lunes, 18 de julio de 2016

CON CLAUDIO RODRÍGUEZ 6


 
Por su parte, Pedro Crespo Refoyo nos regala una primicia en su artículo, algo largo de título, pero necesario: Hacia el esclarecimiento de los versos iniciales de ‘Don de la ebriedad’ (De Claudio Rodríguez a Álvaro Pombo: un viaje de ida y vuelta a la misma estación). Se refiere, claro está, a los repetidos y celebrados tantas veces: “Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias. / Así amanece el día; así la noche / cierra el gran aposento de las sombras.” Y empieza afirmando, en relación a su interpretación de la génesis de esos versos, que son “de raigambre religiosa, litúrgica incluso” y nos conducen por el mismo camino a los últimos versos, “dando fe de una obra cerrada y genial en su estructura tripartita aristotélica.” Apoya su aserto en otros autores como el profesor García Jambrina, que dice al respecto de esos versos: “Con esta aurora, con esta luz del alba y de la noche se inicia la más arriesgada y hermosa aventura del hombre: la aventura del conocimiento. estamos, pues, ante una poesía en los límites de la filosofía, la mística y la religión.” A continuación Crespo Refoyo trae a colación un fragmento de la novela Los delitos insignificantes, de Álvaro Pombo, publicada en 1986, que guarda similitud con lo que dicen los versos de Claudio Rodríguez. Se trata de la traducción que hace Ortega de una frase en latín que acaba de decirle a Quirós, ambos, personajes de dicha novela, y que este último no entiende: “Significa que todo dato óptimo, todo don perfecto, como es esta idea que tengo yo de mi nulidad y mi fracaso, viene de arriba, es un don que me da el padre de la luz…” Y se pregunta el articulista si será casualidad también lo que Ortega afirma casi al final de Los delitos insignificantes: “Todo era identidad, como en las borracheras, la agigantada conciencia del poseso, en pleno don de la ebriedad, reconoce su voz, se reconoce agigantado pero sólo vagamente sabe dónde anda o quién le ve o con quién habla.” La semejanza entre el texto de Pombo y los versos de Claudio no puede ser más clara. Si hasta aparece el título del libro del poeta en las palabras de Ortega: “don de la ebriedad”. Vista la interrelación que existe entre ambos textos, uno en prosa y otro en verso, Refoyo nos pone en situación de conocer el origen de los dos y así dice: “lo que a mí me interesaba era descubrir el subtexto o pretexto del que partían ambos”. Y lo encontró en un viejo misal del Rastro madrileño, en la Epístola de Santiago, I, 17-18, que, traducido su texto latino, queda así: “Carísimos: toda dádiva preciosa y todo don perfecto, de arriba vienen, descienden del Padre de las luces. En quien no hay mudanza ni sombra de mutación…”  La pregunta de Refoyo no se hace esperar: ¿Bebieron ambos, poeta y novelista, en la misma fuente? Está dentro de lo posible. Después el articulista menciona otras influencias ejercidas por la Epístola de Santiago, anteriores a las dos citadas, y propone la ejercida sobre el cuadro de Valdés Leal titulado Conversión de Mañara, en el que se ve a un hombre leyendo dicha Epístola, a juzgar por la frase que aparece escrita en la corona que muestra un ángel en lo alto de la pintura: “Feliz aquel que soporta la prueba”. Así pues, en Valdés, exhortación a la vida pobre y recogida (memento mori), en Pombo, justificación del fracaso personal como prueba y como don, y en Claudio Rodríguez, “plenitud del instante epifánico en el que se presiente que sólo más allá de la materia y los sentidos tiene lugar el ser, la esencia (…) de lo que llega a la eterna inmarcesibilidad”. Tras este apunte en el que se recogen las tres maneras diferentes de interpretar en literatura y la pintura un mismo texto bíblico , retoma el ensayista el tema de su artículo y concluye que toda la obra del poeta zamorano “bien cabe en una misa”, y acto seguido nos invita a dar un salto al último libro de Claudio Rodríguez, Casi una leyenda, para fijarnos en su última parte, “Nunca vi muerte tan muerta”, título sacado de un verso de Juan de MENA. Ahí podemos ver en los dos últimos poemas, “Solvet seclum” y “Secreta”, que remiten a dos momentos de la misa y tienen que ver con la conmemoración de todos los fieles difuntos y la resurrección de Cristo de entre los muertos, “ya no muere; la muerte no tendrá ya dominio sobre Él”. Y Refoyo remata, siguiendo el hilo: “La muerte está  bien muerta o, ahora con Claudio Rodríguez y Juan de Mena: ‘Nunca vi muerte tan muerta.”
 

