jueves, 29 de agosto de 2024

ESTE VERANO CADA SEMANA UN TEXTO (X) RECUERDOS DE UN JUBILADO


A todos nos alcanza alguna vez un brillo hermoso hasta el desván del alma, y de pronto dejamos las urgencias, los lances cotidianos y nuestros ojos nostálgicos emigran al pasado, porque algo reciente, vivo de nosotros mismos surge de un recuerdo y presentimos que algo bueno que teníamos antes a punto está de marchitarse solo.

La golondrina muerta en el cristal de la alta claraboya en un verano triste y descuidado, el río cada vez más lejano, siestas de pozo donde el cuerpo flotaba... No sé qué hacía yo todavía vivo en la prisión candente de mi cuarto, con los ojos cansados de llorar y las manos sin fuerzas para nada. Y oía las voces de otros niños que hablaban con mi madre de mi fiebre. Y sus pasos corriendo se perdían entre los algodones de la tarde.

Pero quizás no fue la muerte de aquel pájaro, ni la temperatura de mi piel, ni la orfandad del río. Quizás fue el fútbol que convertía el barrio en un clamor de niños que olvidaban lo fácil de su infancia para ser eternos, dioses que se burlaban de cualquier derrota. Eran frente a frente veintidós infancias abiertas a la muerte, sin miedo a su guadaña. Sólo la noche con su puñal de sombras ponía fin sin duelo a aquella lucha. Y volvíamos a casa triunfadores con el laurel ganado limpiamente.

Y entonces presentí que algo bueno que tuve hasta el momento a punto estaba de marchitarse solo. Tal vez era el eco de la voz de mis padres que habían amasado mi vida con hilos de esperanza o el rastro luminoso de la luz que irradiaba siempre de sus cuerpos. Ya no sé precisar la silueta del brillo hermoso que me llega ahora tan pálido al desván del alma. Pero sí sé que es un síntoma, un humo sutil del fuego de mi infancia.

Y nombro cosas, a ver si por ensalmo, se concreta esta dicha, este placer inaccesible que me invoca en la sombra. El puente de piedra, los cantos de abubilla, la horquilla de negrillo del tirador certero, aquel ruido de ropa sacudida que hacían al volar las palomas del molino, los higos de las josas, los gusanos de seda que tejían su sepulcro dorado, la sorpresa helada del agua del río entre las ingles, la bici en el pasillo y un etcétera largo como el tiempo que me separa impío de las cosas que quiero más que al cuerpo que me lleva por un presente lleno de putadas.




Y recuerdo una tarde en que subí al desván y me encontré de pronto con que era el dueño de un silencio y una paz parados en el tiempo. El rayo de oro que bajaba vivo temblando como un soplo de Dios por la penumbra; las arrumbadas sillas del rincón donde la gatas de la vecindad parían; el andamio de polvo y el hilo sutil de las arañas; la claraboya abierta recogiendo, oído de cristal, las voces puras, los ruidos de la tarde que nacen, crecen y mueren en oleadas dulces en la orillan sin limites del sueño; los nidos de aquellas golondrinas que atravesaban el miedo del otoño... Objetos intemporales que aureolaban mi cuerpo de adolescente como la de un dios campesino, buscando el nido del amor...

¿Queda sólo un eco de todo ello en las orillas del tiempo que un día vivimos? ¿Y entonces no fue nada aquel disparo que sentí bajo el agua cuando el dulce rubí de un pecho joven tropezó conmigo y que de golpe me arrancó sin daño del cielo tan sutil de la inocencia? ¿Por qué recuerdo ahora tanto espectro de entonces que me asedia en relámpagos de furia? ¿Por qué vuelve el recuerdo de aquel pato que entre todos privamos de su vida en la inquieta esmeralda de los juncos, cuyo roto cadáver encontramos días más tarde varado para siempre en otra orilla? ¿Qué sentido tiene ahora recordar los palos carcomidos que fueron aquel potro del herrero? Si la memoria actúa como un viento ladrón que arranca los tejados de las almas.


 Y aun así, como entonces me veo allí en mi casa, besando con los pies el frío de las losas del portal. Me ladra Tron, el perro de los vecinos mientras mi madre me llama desde arriba. “Esteban, ¿eres tú? Te tengo la merienda preparada.” Todo sigue igual. Los escalones de la escalera limpios, fregados con amor, musicales y tan queridos que a todos nosotros nos identifican con sus gemidos dulces, casi de la familia, vivos. El calendario de la cocina sabe todos los días del verano. Los vencejos chillan en el cielo pequeño de los corrales. La casa huele a leche. Después suenan los pasos de mi padre. Algún hermano llega. La bombilla derrama su paz amarillenta sobre el prado lunar de la camilla. El día ya ha pasado. La noche nos acuesta maternal y el tiempo estalla quieto entre mis manos, como entonces, bajo las blancas sábanas, de verdad, como entonces, aunque ya no vuelva a ser como entonces.

