jueves, 12 de junio de 2008

HILO DIRECTO CON DIOS

PABLO GÓMEZ

Pablo Gómez llegó al Colegio a principios de los setenta, justo el curso en que el Monseñor pasó por el Colegio para celebrar en la Biblioteca una de sus famosas tertulias. De su Andalucía natal traía un deje simpatiquísimo que hacía las delicias de quien tuviera la suerte de escucharle. Enseguida pensé que haría buenas migas con el otro andaluz de pro, José Santamaría. Pero me equivoqué y, aunque se llevaban bien los dos y se hacían bromas sobre los olivos y la Semana Santa de Sevilla, a congeniar de verdad no llegaron nunca. Y eso que eran los dos bellísimas personas, tolerantes y comprensivos con los demás. Con el que sí congenió Pablo Gómez a las primeras de cambio fue con el leonés Dorado y con el catalán Viladomat. Cosas del destino.
Pablo Gómez tenía una letra preciosa, que no dudaba en prestar a quienes querían adornar con un texto caligráfico algún trabajo, cualesquiera que fuesen sus finalidades. Y una pierna izquierda soberbia. Y una fortaleza impropia de su constitución física, apenas setenta kilos de peso y poco más de uno sesenta de estatura. A veces hasta jugaba a fútbol descalzo, que daba grima verlo enfrentarse así a un delantero como Antonio, alto y fornido como un castillo. Pero, contra todo pronóstico, solía salir airoso de cualquier encontronazo. Dorado y él formaban el dúo de defensas más contundentes que habían pisado nunca el estadio de Sendero. Con todo, lo que más me admiraba de Pablo era su fuerza de voluntad. Casado y con dos hijos, fue capaz de sacar tiempo de debajo de las piedras para estudiar la carrera de Historia y licenciarse con buenas notas. De una persona así cabía esperar un futuro esplendoroso. Pero los destinos se tuercen inexorablemente, y el del pobre Pablo se quebró del modo más lamentable. Y un día de tantos Pablo de pronto se sintió mal. Le dolía la cabeza a ráfagas y como el dolor no se le iba ni siquiera después de dormir, al cabo de una semana de sufrimiento se fue a la Clínica de su Médica para ser examinado. Y aunque varios doctores lo reconocieron y le hicieron multitud de pruebas, ninguno acababa de acertar con lo que le pasaba. Hasta que en una de las últimas le detectaron un cáncer en el bulbo raquídeo. Velozmente lo prepararon para operarle en el Hospital Generalísimo Franco. Pero el cirujano que le tocó en suerte nada pudo hacer por atajar el horror que lo devoraba. Poco a poco, y a la vista de todos, se fue consumiendo. Alguna tarde de buen tiempo, ya muy enfermo, se pasaba por el Colegio y estaba unos minutos en el comedor de profesores, donde, con toda la pena del mundo, sus compañeros pudimos ver la celeridad con que el pobre Pablo Gómez se iba de esta vida. Aquel mismo otoño, un día lluvioso y gris, se fue para siempre.

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