miércoles, 11 de diciembre de 2013

EL RELATO DEL MES


La palma serpiente




Llovía torrencialmente y el viento gritaba como un alma en pena, cuando el sacristán se disponía a recorrer la nave de la iglesia hacia la reja de clausura. Entonces sonó un ruido a su izquierda, a la altura de la hornacina de la santa patrona. Alzó la vista y por escasos centímetros tuvo tiempo de esquivar el golpe de la palma del martirio de piedra que Santa Bárbara esgrimía con su mano izquierda mientras que su mano derecha seguía sosteniendo un relicario custodia. Tras el ruido que produjo al caer sobre un banco vecino, el sacristán alzó la mirada hacia la santa que desde la hornacina parecía suplicarle con sus ojos llorosos que le devolviera la palma del martirio. Así lo debió de entender el hombre de iglesia pues inmediatamente se agachó para recoger el sagrado aditamento de piedra.
Pero cuál no sería su sorpresa cuando vio que la palma se retorcía en el suelo como una culebra herida y huía a la velocidad del relámpago hacia la reja de clausura, donde desapareció. Hacia allí corrió el sacristán todo lo rápido que le permitieron sus cansadas piernas, pero sólo le dio tiempo a ver, junto a uno de los cuadrados de hierro de la reja, un poco de polvo amarillo que debió de dejar la palma serpiente al colarse por allí. Con el pañuelo logró recoger el rastro polvoriento y, pensando cómo le contaría lo ocurrido al cura al día siguiente, abandonó el templo para acudir a su casa.”
En cuanto amaneció, el sacristán acudió a la iglesia para tocar las campanas como solía hacer antes de preparar en la sacristía lo necesario para que el párroco celebrara la santa misa. Pero antes de que pusiera un pie en la escalera del campanario, el cura, hecho una aflicción, salió a su encuentro.
--¿No has visto lo que ha pasado? El demonio ha debido de entrar esta noche en la iglesia y ha hecho de las suyas-- le dijo mientras con la barbilla señalaba lo que había a su alrededor.
Los bancos estaban patas arriba, como si un huracán hubiera hecho acto de presencia en la nave, mientras que la reja de clausura, arrancada de cuajo de sus paredes, aparecía tumbada sobre aquéllos. El sacristán, balbuceando de miedo, intentó explicar al sacerdote lo que había ocurrido la noche anterior con la palma de piedra de Santa Bárbara, sin lograr que el cura entendiera a derechas sus palabras. Se lo volvió a contar algo más tranquilo mientras le señalaba la hornacina donde la santa permanecía.
El cura se persignó al descubrir que a la estatua le faltaba la palma del martirio.
--¡Dios santo! Ahora sí que estoy seguro de que todo esto es obra del Maligno. Y no sabes lo peor: las monjas de clausura están todas presas de terror recluidas en sus celdas sin querer salir a cumplir con sus rezos matutinos. He dado aviso al obispado para que el señor obispo se persone aquí y vea la manera de arreglar este desaguisado.
El sacristán, que de pronto se sintió iluminado por una presencia sobrenatural, pidió calma al afligido párroco y, sacando el pañuelo en el que había recogido la noche anterior el polvo amarillo que la palma serpiente había dejado en la reja de clausura, le dijo:
--Tenga calma, señor cura, que estos polvos amarillos que guardo en mi pañuelo arreglarán el desaguisado.
Pero el sacerdote, lejos de calmarse, se encaró con el sacristán. 
--¿Qué pretendes hacer, hombre supersticioso, con esos remedios de pueblo inculto y atrasado en la casa de Dios?
Y acompañó sus palabras con el gesto de querer sacudir la mano del sacristán y provocar que el pañuelo con los polvos saliera volando por los aires. Pero el sacristán eludió el golpe retirando la mano a tiempo. Luego con una paciencia infinita le explicó al sacerdote el origen de aquellos polvos y, sin darle tiempo a que hiciera otro movimiento como el anterior, se encaramó en la hornacina de Santa Bárbara y derramó los polvos sobre la mano izquierda de la santa, justo en el hueco que había ocupado siempre la palma de su martirio. 
En un instante, la nave se encendió con una luz vivísima y cegadora y así se mantuvo durante unos segundos. Transcurridos los cuales, tanto el cura como el sacristán, que se hallaban juntos al pie de la hornacina de la mártir, no salían de su asombro al descubrir que todo había recobrado su estado anterior, los bancos estaban en su sitio, perfectamente colocados, y la reja de clausura había vuelto a su lugar de origen. Y en el profundo silencio que había adoptado el templo empezaron a brotar unos cánticos sagrados que se fueron acercando poco a poco hasta llegar a la reja de clausura; eran las monjas que, portadoras de velas encendidas, daban gracias a Dios por haberlas librado del poder del demonio. El sacristán y el cura cayeron de rodillas a las plantas de Santa Bárbara, cuya palma permanecía iluminada por una extraña luz.

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