jueves, 19 de junio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

Noches de fuegos corporales

¡Cuántas noches después de estar con ella, después de someter mi carne a fuegos que sólo de pensarlo todavía me queman el recuerdo...!
¡Cuántas noches dejé que mi semilla blanca hiciese acrobacias nocturnas en la esquina de la calle, en los cipreses, testigos del deseo insaciable del carnoso ciprés que crecía en mis ingles!
El tranvía me llevaba cansado al otro extremo de la ciudad. El sereno venía, golpeando la acera con el chuzo y agitando las llaves de la noche, a mi torpe llamada mientras todo el mundo perseguía al Fugitivo en su televisión individual.
Después caía en la cama como un Orfeo que ha abrazado a su Eurídice y sueña que el infierno es un regreso constante a las delicias del Olimpo.
¡Qué tiempos cuando el alma se inundaba de música de disco ( el Richard Anthony de “Aranjuez mon amour”) y el cuerpo ardía mientras iba a buscarla a su trabajo!
Un dios Pan disfrazado de estudiante con apuntes del Cid y cien poemas temblando por hallar sus cauces vivos era yo camino de sus besos, del volcán donde las lavas del deseo una noche y las otras se perdían en fuegos acrobáticos, silentes, por laderas de tela o trapecios de cipreses nocturnos.
¡Qué retornos más dulces a la casa con la brisa de su pelo enredada aún en el mío, con el gusto a manzana de sus labios aún besando la fiebre de los míos!
Nostalgia inútil, te odio, pero te amo también porque el recuerdo me da vida.


Horta

Y viviendo la luz que me dio ella, otro barrio brilló bajo mis pies: su nombre, Horta, de casas con glicinias y pisos heridos de aluminosis; de plazas donde el pueblo compartía su tipismo con fuet y con sardanas, de cines donde ardíamos sin ver las películas que proyectaban, solamente explorábamos los cálidos y húmedos recovecos de nuestros cuerpos jóvenes. (Diamante, Astor, Virrey, Venecia, Horta, Maragall, Odeón... Sagradas sombras donde hicimos de nuestros cuerpos aras de devoción carnal). Y bailes donde juntábamos volcanes de deseos con músicas románticas en tanto que la tarde, mareada, daba fe del amor enredado en nuestras yedras.





Garraf

Y en tiempos de toalla y mar amigo, de arena y bronce gratis, nos armábamos de paciencia infinita y de nevera portátil, y cogíamos el tren para Garraf.
Era casi imposible echar el cuerpo a la larga sobre la arena entre tanta carne puesta al asador, y apenas la toalla señalaba el candor de nuestra piel.
El agua, acometida, se quejaba de tanta pierna y tanto brazo, era como entrar en la gresca de un buen caldo.
Pero pronto, recogidos los útiles, monte arriba, entre pinos, requeríamos un refugio tranquilo para comer y echar la siesta luego.
¡Un paraíso al alcance de Romeo y Julieta!




El nubarrón

No todo era soñar y dar los pasos por sendas florecidas, vino y arte en aquel sesenta y cinco de la luz que vino a deslumbrar aun más mi vida.
Había un nubarrón que amenazaba la mies de la familia, un nubarrón inexorable, una termita hambrienta dispuesta a socavar la luz de casa.
El hospital artístico, de cúpulas de fresa que yo había conocido, fue también bisturí y convalecencia para el padre operado.
Y la termita que roía el pilar de su estatura siguió sembrando el luto agazapada, mordiendo, devorando amor y tiempo.




Dios no disponible

Dios no estaba nunca disponible. Busqué su compañía en las iglesias, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio; de día, cuando todo es más abierto y la luz unge labios y miradas; de noche, cuando el miedo se hace pánico y el pánico sepulcro de deseos.
Las clases eran humo donde Góngora luchaba por lucir sus “Soledades”. Nada, nada lograba detener mis ríos de tristeza, la esperanza era una lluvia sucia que se hundía en las bocas del alcantarillado.
Y Dios no estaba en las iglesias, no estaba en ningún sitio, despachaba ignorancias y olvidos. Yo no iba a pedirle milagros, sólo tiempo, un poco más de tiempo para el hombre que me había traído a la ciudad un año antes. ¡Tan sólo tiempo, tiempo! Y el tiempo era ya humo para él.
Y aunque Dios no quería oírme, le dije de todo menos “Dios”, por las calles, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio, y en las iglesias donde sólo estaba el tedioso silencio de su ausencia.

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