 
¿Énfasis o diálogo?: El vuelo de la celebración es el siguiente artículo firmado por Ángel Fernández Benéitez. Tras dejar bien sentado que los recursos del énfasis (entre ellos sitúa los segmentos exclamativos, las interrogaciones retóricas, el apóstrofe, la imprecación y el empleo de los imperativos y más abajo incluirá los fenómenos lingüísticos referidos al diálogo, como el uso de la 2ª persona y los vocativos) tienen mucha importancia en la gestión lingüística, el tono del poema y la estructuración del mensaje de Claudio Rodríguez, el autor centra su trabajo en su cuarto libro, El vuelo de la celebración, por ser aquí donde se multiplican dichos recursos más que en ningún otro hasta el punto que en un solo poema aparecen con profusión, para ir disminuyendo en Casi una leyenda “donde la pregunta retórica se convierte en portavoz de la vacilación”. Dicho esto, Benéitez plantea el hecho de que las fórmulas del diálogo empleadas por el poeta zamorano quizás sean “la justificación del concepto de participación”, de la que hablaron ya otros estudiosos de la obra de Claudio, como Prieto de Paula al referirse a Conjuros, el segundo libro del poeta. Va más allá aún cuando afirma que en la poesía de El vuelo de la celebración juegan un papel en el diálogo las cosas más diversas, desde los objetos a las personas, pasando por los conceptos o los mismos sentimientos. La arena por ejemplo se transforma en personaje a quien el poeta le habla como a un igual, como a algo que necesita para participar de ello: “Vuela tú, vuela, / pequeña arena mía, / canta en mi cuerpo, en cada poro, entra / en mi vida, por favor.” Y “aquel darse del Don de la ebriedad  ahora se convierte en solicitud”. Igual ocurre con la amapola, con la que el poeta establece una relación de entrega mutua, “en compañía”: “amapola sin humo, / tú con tu sombra, sin desesperanza, / estás acompañando / mi olvido sin semilla. / Te estoy acompañando. / no estás sola.” Y cuando el vocativo representa un sentimiento, el poeta le otorga aspecto físico. Como si el poeta entablara un diálogo con su mundo, exterior e interior, “desde una necesidad constante de amistad, de compañía o de afirmación en el tú.” De ahí que de la aprehensión del mundo pase Claudio Rodríguez en sus libros, especialmente en El vuelo de la celebración, a la fusión con el mundo. Y “¿qué mejor ejemplo de esa fusión que el amor?”, se pregunta el articulista, para inmediatamente afirmar que “no es casual que la cuarta parte del libro se desarrolle en las claves de la literatura erótica-mística”. Y hasta se puede entrever en los poemas una historia de amor, “de encuentro y desencuentro, de fidelidad y de traición, de arrepentimiento y renuncia”. Si bien el diálogo se va diluyendo hacia el final del libro donde sólo permanecen las frases admirativas, como ocurre, por ejemplo en “Cómo suena contigo esta desnuda costa”.
 

 
José Manuel de Diego es el autor del siguiente artículo: Una relectura parcial de Claudio Rodríguez. Y la primera afirmación que destaca en el ensayo sobre la poesía del poeta zamorano es que existen una serie de características peculiares que hacen de él “el poeta más original de la poesía española de la posguerra”, y acto seguido las menciona: poesía como participación, comunión íntima con la naturaleza, profundo contacto con los objetos que le rodean, “proyección sobre el poema entero de la alegoría disémica”, ritmo del poema asimilado al paso del poeta-caminante, presencia de la infancia como sustancia intrínseca de su poesía, consiguiente uso de ritmos y decires infantiles, milagro de sus poemas primerizos, extrema calidad de toda su creación poética, “imantación semántica de sus vocablos en constante progresión geométrica”, “asentamiento en la noche y en el alba de una mirada apegada a la trascendencia”. En desarrollar algunos de esos puntos se extiende el resto del artículo. El término “participación” es clave en la poesía de Claudio Rodríguez. Él mismo lo dice en su poética: “Creo que la poesía es, sobre todo, participación. Nace de una participación que el poeta establece entre las cosas y su experiencia poética de ellas, a través del lenguaje. Esta participación es un modo peculiar de conocer.” Y el articulista concluye que es esta “participación” uno de los elementos que “separa con claridad la poesía de Claudio Rodríguez de la del resto de sus coetáneos”, y su modo peculiar de conocer le conduce a una “relación íntima con el mundo de la materia, con las cosas cotidianas que es médula central de su proceso creativo”.
“Si llegase a la nube pasajera / tensión de mis ojos, ¿cómo iría  / su resplandor dejándome en la tierra?"
En estos versos, afirma de Diego, puede advertirse reminiscencias “del pensamiento místico de Plotino” y también de Teresa de Jesús. Y añade: “El contacto hondo entre las cosas y el poeta crea una tensión entre lo visto y lo imaginado, entre lo objetivo y los subjetivo que se resuelve en una forma expresiva que es el poema que nos traslada a una nueva y distinta realidad”. Y cita como apoyo a su aserto los siguientes versos del poeta zamorano:

“Como avena
que se siembra a voleo y que no importa
que caiga aquí o allí si cae en tierra,
va el contenido ardor del pensamiento
filtrándose en las cosas, entreabriéndolas,
para dejar su resplandor y luego
darle una nueva claridad en ellas.”

Y así su contacto preciso con las cosas lleva al poeta a un doble camino: unas veces su mirada sobre las cosas las trasciende y alcanza un estado de ebriedad (caso de muchos poemas de Don de la ebriedad) mientras que otras veces “le conduce a un desenmascaramiento de la engañosa apariencia de la realidad” empleando juegos semánticos de contrarios o invirtiendo repetidamente el significado corriente de las palabras (caso de Alianza y condena). En un caso y otro Claudio Rodríguez emplea lo que se ha dado en llamar “alegoría disémica”. Y ello obliga al poeta zamorano a considerar que el poema opera por investigación, “un merodeo hacia la exactitud”, con palabras del propio Claudio. El ensayista explica así el proceso previo a la creación: “el poeta caminante contempla parsimoniosamente, imagina lo contemplado, merodea, investiga hasta abrir las entrañas de las apariencias y descubrir así una nueva realidad y embarcarse de este modo en la aventura que supone (…) el poema, la única voz del poeta.” La mirada es punto de partida y el lenguaje un fin en sí mismo. Pero éste es finito y lucha ante su limitación por medio de juegos de antónimos, tan usuales en la poesía de los místicos, y es que Claudio Rodríguez es otro poeta místico cuya mirada se sitúa “en los dos momentos del día que más convienen a su actitud contemplativa: la noche y el alba”.

“¿Y todo es invisible? ¡Si está claro / este momento traspasado de alba!”

Es obvio que la Naturaleza “dota de tremenda fuerza y evidente originalidad la poesía de Claudio Rodríguez”, afirma de Diego, “hasta tal punto que quizás sea, con el entendimiento del poema como participación, el rasgo más distintivo de la escritura claudiana.” Pero esta naturaleza del poeta zamorano nos remite a varios campos semánticos relacionados con ella, desde la naturaleza original a la climatología, pasando por las labores agrícolas y los aperos de labranza, mundo familiar, ciclos estacionales, etc. “El resultado final nos sitúa ante un paisaje donde la primacía de la contemplación redentora es manifiesta”.

“Viajero, tú nunca / te olvidarás si pisar estas tierras / del pino. / Cuánta salud, cuánto aire / limpio nos da. ¿No sientes / junto al pinar la cura, / el claro respirar del pulmón nuevo, / el fresco riego de la vida?”

“Actitud contemplativa y asunción participativa”, concluye el articulista, “nos presentan a un juglar andariego que entabla con la naturaleza un diálogo que conduce de manera intuitiva a la ebriedad.”

Para ir terminando, de Diego recurre al tema de la infancia, tan presente en los poetas de la posguerra como los que forman el grupo del 50, entre otros Valente, Brines, González, Gil de Biedma, Goytisolo, Gamoneda, Sahagún o el propio Claudio Rodríguez, si bien en él la infancia “no es el paraíso perdido sino territorio nunca abandonado”; es más, la infancia para el poeta zamorano es también capacidad de sorpresa, sentido de aventura, “leyenda edificada con los resortes de la memoria mítica”, pureza absoluta, ingenuidad generosa, canto diáfano, etc. Fruto de ese corazón perpetuo de niño es la aparición de Don de la ebriedad, su primer libro, si bien muchos de los versos de Casi una leyenda, el último, “nos remiten irremisiblemente al primero, creando así una circularidad donde el tiempo tiende a la abolición y la muerte muestra una faz nueva”.

“¿Y si la primavera es verdadera? / Ya no sé qué decir. Me voy alegre. / Tú no sabías que la muerte es bella, / triste doncella.”

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