Y aún oigo los pasos de mis amigos, perdiéndose entre los algodones de la tarde, los chillidos de los vencejos que giran y giran en el cielo pequeño de los corrales antes de despedirse de la tarde. ¿Adónde irían? ¿A las eras? ¿A las tartanas del señor Rafael el carretero? ¿Y qué dirían de mí, de mi fiebre, de mi posible muerte? Ellos, los compañeros de la correrías por las huertas, saltando las tapias más difíciles, trepando a los árboles más altos para ganar los laureles de la aventura. Hoy serán como yo. Tendrán esposa. Acaso hijos con sus mismos ojos alegrarán su casa. Y acaso como yo también tendrán clavado en sus almas el agrio puñal de la nostalgia. ¿Y habrán al fin también sentido ellos la amenaza terrible de que algo feliz que antes tuvieron, aquel humo sutil, el brillo hermoso a punto está de marchitarse solo?


En verso, en prosa, en pensamiento puro me he preguntado a veces cuál pueda ser el síntoma, el indicio, el humo sutil del verdadero fuego de nuestra infancia. Y no sé todavía su secreto. Si alguno lo sabéis, dadme una pista. ¿Es acaso una voz, un roce, el rastro de un pájaro posado en un balcón, la enredadera desprendida de su andamio de alambre, el gato de familia, algún retrato que estuvo en un cajón extraviado? Decidme, muertos míos, manantial de mi sangre, ¿cuál la huella, el reguero inmortal que sin quererlo fui sembrando en la tierra de mi infancia? Decídmelo, vosotros que pusisteis hoguera fiel en mi camino ¿Es tal vez un caballo de cartón, el ruido hermoso de la llegada de los Reyes Magos, aquella lluvia que rompió el cristal de la ventana o el silencio blanco de la plazuela bajo una manta de nieve?

Vosotros ya sabéis cómo es la cuesta del presente y cuántas son las profundas putadas que socaban las raíces de nuestros árboles hasta dejarlos a expensas de un mal viento o de un invierno más duro que los otros. Vosotros ya sabéis cómo se vive, cuántos pactos y plazos nos subastan o hipotecan nuestras esperanzas, qué miedos nos asaltan por la noche y qué difícil es tragar el vino peleón de los días. Aun así aguanto y sobrevivo recorriendo el camino de los días, mirándome en los ojos de mi mujer y mis hijos y soñar con el mañana en la sonrisa que brilla en sus miradas .Y otra cosa os diré: me gustaría que mis padres me vieran hasta dónde he llegado, cuántos andamios he subido y cuántas ganas pongo todavía en levantar con hilos fragilísimos nuevos puentes para seguir salvando los cotidianos taludes de la vida.



¿Y por qué entonces nos viene a visitar? ¿Por qué surge de pronto en un recuerdo algo que fue nuestro, algo muy vivo, fresco y reciente como si fuera de ahora? Vosotros lo decís: es sólo un ruido que os suena sin motivo adentro, un maullido de gato, una copa al caer o el gemido de una puerta al cerrarse. Tal vez una fragancia que de pronto manda mayo una noche desde el campo, desde el balcón abierto donde respira el carmín oloroso de los geranios. A veces es el brillo, el color entrevisto de un objeto que clama entre los otros al abrir un cajón semiolvidado. O quizás un sabor que en un instante se eterniza en los labios, o la fugaz caricia en nuestro rostro de la brisa de un verano. Y todo esto nos hace volver por un segundo a ser el niño que late agazapado entre las sombras del desván de  nuestra alma.

Lucho con el idioma para enfocar el mundo que me viene de entonces bajo el poso donde duermen las vetas de los nombres, y extraigo con las manos del recuerdo aquellos que formaron parte de mi vida, columna visceral de mi destino humano. Y recorro galerías intrincadas para encontrar las fajas de adjetivos que fueron cualidades inocentes, atributos de mi clara adolescencia. Y busco en las paredes entibadas verbos puros, acciones que pautaron aquel tiempo del barrio bendecido por el Duero y esmaltado de huertas y aventuras. Lucho con el idioma para encontrar las sílabas más mágicas, las palabras más sugeridoras, las frases más ardientes para abrazar el mundo que me viene de entonces.




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