miércoles, 6 de julio de 2016

CON CLAUDIO RODRÍGUEZ 2




En la playa de Tossa, a la vista de la diosa Minerva, me dediqué a seguir con el Claudio Rodríguez de la República de las Letras. El ensayo que tenía delante era de Jorge Rodríguez Padrón y se titulaba Rastros de la memoria. En él afirma que apenas había escrito acerca del poeta zamorano, aunque siempre lo había tenido como un maestro y que nunca se había desligado de él, “de su mundo poético y de su moral como escritor”. Y le falta tiempo y espacio para mencionar la fascinación que sentía por su primer poema, aquel que comienza “Siempre la claridad viene del cielo”. Don de la ebriedad, su primer libro, es “un aliento silbado, que queda apenas balbuciendo entre amor y muerte.” Claudio Rodríguez le dio otro aire a la poesía, afirma Padrón, y fue el primero que se decidió “a llevar la palabra hacia la aventura del conocimiento”. De ahí que la poesía del zamorano tenía mayor exigencia: “el alumbramiento del poema hacía nacer, abría, el espacio del pensar.” Continúa: “Él hizo que las cosas estuvieran en el poema, que el poema permitiera verlas y nos dejara pensar sobre ellas”. Más: “La poesía sólo puede ser una búsqueda del resplandor definitivo”. Y esa búsqueda debe ser predisposición a darse y dejarse poseer. Por eso concluye: “La poesía exige perderse en la complejidad, en el misterio de las cosas y del mundo, e ir a tientas hasta la palabra precisa que ha de alumbrarlo.” Y acaba citando al propio Claudio Rodríguez: “El poeta busca asimilar e identificarse tanto con el objeto del poema que llega a un punto en que su personalidad se desvanece en ese proceso creador.”

 



En cuanto a Ángel Prieto de Paula, poeta que había dedicado su tesis al poeta zamorano, afirma en el siguiente artículo de la Revista, Una confesión impúdica y tres instantáneas (también impúdicas) de Claudio Rodríguez, que es un poeta excepcional y aclara más abajo que aunque era “tan llano como las tierras que cantó”, es decir, un poeta accesible, paradójicamente era un poeta inaccesible, “como si en su cercanía se nos escapara algo de él, tal vez lo más importante.” Y pasa a contarnos que lo primero que le sorprendió en su poesía fue su “especial percepción de la claridad”, una claridad que a veces era tan cegadora que al aplicarla a las cosas del mundo se deshacía su forma y su consistencia y otras, imitando  la claridad de Goethe “le exigía una justa proporción de luces y de sombras”. También le llamó la atención de la poesía de Claudio “su hondo sentido de la naturaleza”; no la costumbrista, ni la bucólica, sino la naturaleza como “forma de contemplación”. Y acto seguido Prieto pasa a explicarnos mediante el recuerdo de tres momentos de la vida de Claudio que coincidieron con la suya, por qué “el poeta no quedaba lejos de la persona”. El primero tuvo lugar en Salamanca, en el aula de fray Luis de León, con motivo de un recital poético en el ambos participaron junto con otros poetas como Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas o Ángel García López. Todos subían al mítico púlpito del aula y recitaban su poema. Pero cuando le llegó el turno a Claudio, se excusó diciendo que él no era digno de poner los pies donde los había puesto fray Luis, y leyó el poema abajo. El articulista vio en ese gesto, en vez de humildad, jactancia y así se lo hizo ver resumiendole el argumento de un cuento de Pemán titulado Los dos luceros, “baste decir que en él se pondera la piedad del imperfecto sobre la estricta virtud del intransigente”, y el autor de Conjuro, reconociendo su falsa modestia, dijo: “¡Qué gilipollas soy!” La segunda estampa sucedió en un bar de Madrid cercano al Instituto Lope de Vega en el que Paula acababa de hacer las Oposiciones a Cátedra, y a él acudió para reunirse con un amigo. Pero a quien encontró fue a Claudio Rodríguez, que, a pesar de que se habían visto en más de una ocasión, no pareció reconocerle y a quien le pidió fuego para el cigarrillo. Ambos se pusieron a hablar, especialmente Claudio, que era un asiduo al bar y al parecer para el camarero sólo un parroquiano más (no un poeta famoso) que tenía fama de espantar a otros cuando tenía una copa de más. Y tanto hablaron y bebieron que el camarero clasificó a los dos en a misma categoría de moscones. Finalmente, coincidieron otra vez en Roquetas de Mar (en esa ocasión acompañaba a Claudio su mujer Clara), con motivo de celebrarse allí un curso de verano dedicado íntegramente al poeta zamorano; y en los descansos hablaron, bebieron y hasta bailaron (Claudio “daba órdenes a sus piernas que éstas no obedecían…"). La conclusión que saca el articulista de todas esas manifestaciones vitales del hombre, están íntimamente unidas a la labor del creador de poesía, y se vale de una cita de Bachelard: “La poesía es una metafísica instantánea, que debe unirla visión del universo con el secreto de un alma".



El siguiente ensayo lo firma Carmen Palomo. Titulado Claudio Rodríguez, territorio oral y mágico, en él trata de demostrar el interés que siempre mostró el poeta por “el país mágico de las canciones tradicionales infantiles”, siguiendo sobre todo lo que dejó escrito en la tesis de licenciatura de Claudio de 1957. La primera afirmación de Palomo sobre la poesía del autor de Don de la ebriedad respecto a lo anterior es que “existe un río subterráneo, profundo, que conecta buena parte de la escritura del poeta zamorano con las canciones infantiles que él pudo escuchar en casa a sus hermanas.” (Puedo añadir que Claudio se pasaba de chico fuera de casa horas y horas deambulando por los barrios y las plazas de nuestra Zamora franquista observando fascinado los corros y juegos de niños sazonados con vistosas canciones.) A continuación la articulista pasa a caracterizar esa poética singular de Claudio Rodríguez inspirada en las canciones de corro y juegos infantiles de la ciudad del alma aludiendo a sus rasgos principales. El primero de ellos es su “aspiración a la anonimia, el persistente borrado textual del sujeto lírico a favor de una desindividuación que adopta formas variadas a lo largo de sus libros”. Y empieza por Don de la ebriedad: “el yo poético aparece inmerso en una pasividad contemplativa que eclipsa su propia consistencia.”  En Conjuros: “a ese aliento contemplativo se le añade el imperativo moral de una invitación a la existencia con los otros”. Y menciona en su apoyo lo ocurrido entre Claudio y Jambrina una noche en que habían bebido mucho vino y Claudio le confesó a su amigo que no bebía por vicio ni por ahogar las penas, sino para estar con los demás “y poder celebrar con ellos el mero hecho de existir, con todas sus consecuencia”. Otro registro de desindividuación, que aumenta en sus dos últimos libros, “corresponde a una desposesión del sujeto ante la muerte y el olvido”, y cita el verso de Claudio: “Estoy cantando lo que nunca es mío”. Finalmente, en una de sus múltiples desposesiones, el poeta se hace surco y su voz cobra sentido en el acto de darse. Luego la articulista pasa a hablar de la presencia de los corros infantiles en la voz del poeta, especialmente el conjuro y en la preeminencia de lo fonético sobre lo significativo. De ahí a la constatación del peso de la oralidad en la poesía del zamorano sólo hay un paso. Y concluye Palomo que en “esa materialidad corpórea, sonora y sensitiva suceden la ebriedad, el milagro, la transustanciación poética de la vivencia, incluida la amorosa”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario