuestra casa a charlar o a estar un rato con nosotros, que no se amartille ante la televisión ni se encierre en casa como una muerta en vida… Celestina le ha enseñado lo que lleva colgado al cuello con un cordoncito. Es un dispositivo en forma de lápiz con un pulsador blanco que, en caso de necesidad puede pulsarlo y al momento tiene a su disposición a la policía o a la ambulancia. Han hablado también de ir juntos un día al cementerio para ver dónde estás, y de la guillotina. Nasi le ha sugerido traerla a casa para poder trabajar sin molestarla. Y Celestina le ha aclarado que no se puede transportar porque tú la colocaste encajada en la pared para poder hacer más fuerza al cortar los libros. ¿Te das cuenta, Antonio, la que has montado con decidir marcharte? Podíamos haberlo pasado bien durante un buen tiempo todavía, hablando de ISBN, de unir las hojas con un cosido especial, de versos, de lluvias, de plantas y de vida. De vida, querido amigo. Para dedicarla a vivir y a escribir. Tengo que decirte, ahora que ha salido a colación lo de escribir, que anoche en Tarrasa me dieron un premio de poesía. Y mientras estábamos degustando el refrigerio que los patrocinadores había puesto a disposición de los asistentes, les comentaba a los Pallero, amigos de profesión y de veladas, lo que te acababa de pasar. Ya sabes que en estos encuentros esporádicos, acaban saliendo a relucir las enfermedades y las muertes de conocidos, y es que, Antonio, cuando más feliz es uno, más proclive se ve a citar la desgracia y la muerte.

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