viernes, 27 de junio de 2008

MATERIA DE RECUERDO

Cómplices silencios

Y empezamos en casa a practicar los cómplices silencios que amortiguan el llanto y el dolor, las frías sombras que amenazan de muerte al hombre bueno que ha sido para ti un dios tranquilo, la mano que alzó un día el andamiaje de tu propia estatura, que dio pan de sueño a tu niñez.
Y planeamos meriendas a Las Planas, donde el padre reía débilmente, acaso cómplice también del disimulo, como magia para alargar el trágico momento, y elevaba el porrón para que el vino le bendijera como en años jóvenes.
Y al Tibidabo, donde los espejos cóncavos nos partían de risa y él soñaba aún con primaveras y viajes subido al avión y viendo el mar al fondo de la niebla, tras las grises avenidas de nuestra gran ciudad.








Tristeza

Yo no disfrutaba con los cuadros que pintábamos por los alrededores, estaciones en ruinas, campos rubios, barcos desahuciados o masías con perros que espantaban nuestras telas.
Ni comprando en Canuda libros viejos con pétalos de rosas en sus páginas y tarjetas postales con Colón apuntando hacia el mar, y entradas rotas del Liceo, y estampas y billetes que nunca más compraron...
Yo no disfrutaba con los vinos de Las Botas. Ni los versos procaces de Espronceda, ni los chistes subidos distraían la alarma de mi pena.
Sabía que más tarde o más temprano no podría acallar más la morfina los perros de la muerte. Que mi padre, cansado de luchar contra el dolor, cerraría las puertas al verano y, las manos en cruz sobre su pecho, iniciaría la ruta de la seda.


La muerte

Lejos de la gran ciudad, de la casa donde la muerte estaba gobernando, una noche de mili encabronada escuché la noticia bien sabida.
Un tren de medianoche atravesó tierras y lágrimas sin un descanso.
En mi macuto ardían cien poemas de rabia contra Dios, contra la vida, contra la primavera que incendiaba los campos de lujuria.
Llegué, limpio de llantos, hasta el lecho donde el padre aguardaba mis besos, mis palabras, tal vez la confesión de que él había significado todo para mí. Pero el tronco de un árbol más que yo habría sentido entonces. Nada dije, nada hice sino mirarlo lentamente como quien ve partir el barco que un día lo había traído hasta esta orilla.
Más tarde, cuando el cuerpo lo dejamos en el gris Cementerio de Montjuic, supe bien que cualquier descubrimiento lleva luz a las almas y penumbras, y que los cuerpos crecen con heridas que la vida les va abriendo sin causa, como letra obligada en su poema.




Bálsamo

Menos mal que el amor es puro bálsamo y todo lo aligera su ternura. Si no, todo habría sido un tobogán hacia el odio del vino y la desidia.
Las Ramblas de los pájaros, las Ramblas por donde el mundo entero se codea entre razas y lenguas de Babel, fueron ojos de mi florecimiento, oídos de mi amor. (La pena ardía entre sus manos blancas hasta hacerse ceniza de ternura.)
Ella me hablaba de barcos y gaviotas que tenían nombres de personas que queríamos, mientras la “golondrina” se alejaba por la dársena azul hacia los cubos grises del rompeolas, y su estela era el limpio recuerdo de una vida que nos seguía mar adentro, como el eco de la voz que nos hablaba momentos antes.
Ella lo decía y yo me lo creía. ¡Puro bálsamo!


Amor en todas partes

Y Montjuic me mostraba sus rincones con la procacidad del primer día, los arcos del Museo Arqueológico, la Font del Gat llorando cantos viejos, la grata Rosaleda, el Teatre Grec... y en todas partes era fácil, libre, el beso, el desamarre del amor, en todas partes dábamos fe viva de que la soledad más triste canta y explota cuando hierve en luz la sangre, si otra sangre baila con la tuya.
Y si no era Montjuic era el Parc Güell, la piedra vuelta loca en maceteros, en arcos, en columnas, en la gracia que aquel loco arquitecto de inquietudes sembró en el corazón de Barcelona.
En todas partes ella hacía de mí una soledad más pequeña, una elegía menos triste y más alta y más auténtica.

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